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El Transiberiano italiano (1)

El Transiberiano italiano
DP.

Manual para comprender el Transiberiano italiano,  uno de los trenes más sugestivos del Belpaese. Un recorrido atravesando los Apeninos centrales, entre las estaciones de Sulmona e Isernia. Nieve, sol, ovejas y un enjambre bucólico de ninfas imaginarias conforman la postal, siempre camaleónica en función de la estación o del estado del alma.

Sulmona es un pueblo italiano (veinte mil habitantes) inmerso en la provincia de L’Aquila. Está situado en el corazón de los Abruzos, próximo al Parque Nacional de la Maiella, que abraza los Apeninos centrales. Allí nació el inmortal poeta latino Ovidio: «Sulmo mihi patria est, gelidis uberrimus undis, milia qui novies distat ab Urbe decem» (Mi patria es Sulmona, rica de gélidas aguas, que dista de Roma nueve veces diez millas).

Es ahí, en su espartana estación, donde comienza, o bien termina, el Transiberiano italiano. Su trayecto. Una postal imponente de un país eminentemente joven, contradictorio, bello, grácil… En una tierra, otrora, de bandidos y disputas, de Borbones, condes y obispos, de fronteras y cicatrices de la guerra, de errores y redenciones, de tribus.

Una vez dijo Borges que Italia escondía todos los secretos del mundo, aunque los custodiaba en miniatura, con mucho celo y cuidado de no romperlos. Quizás aquí también hay algo de esa totémica ferrovía que atraviesa la Siberia, desde Moscú hasta Vladivostok. En este caso, los kilómetros no son diez mil sino 128,73: la distancia menguante entre Sulmona e Iserna, ya en la región de Molise. 

Así lo explican Alessandro y Claudio Colaizzo, los fundadores de esta idea que ha pasado del blanco y negro al color. «El 10 de diciembre de 2011 tuvo lugar el último trayecto ordinario automotriz. Esa línea ferroviaria iba a desaparecer completamente. Entonces decidimos darle un aura histórico-turística para evitar su muerte». Hoy es un salto al pasado, con músicos cantando (la banda dei briganti) en dialecto en cada estación y las ventanillas del tren enmarcando montañas nevadas, praderas con vacas, flores, jabalíes, ríos, pastores y otras gemas vírgenes, impolutas, sacras… Y ovejas, sobre todo ovejas. 

La ferrovía Sulmona-Isernia vio su primer convoy regular el 18 de septiembre de 1897. «Italia ya estaba unida (1860, aunque Roma se anexionó diez años después). Ahora faltaba hacerlo con las infraestructuras para evitar que esa unión fuera simplemente un concepto abstracto, ambiguo. Primero nacieron las dorsales tirrénica y adriática, ya en la costa. El problema es que había que interconectar también el interior», afirman. Es justo ahí donde se encuadra la creación de esta línea de tren, costilla de otra más grande: se creó un ferrocarril que unía Nápoles con Pescara. Abastecía servicios en zonas internas de las regiones de los Abruzos y Molise. «Antes había tractores y pasaban solo los caballos. Aquí estaba la diligencia de la familia Fiocca, de Castel di Sangro, que ofrecía servicio una vez cada dos semanas». 

Se antojaba obvia la necesidad de sacar esas zonas sureñas del aislamiento tras el dibujo de la nueva Italia: sin los Borbones (dueños de los Abruzos y las Dos Sicilias) y con la pérdida de poder de la autoridad pontificia, reducido simplemente a la Ciudad del Vaticano. «El tren trajo trabajo, no solo turismo. Se inauguró casi a finales del siglo XIX con el objetivo de tocar la mayor parte de pueblos. Piensa, además, que entonces la densidad demográfica era enorme, mientras que hoy apenas vive nadie». Y quienes están hablan un dialecto en cierta manera similar al napolitano. Además, comen pizza frita con embutido picante, pinchitos de oveja y preservan esa aura noble —de piedad colectiva—, clave en la solidaridad cristiana y social de la gente pobre. De alguna manera hubo un periodo en que sí, Cristo también se detuvo allí. 

Hoy se han perdido la mayor parte de esas ínfulas espontáneas, preservadas únicamente en un paisaje que desnuda un crisol de Madre Tierra. Es ingobernable, está atrapado en el tiempo y tiene ese miedo a perder su inocencia: nieve, sol, lluvia, verde, cerdos, abejas, miel y aceite con sabor a naranja. Por no hablar del silencio, que puede cortar incluso el aire. 

