Cine y TV

Una carretera que conduce a ninguna parte

Una carretera que conduce a ninguna parte
Vincent Gallo y Chloë Sevigny en The Brown Bunny, 2004. Fotografía: Gray Daisy Films / Kinetique / Vincent Gallo Productions.

Autos, motos, camiones, bicicletas, buses, ¡hasta tractores o cochecitos motorizados! Los personajes cinematográficos, los de las canciones, los de los libros toman rutas y carreteras y viajan. Los viajes son diversos, como los vehículos en los que van montados. La frase hit the road es un emblema, un llamado a largarse a los caminos y andar. Atrás pueden quedar el hogar, las familias, las obligaciones laborales, las cuentas pendientes. 

Muchos viajan, toman el camino, para evadirse de todo ello o de cosas peores: los persigue la policía o el pasado ignominioso, han cometido actos inconfesables, escapan de algo horroroso que han visto o intuido en el flujo de la vida ordinaria. He ahí una clave que puede iluminar el proceso psíquico de aquella persona que sale de una existencia para entrar en otra; el camino es también la posibilidad de hacerse un limbo de la existencia, un modo de estar entre las cosas. 

«No soy de aquí ni soy de allá», cantaba Facundo Cabral, feliz como una campanita. No hay necesidad de ir de un lado hacia otro con un propósito determinado; se puede estar en el medio, en un entreacto escandaloso cuyo esplendor puede revitalizar al que viaja, envolverlo en el manto de una especie de juventud eterna. 

Caminos para perderse

El viajero perpetuo no se instala. No llega nunca, no quiere llegar: su aspiración es estar en el medio, en un interregno salvador en el que no se le pide responsabilidad ni conducta de ciudadano. El que se traslada de polizón en los trenes, o trabajando en ellos, como Jack Kerouac, vive mejor en ese éxtasis en el que el paisaje desfila como una película: pasan los poblados, los accidentes geográficos, las grandes lenguas de agua, las escenas entrevistas en los patios traseros de las casas. Pasan miles de historias de las que solo se pueden capturar segmentos completados con la imaginación. 

El que se deja embargar por la calma opiácea del viaje en la ruta vacía su mente, queda en blanco, como si accediera a un grado cero de la consciencia que envidiaría un monje zen. Kerouac viajaba en auto o en tren y volvía siempre a la casa de su madre, el cobijo amniótico donde lo esperaba la máquina de escribir de la que salían a borbotones las historias de caminos recorridos, de rutas perdidas, de rostros, paisajes y oficios de la América profunda.  

Hit the road Jack and don’t you come back
No more, no more, no more, no more
Hit the road Jack and don’t you come back no more
What you say?

Eso decía Ray Charles en una canción célebre. Agarrá la ruta, Jack, y no vuelvas más. Jack no interesa, es cualquiera persona. La proclama es general. A lo que hay que prestarle atención no es al destinatario sino al mensaje flamígero que se desprende del tema, el que Charles cantaba con convicción displicente pero segura, como si no pudiera discutirse la necesidad de la sugerencia o de la orden, pero tampoco su premura. Irse, perderse, dejar todo, abandonarse al ritmo de la carretera, que tiene su propia música, sus reglas métricas, su gramática. 

Hay que correr sin que importe del todo hacia dónde. 

En la película Vanishing Point, el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, que escribió el guion, imaginó un viaje absurdo a través de las rutas de los Estados Unidos. El trayecto de este a oeste del país, en concordancia mística con el espíritu de los pioneros, ha sido también una tentación de los tiempos modernos. Cuando el ubicuo Jean Baudrillard lo probó para escribir el libro que tuvo por título Cool Memories obtuvo como resultado una materia chirle, insustancial, un inventario de lugares comunes y de imágenes mentales robadas sin discreción y con poca suerte a The Americans, el libro del fotógrafo y cineasta suizo Robert Frank (atención, viene con prólogo de Jack Kerouac, justamente) que había visto la luz en 1958 como producto de una beca de la Fundación Guggenheim para convertirse en biblia de fotos arrebatadas al camino y sus adyacencias.

En Vanishing Point, dirigida por Richard C. Sarafian en 1971, el protagonista, llamado Kowalski, tiene que llevar un Dodge Challenger desde Denver, Colorado, hasta San Francisco. Es un trabajo de rutina, pero él tiene una idea: llegará a Frisco en tiempo récord, en no más de quince horas. No habrá leyes de tránsito ni policía de caminos que lo detengan. Eso es la película. Una corrida sin sentido, un capricho, una excusa para que la acción comience en la pantalla. La línea argumental es raquítica y sin embargo pasan cosas. Kowalski se encuentra con personajes exóticos, las fuerzas del orden lo persiguen sin cuartel mientras un disc-jockey sigue por radio sus coordenadas y lo instala entre sus oyentes como mesías motorizado de otra vida posible, fuera del yugo ordinario del empleo y los electrodomésticos por pagar. Entre tanto, el tiempo vuela. 

