Cine y TV

‘Stalker’: el laberinto invisible

Stalker. Imagen Mosfilm.
Stalker. Imagen: Mosfilm.

La Zona está acordonada, protegida por el ejército. Pero para el Stalker la verdadera prisión es lo que queda fuera de ella, la realidad sepia, ese mundo industrial y ajado, marchito. Y de pronto. El color. La quietud. La naturaleza. La posibilidad de que todo lo que anhela nuestra alma se convierta en realidad. La magia, sea lo que sea. Se nos informa de que es el lugar más silencioso y hermoso del mundo. Libertad, dignidad, felicidad, lo tengo todo aquí. Entorno maravilloso, sin explicación posible ni ofrecida, la Zona se nos muestra por partes, fragmentada, al tiempo que avanzan los viajeros. O simplemente apenas se nos muestra. La cámara empeñada en quedarse muy cerca, primeros planos o planos estáticos, que no siguen la mirada asombrada —angustiada— de aquello que ha hecho a los viajeros detenerse. O asomada desde las carcasas de coches abandonados, o espiándolos al otro lado del umbral de un cuarto en el que parte de la conversación termina ocurriendo fuera de plano. Un cine de la poesía; y, como en ella, de los silencios, de las pausas, un cine de lo que no se ve. Lo que importan son las reacciones, las miradas, los silencios, la espera y el viaje, siempre el viaje. Avanzar pausado que va construyendo un laberinto entre construcciones ruinosas, moho, fango, riachuelos desbordados que inundan los esqueletos de edificios, suelos de loza anegados, maderos abandonados, postes tumbados, ruinas inexplicables vacías de todo, con cadáveres disecados y nuestros propios deseos, nuestras propias esperanzas.

Ruinas y más ruinas.

Anticipadas, tal vez, de cómo verá nuestra civilización quien se asome a la misma dentro de un millón de años, haciendo un alto en nuestro planeta para realizar un breve picnic en el camino.

Enseres abandonados, monedas, estampas religiosas, calendarios, armas. Son ruinas bellas, que van construyendo este laberinto cambiante. O más bien laberinto invisible, de aquellos que teorizó Pascal Bonitzer. Ya que hay un por qué en este recrearse en la visión parcial de la cámara, en los encuadres claustrofóbicos, en el travelling lento que no lleva a ninguna parte, o que regresa al punto de partida, frustrando nuestras expectativas, prometiendo algo que no cumple.

Nada se revela de este universo, porque este universo no contiene las respuestas que buscamos, ni nosotros, ni el Escritor, ni el Profesor. O más bien porque lo que importa es aquello que sucede en los márgenes (¿de nuestra consciencia, de nuestra cordura?). Desorden: temporal, espacial; porque entre A y B no media una línea recta. Identitario; porque la Zona admite a los desgraciados, a los que no poseen más esperanza, a quienes ya no se reconocen. El viaje es un viaje a cumplir nuestros deseos —siempre lo es en realidad— en busca de ese lugar en el que se nos concede todo cuanto anhelamos.

¿Y qué anhelamos? Creemos que lo que se nos escapa, o aquello que podría hacernos mejores. Y tal vez, pensamos, el contacto con lo maravilloso, con lo inexplicable, opere el milagro. Ahí está el problema; que entre el viaje hacia la felicidad, y el viaje hacia la ambición, el egoísmo, la mezquindad del ser humano, media una línea demasiado delgada. Y la Zona lo sabe, nos conoce mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos. El viaje concluye, y no sabemos si hemos sido regalados con más esperanza, o si la Zona se ha alimentado de la poca que nos quedaba. 

Lo que interesa a Andréi Tarkovski es este viaje, entendido como uno hacia interior de nuestra consciencia. De ahí que la claridad el texto de los hermanos Strugatski, que sí ofrecían respuestas y razones incluso dentro de su alegoría, se vuelva ahora fábula rotunda, que nada explica, porque aquí tenemos que sacar nuestras conclusiones; y de ahí que la fábula esté poblada por personajes arquetípicos, porque el discurso de la ciencia, del arte o de la fe, se dan cita en este entorno poético, que explora los distintos puntos de vista, opuestos, complementarios, que entre todos definen las angustias, carencias, y problemas de nuestra humanidad.

Porque, ¿buscamos cada uno algo distinto, o todos lo mismo en realidad? ¿Son necesarias las tuercas atadas con vendas que impone el Stalker, inventando cada vez un camino distinto? ¿O podríamos aventurarnos sin miedo, como intenta hacer el Escritor? ¿Pasará algo o nada? Imposible saberlo, como imposible le resulta al ser humano dar explicación a la mayoría de las cosas, cegado por la visión parcial —en realidad no podría ser de otra forma— que impone nuestro papel en el universo, condenados como estamos a habitar el auténtico punto ciego de un laberinto infinito. No somos nada, no en tendemos nada. No existen respuestas. Ya se nos ha explicado: la Zona cambia eterna, constantemente, dependiendo de nosotros mismos. Nadie podría nunca aventurarse dentro de la habitación de los deseos. Ningún ser humano. Nunca.

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3 Comentarios

  1. Al final la niña «tiene poderes» y mueve un vaso con su mente. Me parece un guiño del director a que las generaciones futuras iban a cambiar las cosas, casi por deseo, por sí solas.

  2. O… era el movimiento del tren que pasa cerca de su casa, lo que hizo que cayera….. Magistral.

  3. José Antonio

    Stalker es poesía para los ojos, como Nostalgia, o 2001.

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