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Duelo sin brújula

A menudo la etimología presta un halo poético a los viajes que las palabras emprendieron para llegar a nosotros envolviendo un significado. Por ejemplo duelo, con sus dos significados que parecen desprendimientos de una misma piedra madre, y resulta que no. El duelo que se refiere a batirse o pelear, viene de guerra, en efecto —duellum era palabra arcaica latina que luego daría bellum—, y el duelo que es dolor por la pérdida de alguien viene del griego dolus, treta, engaño. En una página dedicada a la etimología encuentro esta precisión: «Debido a que dolus era una voz aislada, sin familia léxica, se asistió paulatinamente en latín tardío, por una especie de etimología popular, a su incorporación semántica al grupo de dolor y del verbo dolere, por lo que acabó significando pena, especialmente por la muerte de un ser querido». Así que con la misma palabra nombramos el combate entre dos rivales y el acto de padecer una ausencia, y es como si el lenguaje mismo nos invitara a que hiciéramos el truco de juntar los significados y entender que en el duelo de luto —que curiosamente luto y lucha también están cerca— se produce un combate y cualquiera que haya que tenido que arrostrar un duelo sabrá que en el fondo los dos significados parecen casarle perfectamente al acto de echar de menos, de encontrar ausencia por todas partes, de vaciarse el mundo porque falta una sola persona: se diría que el duelo es en efecto un combate entre el que queda vivo guardando la memoria de la criatura que se fue y esta, sin que se sepa a ciencia cierta cuál de los dos es un fantasma, pues nada afantasma más la realidad que estar de duelo. Así que no, resulta que no, que duelo y duelo no proceden de la misma fuente… pero cualquiera diría que sí, que quien está de duelo de alguna forma se está batiendo, y que los duelos bélicos pueden servir o no servir, pero lo que parece probado es que son todos ellos seguidos de miles de duelos reales.

Duelo sin brújula, de Carme López Mercader. Imagen Reino de Redonda.
Duelo sin brújula, de Carme López Mercader. Imagen: Reino de Redonda.

Duelo sin brújula ha titulado Carme López Mercader un precioso y emocionante texto en el que examina, combate, asimila su propio duelo por la pérdida de quien fuera su marido, el novelista Javier Marías, que murió hace dos años ahora después de unos meses de ingreso hospitalario en los que unos días parecía que sí, iba a poder contarlo, y otros días no había mucho que hacer. Importa decir que el texto mismo forma parte del proceso de duelo, no es que se escriba para ponerle punto final ni para achicarlo o sacarle algún partido a tanto dolor o cartografiar una ausencia: se asume a sí mismo como una fuerza que se le impone sin dramatismo —la propia autora se esfuerza en dejar claro que su libro no quiere ser un homenaje a quien tanto quiso, ni mucho menos un perfil biográfico, ni un termómetro de su dolor—, de ahí que la naturalidad con que se narra, acercándolo al registro de recuerdos de una época precisa —desde que Marías cae enfermo hasta el momento de la propia redacción del documento que se nos ofrece, con incursiones en el pasado para recobrar algún aspecto puntual de la figura de la persona ausente— produzca un efecto de intensa emotividad que ni siquiera los esfuerzos de la autora por enfriarla con alguna ironía o estampa sorpresiva —¡Javier Marías bailando! ¡Javier Marías imitando perfectamente el habla de Cabrera Infante!— lograrán sino potenciar.

El libro comienza con una pésima noticia: el volumen es el último que saldrá con el sello Reino de Redonda, el sello que Javier Marías, monarca de aquella isla, fundó hace años para recuperar autores olvidados, salvar libros ignotos, darle otra ocasión de probar la intemperie a obras maestras que quedaron sepultadas en la indiferencia. A pesar de que en los libros que él escogía y Carme López Mercader se encargaba de producir, contratando prologuistas, traductores, imprentas, distribuciones, había auténticas maravillas sin distinción de género (citaré solo algunas de mis favoritas: Los papas de John Julius Norwich, Un forastero en Lolitalandia de Gregor von Rezzori, Notas para una ficción suprema de Wallace Stevens, los libros de Rebecca West, los de Janet Lewis, el alucinante Historia de una demencia colectiva) la editorial no llamó demasiado la atención de nuestra prensa cultural, siempre tan ocupada en encargarse de lo obvio, lo que el propio Javier Marías llevaba con indomable decepción. Tengo una anécdota para demostrarlo: al parecer, durante algunos años me enviaban sus novedades a un domicilio en el que yo ya no estaba, lo que fue tomado como indiferencia por mi parte —que dicho sea de paso me gastaba mis dineros en comprar cada nuevo libro del Reino extrañado de no recibirlos como solía a pesar de que me ocupaba de algunos de ellos en los lugares donde me dejaban escribir—. Hasta que me enteré por cierta persona amiga, familiar directo de Marías, que este estaba un poco decepcionado conmigo porque no escribía ni para dar las gracias por el envío de los libros de Redonda y por el poco interés que mostraba por ellos, lo que seguramente me iba a costar mi puesto de cónsul del Reino. ¡Un escritor que nunca se me enfadó porque no le dedicara una línea a alguna de sus novelas, no me perdonaba sin embargo que tratara así a los libros que con tanto esfuerzo editaba! Es evidente que a Marías le importaba mucho su Reino de Redonda, y es evidente que sus imponentes volúmenes no recibieron la atención que merecían: ahora, nos cuenta Carme López Mercader, sin Javier en los mandos, es absurdo plantearse seguir. Pero no se me ocurre mejor colofón a la aventura —salvo el hecho de que no hubiera sido necesario colofón alguno— que este breve y precioso Duelo sin brújula.

