Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 47 «Locomotive»
Cuando uno llega a una ciudad que desconoce, lo primero con lo que se encuentra es con su pasado. Las ciudades narran sus historias a través de sus calles, plazas, monumentos y las conversaciones entre sus habitantes. En Berlín uno nunca ve la misma ciudad; es como si la propia cotidianidad le pareciera incómoda. Investiga en sus ruinas, echa la vista atrás y aún piensa que hay mucho trabajo por hacer. Es una ciudad, dentro de lo que cabe, tranquila, con menos contaminación acústica si la comparamos con Roma o París. Hasta para el hedonismo son civilizados. Berlín es una ciudad sabia y, por su posición en el corazón de Europa, ha sido testigo de las grandes vanguardias del siglo pasado, convirtiéndose en lugar de peregrinación de artistas y de almas solitarias que buscaban darse una segunda oportunidad. Fue en la década de los setenta, cuando Bowie, después de matar a Ziggy Stardust y al Duque Blanco, fue para la capital de Alemania a emborracharse de sordidez, de noches en vela, de cabarets, de travestis y transexuales y, en definitiva, de un discreto anonimato que no tenía en el Reino Unido. Lou Reed nunca visitó la ciudad, pero su Berlín era, en palabras de Steve Hunter: «Un disco que sin ser blues contaba las historias del blues mejor que los artistas de blues».
U2 quería escribir un nuevo capítulo en su trayectoria musical. Llegaron antes de la caída del Muro para, según las palabras del propio líder de la banda, «hacer un disco europeo». Cerraron la gira de presentación del disco Rattle and Hum con malas sensaciones: la crítica había señalado que era un disco artificial y pretencioso. Eso hizo mella en un Bono que se sentía intocable. Aquel disco supuso un antes y un después: ni los estadounidenses habían entendido a U2 ni ellos a los americanos, lo que abrió el debate acerca del rumbo que debería seguir la banda. A finales de los ochenta y principios de los noventa, el rock alternativo comenzaba a asomar la cabeza y, de una forma similar al punk en los setenta, quiso impugnar la música de la generación que lo precedía. Si los punks detestaban la pose de estrellita de Robert Plant o de Mick Jagger, los músicos de rock alternativo odiaban la pose mesiánica de Bono y la herencia que festivales como el Live Aid dejaron en la música, con su solemnidad y su hipocresía. Por mediación de Daniel Lanois, contactaron con Brian Eno, el cerebro creativo de Roxy Music y el productor de la trilogía berlinesa de David Bowie.
Habían pasado veinte años desde que Eno abandonase el Reino Unido y el star-system anglosajón y se refugiase en Berlín. Eno, a diferencia de Bryan Ferry, era más introspectivo y oscuro; había probado ya las mieles de la fama y del éxito, las fiestas con modelos en clubes de Londres, y necesitaba otras cosas a nivel artístico. Consideraba la música como un sacerdocio fiel que exigía una dedicación plena: estaba en su casa, feliz, aislado del mundo, investigando acerca de las vanguardias, la música electrónica o visitando la Gemäldegalerie. Su figura traza un puente entre la cultura anglosajona y la centroeuropea. Estaba encadenado a la historia. Y él mismo era un instrumento al servicio de esta. Los irlandeses grabaron en los estudios Hansa, en el mismo lugar en el que Bowie elaboró su tríptico. Los estudios Hansa son un enorme salón de baile de la época de la Segunda Guerra Mundial, con un increíble viejo piso de parqué de roble y un techo de casi ocho metros de altura, que aparentemente fue utilizado durante la guerra como un verdadera sala de baile. The Edge declaró que este lugar tiene una clase de presencia que, según vas caminando, te hace sentir su historia. Las sesiones comenzaron a finales de 1990, la banda trabajó entre seis y ocho semanas y después se tomó un descanso de tres meses para retomar el trabajo en Elsinore en febrero de 1991. Durante el proceso de grabación del disco, los irlandeses visitaron cada calle y se empaparon de su historia y de sus costumbres. Las ciudades se transforman conforme pasan los días, y Berlín te exige que la recorras con la misma lentitud que las páginas de un buen libro. Del carácter de sus habitantes merecen recordarse dos virtudes: la prudencia y la seguridad con la que hablan. Viven en el centro de gravedad de los dos últimos siglos de la historia europea; por eso, antes de pronunciar cada palabra, calculan sus riesgos y sus ventajas.