Una pequeña lección sobre el cine y sobre las rutas: importa lo que está en el medio, el material plebeyo que amenaza con rebelarse, el diagrama melódico con el que la trama nimia entona la belleza y el misterio inexcusable de lo que no aparentaba ser más que parábola trunca o incluso metáfora sobre el sinsentido de la vida. 

La línea blanca del camino

Año 2003: se presenta en el Festival de Cannes la película The Brown Bunny, dirigida y protagonizada por Vincent Gallo. Una escena en particular provoca un sacudón en los espectadores del prestigioso foro. Se trata de un blow-job auténtico, filmado sin cortes ni afeites, que Gallo recibe de parte de Chloë Sevigny. La película es abucheada, dilapidada, convertida rápidamente en motivo de escarnio y burla. Pero la escena ocurre hacia el final del metraje; las razones del desprecio son otras. 

El personaje de Gallo es corredor de motos. En los primeros minutos vemos confusamente una carrera; no hay protagonistas, no hay presentación de la trama, no hay nada. La secuencia se estira hasta lo imposible. Por fin aparece Gallo, que termina la carrera con la motocicleta rota y para hacerla reparar debe cargarla en una camioneta y atravesar medio país. Bud, el personaje, viaja solo y recorre durante larguísimos minutos una autopista bajo la lluvia sin que ocurra absolutamente nada. No se sabe si huye de algo o va hacia algo que desea. El asunto de la moto queda olvidado también para el espectador. En una parada del camino intenta seducir a una chica, prácticamente una colegiala, regalándole un conejo, pero después la abandona. En otro momento, en un recreo de mala muerte, besa a una mujer brevemente para dejarla y volver a subirse a su vehículo. La carretera lo ha tomado. 

Lo que más irritó de esa película bella y desconcertante no es el sexo descarnado sino la falta de una historia discernible, el abrumo de sus tiempos muertos, esa nada que la constituye casi por entero; la línea blanca del camino como único argumento aparente. «That ol’ white line is a friend of mine»: la ruta de la que habla Neil Young en una de sus canciones (no confundir con una raya de cocaína), oda a las carreteras, a los espacios abiertos, al viaje como escape mental y reparación de heridas del corazón. El músico canadiense, aficionado a los autos, vive mejor en la ruta, en el sinfín de los caminos. Como su colega Bob Dylan, embarcado desde hace décadas en su never ending tour, la gira musical que nunca termina, la que lo exime durante un tiempo que vale oro del trabajo en los estudios de grabación. Se graba para salir a la ruta; se hacen canciones para justificar la grabación. El camino, el movimiento, el vehículo que lleva a los músicos son el hogar verdadero de las almas que prefieren no penar entre cuatro paredes eternas.

La película de Gallo cuenta con un antecedente de relativa celebridad en Two-Lane Blacktop, dirigida por Monte Hellman unos veinte años atrás. Protagonizada por los músicos James Taylor y Dennis Wilson y por el inoxidable actor de carácter Warren Oates —siempre transpirado, siempre incómodo con el mundo, siempre buscándose a sí mismo—, esta pieza de enigmático refinamiento, con escenas en apariencia abúlicas y nula tensión dramática, podría considerarse un epítome de la trama vaciada. Una carrera de aficionados, que se desafían unos a otros, lanzados por las rutas de los Estados Unidos. No hay más que eso. La película está animada secretamente por la liturgia de un nuevo cine en el que la peripecia se ve abolida por la presencia tangible, ostentosa, de los detalles minúsculos de la vida. Los diálogos lacónicos, el tranco impasible de lo ordinario. Su aparición representa el éxtasis sin nombre del blanco que acontece en el andar infinitamente, la mente que se libera y se vuelve dolorosamente lúcida, perdida para todo lo que no sea el movimiento perpetuo, el que se colma y se basta a sí mismo. 

Últimas rutas

Pero ¿qué pasa cuando no se puede alcanzar el camino, cuando se está condenado al miasma de la familia, a los achaques de la edad, a pervivir entre los propios como un trasto, una nulidad, un florero que alguien mueve para limpiar debajo y vuelve a dejar en su sitio sin prestarle mayor atención? Marco Ferreri y Rafael Azcona escribieron y pusieron en imágenes semejante situación. Comedia negra, o drama que se convierte en comedia por persuasión, que hace estallar la risa para balancear el dolor subterráneo de la existencia. Basada en una historia original de Azcona, la película, de 1960, se llamó El cochecito y significó la segunda incursión del italiano Ferreri en el cine español. Pepe Isbert, el hombre de eterna voz quebrada, al borde del desfallecimiento, protagoniza al viejo de una numerosa familia que lo ignora o lo trata con una condescendencia destinada a los niños o a las mascotas que hace rato han perdido su encanto y cuya presencia se tolera con mal disimulada resignación. Don Anselmo sueña con un cochecito eléctrico como el que tiene uno de los viejos con los que se junta en melancólica compañía. Para conseguirlo se encaprichará, exagerará sus males de anciano, llorará como un niño, pedirá plata prestada, le robará a su familia. Pero, una vez obtenido, el cochecito, una especie de karting motorizado, no lo llevará muy lejos. Hacia el final de la película, un plano general lo muestra en plena ruta, solo y empeñoso en su huida, como un animalito grotesco, siendo detenido con toda facilidad por agentes de la guardia civil. Al contrario que Dylan, otro viejo de voz desfalleciente, para el pobre don Anselmo, sin recursos ni prestigio, la felicidad de la carretera y la posibilidad de una libertad sobre ruedas son sabores vedados. 