Carrozas centoporte

«Este tren lo cogían las mujeres para ir al mercado de Sulmona, miércoles y sábado. También se usaba para llevar a los niños al colegio. El servicio se efectuaba con locomotoras a vapor. Después entró la era del diésel, en torno a 1960». Eran los años del boom económico. Un periodo en el que Fellini se inventó La dolce vita dejando a un lado el neorrealismo, quizás para siempre. Luego vino lo del 68, el sexo libre, el hedonismo y el consumismo, tan duramente criticado por Pasolini

Por suerte, la evolución también trajo progreso. Aunque el vapor siguió utilizándose hasta los setenta, especialmente en vagones de trashumancia, lo cierto es que el diésel sirvió para optimizar el tren de entonces, cuya autopsia hacen perfectamente Claudio y Alessandro. «Son carrozas centoporte. Se llaman así porque tienen muchas puertas tanto a un lado como al otro. El interior es similar al de las carrozas de caballos. Son ejemplares de 1929, y surgieron única y exclusivamente para transportar a la gente. Por eso son estrechas e incómodas, además de recorrer distancias breves. La entrada es similar a la de una diligencia. Es complicado subir. Hay que estar en forma y tomar impulso. El material empleado es el hierro, y cogen una velocidad máxima de setenta kilómetros por hora», subrayan. 

La experiencia de hacer el Transiberiano italiano es la de retroceder un siglo: interior en madera, cortinas de tela vintage, baños modernizados sin perder la esencia (visiblemente todo cae a las vías) y la posibilidad de imaginar un tiempo en vagones diferenciados en función de la clase. La primera, por ejemplo, más amplia, con sillones en terciopelo rojo y una decoración estilo art decó. Muy sugestivo y sofisticado. «Hoy el recorrido solo se realiza en los de segunda clase. La capacidad es para ochenta personas y no son tan refinados. El trayecto tiene un único carril binario, aunque en algunas estaciones (Campo di Giove, Roccaraso, Castel di Sangro, Carovilli y Carpinone) es posible un segundo para los cruces e intersecciones. El resto los quitaron, luego ya no es posible que se crucen dos trenes».

La serpiente de hierro, que coquetea con los entresijos de estas toscas montañas y pide la vez para no alterar el ecosistema —exquisito en flora y fauna—, se completa con un vagón amarcord: un carro postal para transportar el correo, que en su día viajaba a través de la ferrovía en sacos de yute. «Nosotros lo hemos acondicionado para el transporte de bicicletas porque así los pasajeros pueden montar en bici cuando nos detenemos en cada parada del altiplano». 

Es la posibilidad, siempre, de hacer múltiples recorridos en uno a la vez que presume de finas galas. Porque, aunque nacida como ramo secco (improductivo como ferrovía turística), sigue ofreciendo panoramas únicos y características técnicas que convirtieron el tren en una obra de arte de la ingeniería italiana, siempre pródiga en abrazar el progreso en perfecta simbiosis con la velocidad, el motor y todo lo relacionado con la locomoción. De hecho, este tren tiene un motor diésel 445 de 2100 caballos. Es de los años sesenta, y está forrado con un material que emula los colores de la época. Una década de bonanza (la línea se reconstruyó tras la destrucción alemana del 43), a caballo entre la posguerra y los años de plomo en Italia. Un caleidoscopio de luz, desarrollo y agilidad de un país que nació tarde pero llegaba pronto, con ganas de impactar y sorprender. 

Hoy Italia es una herida mal curada. No sana, pero tampoco empeora demasiado. No tiene índole de país unido, pese a los arduos esfuerzos del masón Garibaldi —arengado por Cavour y sus adláteres— por coserlo. En la Primera Guerra Mundial, uno de Nápoles y otro de Milán no se entendían. La nación es frágil y está construida con finos equilibrios locales. Solo la televisión y el tren, de alguna manera, otorgaron algo de homogeneidad a una tierra campanilista, con ese vivaz apego a sus propias costumbres, a sus vicios, a su historia, su gastronomía y su lengua. Porque al final Italia en general, y Roma en particular, es atea, aunque ni siquiera eso saben. Siempre fue antibelicista (La grande guerra, Mario Monicelli) y devota, sí, pero de su propio campanario. Los convoyes ferroviarios no han hecho más que interconectar esta retórica. Una y otra vez hasta convertirla en algo obvio, recurrente. Necesario para subsistir. 

(Continúa aquí)

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