Mi pueblo se ha quedado sin pan. Ha cerrado la única panadería que repartía en furgoneta por la zona, a golpe de claxon. La que fue mi casa ya no tendrá la hogaza en la puerta a las diez de la mañana. He tenido que enterarme por un titular de prensa, porque no, ya no vivo allí. De hecho, hace seis años me vine a vivir bien lejos, a Asturias, igual que todos mis hermanos; a excepción de la mayor, que marchó a vivir a Barcelona y allí se sintió acogida para siempre. Vengo de un pueblito de León, ya cerca de la frontera con Valladolid. Un pueblito de esos en los que los jóvenes —y solo los jóvenes— reivindicamos ser de León, a pesar de que la sociología popular sea irremediablemente castellana. Realmente son también castellanos sus campos, su imponente planicie, su tedio amarillo, su agresividad informal y su horizonte sin vegetación.
Seguramente muchos asturianos que hoy me rodean han pasado por aquellos parajes de camino a la capital, o puede que incluso hayan «bajado alguna vez a secar», como dicen ellos. Cuando yo era niña, los veraneantes inundaban las vacaciones y, al acercarse el final de agosto, subían a llorar al tejado del depósito, porque tenían que volver a la ciudad. Sentían un arraigo a su «pueblo de verano» que a mí me causaba desconcierto y un poco de irritación. En el fondo, quería pertenecer a su sentimiento, pero a mí no me salían las lágrimas. ¿Por qué podían ellos llorar «su pueblo» si se iban cuando acababan los atardeceres acogedores y llegaban las sombras largas de principios de septiembre? Yo me quedaba allí todo el invierno; yo sabía lo que era aquel pueblo de verdad, sin drama ni compasión. Yo y otro niño de mi edad, que cuando no estaba haciendo trastadas en la era o en la ganadería de su familia, trataba de buscar entretenimiento peleándose conmigo, y yo con él. Ninguno de los dos nos parecíamos realmente a los niños del verano, que sabían de piscinas y comían helados: raros, un poco más malditos, quizá, aunque eso no es malo. Creo que los muchachos que venían por vacaciones nunca serán capaces de ver la distancia real que nos separaba. Es imposible. Nosotros ni siquiera tuvimos la suerte de pertenecer a la generación anterior, la de mis hermanos, que todavía eran una buena cuadrilla de chavales fuertes, algo cafres, decididos y resueltos. Ellos iban a las fiestas de los pueblos de alrededor, todos juntos, en moto, y se reían de los que llevaban camisa en las discotecas. Pero nosotros éramos dos y algún primo pequeño por ahí rondando.
Aquel chico bruto y desubicado de mi quinta se quedó de verdad en el pueblo y, por fuerza de la bucólica cotidianidad que caracteriza la vida de por allí, continuó en la granja de su familia hasta hoy. O eso creo. Yo me fui. Mis padres no tenían animales ni tierras, porque la que es de allí es mi madre y ya se sabe… Aun así, siendo ella mucho más culta de lo que se cree y siendo mi padre un hombre con prudencia y virtud, en mi casa siempre se habló de otros mundos que no eran solo los del trigo y la cebada, quizá precisamente porque no teníamos tierras y había que buscar otras salidas y otras reflexiones. De modo que yo estudié y me fui. Y sí, aquellos que estáis en el pueblo, tenéis razón: no me sirvió de mucho y por supuesto que soy más inútil que los que sabéis construir muros, hacer potajes sabrosos, entender la tierra, negociar hábilmente con toneladas y sin calculadora o arreglar absolutamente cualquier cosa con las manos. Y, sí, ahora hablo como los veraneantes que no sentían el termómetro negativo del invierno. Peor aún, soy como aquellos nombres que a veces aparecían en las conversaciones adultas: nombres de personas que son «hijos de Fulanita de tal», pero que no conoces de nada. Esos que solo aparecían por allí en las fiestas del pueblo, y si acaso en Navidad, pero ni siquiera los tres meses del verano, como los veraneantes. Y después de todo, encima vengo hablando de que cerró la panadería que repartía el pan por la zona, a golpe de claxon. Vengo a hablar «del titular».
Porque, leyendo la nota de prensa en cuestión, debo reconocer que las reflexiones del periodista —uno más, seguro, de los que solo pisan por allí el día grande— me han parecido ciertamente interesantes, lúcidas y convenientes. En su pequeño reportaje reseña el incidente del pan hablando de la realidad de los pueblos, de las contradicciones, de los abandonos. Lo hace de forma romántica, por supuesto, como le corresponde a un periodista que también ha dejado su pueblo y vuelve después para hablar sobre él. Supongo. Quizá solamente está sentado en la redacción del periódico, impertérrito, y le ha tocado cubrir una noticia de la España vaciada (o así le dicen) del sur de León. Sea como fuere, en su artículo, el periodista habla de la situación de los mayores y de sus problemas para trasladarse a la panadería más cercana. Reflexiona sobre las posibilidades de que la administración pusiera facilidades y compara la cuestión con otros proyectos menos esenciales. Habla del médico, que solo puede llegar al pueblo dos días a la semana, y de asuntos por el estilo.
Pero al pueblo no le ha gustado su reportaje. Opinan que a los de la prensa les «gusta demasiado el titular». En el grupo de WhatsApp del pueblo (porque somos tan pocos como para tener un grupo y «tan poco de pueblo» como para tener WhatsApp) no ha caído bien. Es cierto, aquel pan no estaba tan bueno. Es cierto también que aún queda quien sigue allí vendiendo productos en la «tiendina» y en el bar. Es cierto incluso que la gente sabe arreglárselas muy bien sin espectáculo. Sin embargo, también pienso que ese artículo no hablaba realmente del pan. Me temo que tampoco puede hablar del pueblo como quieren sus vecinos. Pues habla de un pueblo que es solo el de los que nos hemos ido, el de los que sí necesitan reivindicarlo. Porque a los que ya no vivimos allí y hemos perdido la «autenticidad», sí nos remueve leer algo sobre el lugar donde crecimos, aunque sabemos perfectamente lo que significa ser un mono de feria para los que vienen de donde se cuece el bacalao. También nosotros hemos hecho bandera de esa resistencia rural de no necesitar lloriquear delante de los buitres que luego consiguen votos a nuestra costa.
Ahora, la que viene de fuera soy yo. Y, sin embargo, sigo siendo la que se quedaba sola cuando los veraneantes se iban; y sigo queriendo que en mi pueblo haya pan y, lamentablemente o no, ahora quiero que se hable de ello. Quién sabe si no escribo ya de un lugar del que nunca podré entender la distancia real que me separa…
Bello y melancólico texto, reivindicativo, que suscribo porque lo comprendo desde mis adentros. Cámbiese un pueblo de León por uno de Andalucía, pero el espíritu es el mismo.
De nómadas a sedentarios; de sedentarios a rurales; de rurales a ciudadanos; ¿de ciudadanos a marcianos?