Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 47 «Locomotive»
En contraste con los vecinos ingleses, más favorecidos económicamente hasta hace poco, y frente a la clase alta conocida como The Protestant Ascendancy, la pijería aristocrática, la clase acomodada de la que salieron lady Gregory u Oscar Wilde, los irlandeses del común, los supervivientes de la Gran Hambruna, nunca han tenido un elevado tren de vida hasta los años en que el país fue locomotora del crecimiento europeo, tanto es así que recibió el apodo de Celtic Tiger, allá por los años noventa del pasado siglo, época en que los irlandeses fueron nuevos ricos. Pero los viejos pobres de antaño tuvieron que emigrar a mansalva, muchos a los Estados Unidos: Boston y Galway estaban uno en frente del otro, y solo había que navegar, navegar, como el dios marino Bran o su evemerización san Brandán (nuestro san Barandán).
Entre aquellos laboreros del XIX hubo muchos que se dedicaron a la construcción de ferrocarriles, como recuerda la canción de The Pogues «Thousands Are Sailing», que ha vuelto a sonar por todo el mundo (es decir, por todo rincón al que ha llegado un irlandés, pues no hay ninguno que se escape) con motivo del deceso del alma del grupo, Shane MacGowan, enterrado hace unos meses tras un funeral que quedará en los anales como aquellos sucesos extraordinarios que se consignaban, para asombro de lectores venideros, en los Anales de Clonmacnoise o en los Anales de los cuatro maestros, puntales de la historiografía irlandesa.
«Did you work upon the railroad?», se pregunta en la canción a unos de tantos emigrantes anónimos. Pues muchos lo hicieron, trabajar en el ferrocarril, aplicándose a tender aquellas vías que llevaron del cercano este al lejano oeste y que años después condujeron en largas cabalgadas por raíles y traviesas a un joven llamado John Martin Feeney, vástago de sendos hijos, él y ella, del condado de Galway, con ligazón en las islas Aran. Preguntado mucho tiempo después por Jean-Luc Godard qué es lo que lo había llevado a Hollywood, respondió no explicando este motivo, el otro o el de más allá, ninguna causa, sino con ese laconismo zumbón que lo caracterizaría: «El tren». ¡Chúpate esa! Aquel muchacho sería después conocido como John Ford, y ha dejado una de las más sólidas, poéticas y deslumbrantes filmografías de ese Hollywood al que sus compatriotas ayudaron a llegar allanando el arribo de los trenes, acaso compensando —justicia poética— la no muy desarrollada red ferroviaria de la verde Erin.
John Ford monta al ferrocarril varias veces en sus películas y le saca billete de primera clase en aquellos trenes destartalados, llenos de hollín, traqueteantes. Lo hizo, para empezar, en una de las obras maestras absolutas del cine mudo, El caballo de hierro (1924). Allí no solo saca a algunos irlandeses que se ganaban la vida con el tendido férreo, como en la canción de The Pogues, también traza un fresco impresionante de una era en la que emigrantes de diferentes procedencias construían la línea transcontinental y, con esta, la nación. Junto con grandes secundarios, uno de los protagonistas es el actor George O’Brien, que encandiló a Luis Cernuda en su juventud y a quien este dedicó (luego eliminaría su nombre del título) la «Oda» de su colección Égloga, elegía, oda.
Ford ya había rodado casi cuarenta largometrajes (casi todos perdidos hoy) antes de subir a bordo de El caballo de hierro, pero el rodaje de este último, el más caro hasta la fecha de la Fox, muy por encima de lo presupuestado, fue con diferencia el más duro. Comenzó en el desierto de Nevada, a treinta grados bajo cero, como le contó a Peter Bogdanovich en su famosa entrevista: «Todos los actores y figurantes llegaron con ropas de verano; resultó muy divertido, con todos aquellos tíos vestidos con bermudas blancas, nos lo pasamos en grande». Volvamos a Cernuda y su poema «Nevada», de Un río, un amor (1929), cuya primera estrofa se diría un homenaje a esta película de Ford:
En el estado de Nevada
los caminos de hierro tienen nombre de pájaro
son de nieve los campos
y de nieve las horas.