Y eso se percibe en su arquitectura. La ciudad no se entiende sin sus estaciones de metro o sus líneas de ferrocarril. Si el viajero dirige sus pasos hacia la Berlin Hauptbahnhof, podrá observar el pragmatismo de su construcción. Es una estación extensa, moderna, ubicada a escasos metros del Reichstag y de la Puerta de Brandeburgo, posee un sofisticado sistema de grandes aperturas en el techo que deja que se filtre la luz de sol, subrayando la función de cruce de caminos que conecta con los trenes regionales y los de media distancia. Lo mismo se puede predicar de la Bahnhof Berlin Friedrichstraße: accesible y luminosa, con toda su superposición de vigas y de tuercas y su herencia de la modernidad tecnológica de comienzos del siglo XX. Ya no es aquel sitio donde se sucedían los registros o los controles por parte de la policía de la República Democrática Alemana. El paso del tiempo ha atenuado la severidad de la estación, gracias en parte a los acordeonistas que tocan canciones de Édith Piaf o de Bing Crosby.
Conforme visitaba la ciudad y veía las estaciones de metro y de ferrocarril, pensé en George Steiner y en su libro La idea de Europa. Steiner sostiene que Europa no se entendía sin sus cafés, la presencia de la historia en el paisaje urbano, con sus calles y avenidas dedicadas a políticos, militares, artistas o científicos, sus raíces helénicas y hebreas, y su conciencia de su propia autodestrucción. El pensador consideraba que Europa había sido «recorrida». ¿Y qué entiende por ello? La conciencia de que en el Viejo Continente no había ningún territorio virgen. «Metafóricamente —pero también materialmente—, ese paisaje ha sido moldeado, humanizado por pies y manos. Como en ninguna otra parte del planeta».
Es aquí donde entran en juego los ferrocarriles y las estaciones de metro. El ideal de la domesticación de la naturaleza con la que soñaron los intelectuales de la Ilustración alcanzó su cenit en Berlín a comienzos del siglo pasado. Después estuve en el Berlin Zoologischer Garten Bahnhof: la estación de trenes que inspiró a U2 para componer la canción que abría el Achtung Baby. El Zoologischer Garten fue la principal estación de trenes de la ciudad antes de la construcción de la Estación Central (Berlin Hauptbahnhof). También la única que cubría trayectos de larga distancia. Seguía siendo el mismo sitio salvaje y decadente retratado en el libro Los niños de la estación del Zoo o en Yo, Christiane F. De hecho, parecía un narcopiso con vagones y andenes: había prostitutas, chulos, chaperos, estafadores y yonquis. Estar allí era como estar en dos ciudades completamente distintas. Se palpaba la desesperación de todos aquellos que decidieron abandonar voluntariamente el mundo de los vivos y entregarse a la desolación; seres que deseaban existir sin ser mirados, protegiéndose del estigma y de la tristeza que acompaña siempre a los derrotados, con esas caras recorridas por un dolor que ni siquiera los ojos eran capaces de expresar: «Un yonqui funciona con tiempo de droga. Cuando se corta el suministro de droga, el reloj se retrasa y se para. Lo único que puede hacer es esperar que comience el tiempo ajeno a la droga. Un enfermo no tiene posibilidad de escapar del tiempo exterior, no tiene ningún sitio donde ir», escribe William Burroughs.
Zoologischer Garten es una mezcla entre la decadencia, la oscuridad y la sexualidad del Berlín de los años treinta, de los setenta y esa diversidad en que se convirtió la ciudad desde los noventa hasta la actualidad. Cuando Bono y el resto de la banda recorrieron la zona, buscaban algo que los ayudase en su metamorfosis: la estación era excesiva en su ambiente, el fiel reflejo de que Berlín reabsorbe identidades para nunca perder de vista su propia noción de progreso, algo que ellos querían reflejar en su música e identidad. El resultado fue una canción que cogía lo mejor del Bowie de los setenta, el sonido Madchester y el rock industrial. En las entrevistas de promoción del disco, Bono declaró que la canción «fue escrita como una canción de apertura, las bestias saliendo de sus jaulas». Al cantante del grupo le seducía esta interpretación, porque era consciente de que estaban en una fase no solo crucial para ellos, sino también para el devenir de Europa. Después del traspiés de Rattle and Hum, los irlandeses estaban como bestias hambrientas: de ahí que tuvieran la necesidad de parodiar aquellos excesos y clichés del mundo del rock and roll en el Zoo TV Tour, gira que les sirvió también para reírse de ellos mismos y rehuir la etiqueta de banda solemne y seria que les había adjudicado la prensa.