Nada nos prepara para la pérdida, nos dice al comienzo de su testimonio. El doliente o el duelista, no sé cómo llamar a quien padece la pérdida, pronto descubrirá que se le ha depositado en una terra incógnita donde no valen mapas ni brújulas (aquí la referencia es evidente: Marías siempre dijo que él era un novelista con brújula, para contraponerse a los novelistas con mapa, tipo Nabokov, gente que sabía desde el primer día de redacción de sus novelas adonde se dirigía y cómo). Es un desierto. Una jaula de horizontes. No hay puntos de referencias. «Y cuando al cabo de los días recuperemos algo del intelecto que se nos ha escurrido con el mazazo y el dolor, se nos va a revelar otra cosa asimismo desconcertante: que, en adelante, en esa existencia vaciada van a convivir dos realidades, la nuestra, la de los que hemos sufrido directamente la muerte de nuestro muerto, y la de todos los demás. Separados por un abismo que parece imposible de salvar». Y en esas líneas devastadoras el lector aprecia cómo vuelven a darse la mano las dos definiciones de duelo: uno se ha quedado a solas con el fantasma de quien se ha ido, separados del mundo por un abismo.

Los fantasmas era tema que interesaba mucho a Javier Marías. En Duelo sin brújula nos enteramos que no tanto o muy poco a Carme López Mercader. Marías escribió cuentos con fantasmas, escogió relatos de fantasmas para algunas antologías, disfrutó como lector del género y también como espectador: allá donde pudo repitió una y otra vez que su película predilecta era El fantasma y la señora Muir. Lo paradójico del duelo cuando es tan intenso —y por lo tanto, por poesía que se le eche, inexpresable— es que el fantasma afantasma al que se queda, mientras que su único modo de persistir, seguir viviendo, es hacer sede en quien se duele, quien lo recuerda, quien al echarlo de menos lo reconfigura. El duelo lleva consigo una especie de vacío: y en el vacío las voces no suenan, y en efecto todo queda en una terra incognita íntima, imposible apenas de compartir sino con pellizcos de prosa que, aunque no puedan dar la medida del gigantismo de un dolor, ni mucho menos aplazarlo o aliviarlo, sí que dan idea de sus dimensiones.

El libro de Carme López Mercader habla de ello, naturalmente, pero con precisa ironía, con la sobriedad de quien lo último que quisiera es contagiar ninguna pena ni plantar una lástima. Cerrar una casa en Madrid, despedirse de tantas cosas que, como bien sabía el soneto de Borges, ni se darán cuenta de que nos hemos ido, seguir viviendo a pesar de que la vida ha dejado de tener consistencia. Todo ello va dicho en el libro con susurro elegante y hasta alguna sonrisa, con recuerdos cotidianos que se vuelven monumentos de lo perdido y algún atisbo de consuelo. Hasta que en el capítulo final, como en las buenas novelas que tanto gustaban al exquisito Marías, aficionado a los géneros chicos, o aparentemente chicos, como la novela de detectives, o el cuento de fantasmas, el libro nos ofrece una hermosísima puerta de —no diré ilusión ni esperanza ni fe— consuelo cierto, que es también, se mire por donde se mire, un homenaje a aquello que dio grandeza al propio Marías: la ficción. Tiene que ver con los sueños y todos sabemos que los sueños en literatura y en libros testimoniales suelen ser un coñazo que todos nos saltamos. Nunca he visto más justificado un sueño que en este libro breve pero interminable. De alguna forma el final del libro recuerda a aquel relato memorable de Juan Jose Arreola, que, variando por fuerza de la ocasión los géneros, decía: «El hombre que amé se ha convertido en un fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones».

«Este pequeño libro», comienza escribiendo la autora. Y sí, es pequeño, son pocas páginas, medidas, austeras, intensas, elegantes. Narra una pérdida, la conversión de una misma en una especie de robot que queda extraviado en una realidad que ha perdido su sustancia con la desaparición de quien o se la daba o ayudaba en gran medida a dársela, espiga recuerdos, («vivimos muchísimas cosas juntos, algo que en el duelo se convierte en una maldición, porque quien ha estado presente en todo, se echa en falta en todo»), aprende a ser paciente pues «como ser vivo que soy no voy a poder permanecer al margen y, lo quiera o no, en algún momento voy a rebrotar y recuperarme y avanzar». El último capítulo se titula «Eternidad» y es de una belleza conmovedora que coloca a este «pequeño libro» a la vera de las grandes cotas del género al que pertenece: Una pena observada de Lewis o la Elegía a Iris de John Bayley.

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