Y en el Medio Oeste de Bob Dylan, ya que estamos por la zona, se cuece en la pantalla grande otra historia de caminos singular, también un poco estrafalaria. A falta de auto, moto o bicicleta, bueno puede ser un tractor. Un hombre —también grande, solo, un poco chocho— emprende el viaje de un estado a otro a bordo de un tractor John Deere, noble máquina para los trabajos del campo, pero lenta y poco propicia en general para transitar por la ruta. Así filmó David Lynch su Straight Story, su película directa, sin dobleces ni malignidad, donde se dan cita con transparente eficacia algunos temas americanos por excelencia: la vuelta al hogar, el honroso denuedo mercantil con el que se salda lo que se debe, o se suelda lo que está roto; el deseo final de redención, la anhelada peace of mind que yace esperando, como excéntrico artículo de fe, una última, definitiva acción que restaure lo que ha sido dañado. En Una historia sencilla (el título sin veleidades retóricas que llevó la película en la Argentina), el viejo de marras va a encontrarse con su hermano, del que ha estado alejado durante años por rencillas familiares. Si la película fuera una canción, Bob Dylan, nobel discutible y esmerado inventor de formas para la música popular, habría compuesto con facilidad una colección de pequeñas viñetas cómicas, llenas de personajes variopintos que acuden a la ruta para salirle al paso al viajero, como impulsados por un azar bíblico.

Lou Reed amaba las motos. Sin embargo, no es un músico de la carretera. La canción con la que abre el disco The Blue Mask, una de sus obras maestras, se llama «My House» y contiene estos versos sorprendentes: «La verdad es que tengo una vida afortunada; mi escritura, mi moto y mi mujer». Pero uno recorre sus discos y se encuentra con un montón de temas que hablan de mujeres, de drogas, de sexo en general o de escribir canciones, pero ninguna que se recuerde de viajes en moto. Sam Shepard amaba los caballos, el trabajo en el campo, las noches frías de invierno; no se sabe si tenía particular afición por alguna clase de vehículo en particular, pero viajó mucho, sobre todo por los Estados Unidos, esa nación que es como un continente. De su gira junto con Dylan y su troupe por veintidós estados del noroeste del país en 1977 saldría su libro The Rolling Thunder Logbook, con fotografías de Ken Regan. En Motel Chronicles, milagroso inventario de instantáneas al paso, poemas casuales, aforismos, semblanzas y cuentos renuentes, el viaje está en los intersticios; paradas en el camino, reflexiones y fotografías aluden a una forma de vida nómada, pero apenas hay referencias a medios de locomoción. En la serie de televisión B. J. and the Bear (en la Argentina, Las aventuras de B. J., tremendo éxito de fines de los setenta), el protagonista no escribía ni hacía canciones, sino que atravesaba las rutas de los Estados Unidos arriba de un camión Kenworth pintado de rojo y blanco. El vehículo era su único hogar conocido, la casa sobre ruedas que compartía con su mascota, curiosamente un mono llamado Bear.

Abundan los personajes montados en medios de locomoción. Las historias de los viajeros y paseantes son múltiples. Aquellos que hacen del camino el fin último de su existencia, sin embargo, deparan al interesado una perplejidad menos frecuente: la posibilidad de verlos como casos clínicos, protagonistas de un drama en el que el vehículo cede su lugar de herramienta que une un punto con otro y reclama una relación simbiótica, de ortopedia que piensa y siente junto a ellos. 

Arthur Rimbaud le escribe a su hermana Isabelle y le cuenta que espera la llegada de una pierna artificial como si se tratara de un ser amado. Rimbaud, que abandonó en la edad adolescente todo interés literario, se dedicó a viajar y a penar en trabajos insalubres. Perdió dos cosas para siempre: una pierna y la capacidad de ser feliz. Los caminos se le habían cerrado y no tenía lugar al que volver. También escribió, en otra carta a Isabelle: «¡Todos padecemos demasiado a la vez!».

Una carretera que conduce a ninguna parte
José Isbert en El cochecito, 1960. Fotografía: Films 59 / Portabella Film

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Un comentario

  1. Albaranes

    Muy buena reflexión sobre cómo muchas veces perseguimos metas que, al final, pueden no tener el resultado esperado o simplemente nos dejan con más preguntas que respuestas.

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