Silente y con cartelas maravillosas, el músico Dan Kaplan puso música a El caballo de hierro hace ya algunos años, y en sus canciones y melodías se respira la ancha humanidad y la dilatada naturaleza que transpiran los versos de Walt Whitman y de un poeta anterior no tan conocido, William Cullen Bryant, que a algunos solo les sonara porque da nombre a unos jardines de Manhattan que se abren a la espalda de la famosísima New York Public Library. De dos años después es El maquinista de La General, también excelente largometraje de Buster Keaton pero sin el aliento épico de Ford (incluso en humor saca ventaja el director de origen irlandés, más cálido y espontáneo frente al más frío y cerebral de Keaton). Pero muy poco después, en 1929, Ford llenó la pantalla con una estación de tren (puro decorado, como los propios coches) en la que aborda un convoy, entre gaitas y kilts, el regimiento escocés de la Black Watch, rumbo a la India. Se trata de Shari, la hechicera, su primer largometraje sonoro.
Otra película fordiana en la que aparecen vagones y locomotoras es Tres padrinos (1948), con John Wayne, Harry Carey Jr. y Pedro Armendáriz (el film, con una buena dosis ferroviaria, termina con un tren que emborrona el cielo llevándose a bordo a un Wayne que tendrá que rendir cuentas ante la justicia).
El hombre tranquilo (1952) comienza con la llegada de un tren exhalando vapor a la ficticia estación de Castletown (en realidad, Ballyglunin, en el condado de Galway). De él se apea un alto yanqui (Sean Thornton, John Wayne) que pregunta por el también ficticio Innisfree. Lo cuenta la voz en off del narrador: «Well now, I’ll begin at the beginning. A fine soft day in the spring it was, when the train pulled into Castletown, three hours late as usual, and himself got off». Es una estación que se cerró en 1976 cuando Córas Iompair Éireann (algo así como la ADIF hibérnica) decidió eliminar la línea que iba de Athenry a Claremorris.
Tras el idiosincrático intercambio de pareceres entre diferentes personas que están en la estación sobre cómo ir a Innisfree, con diálogos hilarantes, Michaeleen Óge (el genial Barry Fitzgerald) toma el escaso equipaje del americano y exclama: «Innisfree? This way!». Lo que vemos a continuación es un pequeño carruaje tirado por un caballo en el que el hombrecillo transporta al hombretón por un paisaje idílico que es atravesado, sobre un viaducto o puente, por el mismo tren en el que venía quien será protagonista del film.
También el tren vuelve a aparecer hacia el final de la película, como en un viaje de ida y vuelta. Es cuando Maureen O’Hara quiere abandonar a Wayne, ya ambos marido y mujer, porque este no reclama su dote al fornido zopenco de Victor McLaglen, y Wayne se lo impide, llevándola a casa y dando comienzo a la gran pelea final, todo un choque de trenes entre dos colosos del trompazo festivo y del boxeo amigable (Victor McLaglen comenzó siendo boxeador precisamente antes de convertirse en actor y ganador de un Óscar por su papel en El delator).
El hombre tranquilo ha llegado a representar la quintaesencia de la Irlanda romántica, y ocupa un lugar muy especial en la educación sentimental de millones de norteamericanos de origen irlandés. Prueba de ello es que la National Gallery, en Dublín, programó la pasada festividad de San Patricio, patrón de la isla y de toda la diáspora irlandesa, una proyección de la película a las dos y media de la tarde, a continuación del desfile que recorre la capital tiñéndola de un verde multicolor (si vale el símil para referirse a los mil tonos del verde).
Pero el tren echa humo igualmente en el segundo episodio, con diferencia el mejor, de los tres que componen La salida de la luna (1957). Ese cortometraje ensamblado como un vagón al convoy de tres, presentados todos por Tyrone Power (glorioso nombre y apellido que ayunta un condado del Úlster con una buena destilería), se titula «A Minute’s Wait», y está lleno de humor, con el brillo de actores de reparto, muchos de ellos curtidos en el Abbey Theatre dublinés. El ritmo diferente, desahogado y lento de vida en la Irlanda tradicional contrasta en esta cinta con lo estirado de una pareja inglesa, siempre retenida en su departamento por los retrasos que llenan cada poco la cantina, convertida en uno de los mejores saloons del cine fordiano del Oeste (del oeste de Irlanda en este caso).