Cuando desapareció el Muro de Berlín, los ciudadanos se dieron cuenta de que había una parte de la ciudad que no conocían: las estaciones fantasma del sector oriental. De la noche a la mañana, Nürnberger Platz y Französische Straße cobraron vida. En Berlín Oriental, las estaciones de las líneas occidentales desaparecieron en gran medida del paisaje urbano. Se eliminaron las señales del metro y del S-Bahn y se tapiaron las entradas. Llegaron los días felices. Los berlineses del este y del oeste se dieron cuenta de que sí eran tan distintos como les hicieron creer: el hombre nuevo del socialismo había fracasado por las propias contradicciones inherentes al sistema, mientras que el hombre nuevo liberal había triunfado porque hizo de la libertad y del hedonismo la mejor forma de mirar hacia el futuro. El liberalismo venció y convenció. Toda victoria ideológica también lo es en el plano moral y cultural. En otro orden de cosas, el siglo actual tiene aún su centro de gravedad en la capital alemana. Actualmente, Europa no sabe todavía cómo hacer frente a los retos globales que se le presentan. El eje franco-alemán, que es el que tira de la Unión Europea, vive todavía en los tiempos felices de la caída del Muro y de la globalización, ignorando que la propia globalización ha sido puesta en jaque por China y Estados Unidos. La ultraderecha solo tuvo que recoger los restos que dejó la Gran Recesión entre los europeos y hacer de ella una hidra de siete cabezas que combatiese la tecnocracia europea. La pandemia o el conflicto bélico en Ucrania han acelerado ese proceso. El problema de la Unión Europea es que Estados Unidos, su principal aliado, se ha vuelto en su contra y quiere renegociar las condiciones de su alianza con Europa en términos más favorables para ellos. Esto es lo que explica la hostilidad de Trump hacia Alemania y la Unión Europea y sus continuas declaraciones acerca del peligro económico que supone Europa. Una Unión Europea y una Alemania débiles le interesan a Estados Unidos para poder llevar el timón de su economía. Las élites estadounidenses, en especial las financieras, creen que en el Viejo Continente vivimos todavía por encima de nuestras posibilidades, y que tenemos que hacer esfuerzos a la baja en nuestro nivel de vida para ser competitivos económicamente.
Las estaciones de metro y de tren son una metáfora perfecta de nuestras sociedades, porque nuestros rostros suelen reflejar esa soledad y ese ensimismamiento en que nos encontramos. Hallamos muchas partes de nosotros mismos en las miradas de los otros. Es de los pocos momentos en que podemos estar callados, concentrándonos en las sensaciones que nos transmiten los demás pasajeros. Y a fin de cuentas, compartimos destinos e inquietudes similares, como buscar nuestro lugar en el mundo o aferrarnos a una vida cada vez más asfixiante que ha acabado con la noción de futuro tal y como la conocíamos. Berlín como metáfora de la modernidad en su día y de la posmodernidad en la actualidad, de un individuo cada vez más enajenado de su entorno, que deambula en un espacio gentrificado, escéptico ante la idea de progreso. Nuestra sociedad ya no es represiva, sino indolente: una vez desaparecidas las coacciones externas que impedían a las personas ejercer su libre albedrío, el problema de nuestro tiempo es el de la liberación subjetiva del ser humano. Socializamos en un marco cultural cada vez más consensual, lo cual genera la cuestión de qué hacer con la pasividad de un individuo al que ya no se le invita a ser ciudadano. Es una libertad que nos obliga a ser constantemente consumidores, a sabiendas de que ya no hay un afuera que conquistar debido a la privatización del espacio público.
En Berlín, sin embargo, están más que acostumbrados a afrontar esto con su pragmatismo habitual.