La estación, supuestamente Dunfaill, que puede traducirse del gaélico como Fuerte del Destino o Fuerte de Irlanda (apelando a uno de los nombres míticos de la isla, Inis Fáil), se halla en la ficción del celuloide en el condado de Kerry, pero en realidad se trata de la estación de Kilkee, que servía a la West Clare Railway, más al norte. No solo dribló la realidad el director con el nombre de la estación; también lo hizo al emplear una locomotora de vapor de finales del siglo XIX cuando en la época del rodaje las locomotoras que hacían esa ruta eran de diésel desde hacía cinco años. Pero al cineasta le interesaba lo pintoresco, y la vieja locomotora estaba más en consonancia con la galería de personajes de este muy coral episodio.
Myles na gCopaleen (el genial Flann O’Brien) escribió innumerables columnas, una parte de ellas agrupadas bajo la sección «For Steam Men» («Para los amigos del vapor») en el desternillante The Best of Myles, donde da rienda suelta no solo a un caudal de anécdotas apócrifas sobre trenes que parecen dictadas por los efluvios del whisky o el poitín, sino también a esa pasión suya por los inventos pintorescos e ingeniosos, por no decir chiflados, que cristalizaron en lo que él llamó con pomposidad hilarante «The Myles na gCopaleen Central Research Bureau» y que aquí en España se podría verter, habrá todavía quien los recuerde, como algo parecido a «Los grandes inventos del TBO». Con dibujos propios, ilustraba sus artículos con diagramas, por ejemplo, de dos locomotoras a las que se habían añadido unas curiosas terminaciones en cuña para evitar choques frontales. En dos páginas que creo que no han sido recopiladas, publicadas el 14 y el 18 de mayo de 1956, cuando se rodaba la película, Myles se hacía eco de un periódico del condado de Clare en donde se daba cuenta de un partido de hurling o de fútbol gaélico del que varios jugadores salieron maltrechos, y con ello criticaba la rasgadura de vestiduras de la Gaelic Athletic Association ante lo que esta creía que era una exageración antipatriótica de la película: un grupo de hurlers descalabrados y evacuados en camillas al tren que se detiene en la estación de «A Minute’s Wait», segunda parte, como se dijo, de La salida de la luna (que inicialmente se iba a titular Three Leaves of a Shamrock, como Myles señaló en la primera de esas dos columnas).
Y, dejando Irlanda, el tren vuelve a Estados Unidos en Misión de audaces (1959), cuando un coronel encarnado por Wayne recibe la orden de introducirse tras las filas enemigas, de una ya debilitada Confederación que tiene que recurrir a muy jóvenes cadetes (en una larga escena memorable de lo mejor de Ford) para destruir infraestructuras ferroviarias (se ve la voladura de un puente hacia el final).
El hombre que mató a Liberty Valance (1962), por su parte, echa a correr el ferrocarril como símbolo del progreso, señal de que los tiempos adelantan una barbaridad y de que el viejo Oeste, con la localidad de Shinbone como epítome, ya no es lo que era. Actúa el tren, sus dos apariciones previas al largo flashback que abarca el meollo de la película, como signos de paréntesis que abren y cierran esta en esa época en la que el joven abogado ha pasado a ser un ilustre senador ya entrado en años, y como contraste de las cabalgadas que abundan en la historia principal, cuando aparece el forajido Valance y asimismo en otros momentos de tensión en los que hay relinchos de caballos y tiros y un filete que rueda por los suelos, no el apacible humear de una máquina que arrastra tras de sí un manso penacho de humo por la pradera y la pantalla.
Ford rodó aventuras desarrolladas en aviones, vapores del Misisipi, submarinos, barcos, carromatos, diligencias o simplemente a caballo. Pero se reservó algunas escenas para el ferrocarril, con toda una película dedicada a él, a aquel incipiente medio de locomoción que atravesaba el continente (El caballo de hierro), y, mediante dos escenas de una gran comicidad (la segunda parte de La salida de la luna y el inicio de El hombre tranquilo), doble canto de amor a la bienhumorada Irlanda de sus antepasados. Habría que poner su nombre a alguna estación, aunque fuese de tranvía.
Gran articulo para los fans de Ford.
No había pensado en la simbología del tren, ya sabemos que es reconocido por su maestría en el uso del paisaje como un personaje más en sus películas, utilizando vastos escenarios naturales para reflejar estados emocionales y temas narrativos. Películas como «The Searchers» (1956) y «Stagecoach» (1939) no solo son ejemplos icónicos del western, sino también estudios complejos de carácter y sociedad.
Me apunto a volver a ver» The Man Who Shot Liberty Valance».
Pingback: El humo ciega los ojos de Willie Nelson - Jot Down Cultural Magazine