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Rieles en los Andes: cuando la altura es la entraña de la tierra (1)

Rieles en los Andes: cuando la altura es la entraña de la tierra
Un convoy del Ferrocarril Central Andino en el tramo entre Lima y La Oroya en 2018. Fotografía: Manuel Medir / Getty.

El escenario principal de esta historia es la rebelde geografía peruana que, a través de los siglos, ha permitido a algunos caminos abrirse paso desde el mar hasta la cordillera de los Andes. Allí hay un espacio privilegiado para una vía férrea que aún hoy es un desafío a la ingeniería, la audacia y el valor. En paralelo a las rutas que los hombres caminaron en tiempos de silencios y de arena, con la venia de los apus y la compañía de vientos ancestrales, el peruano precolombino ya proponía el primero de sus retos al clima, al cielo y al sol en los desvíos de los caminos del inca que entonces se prefiguraban eternos. Más tarde, fueron cascos de caballos los que anunciaron las guerras, las revoluciones, la defensa o la libertad a través de polvorientas colinas, precipicios imposibles o del valle del río Rímac, testigo de los cambios que el tiempo y los nuevos hombres proponían en esta tierra de papa y de maíz. Incas, virreyes y conquistadores se hicieron sangre, hueso y polvo sobre los que otros líderes fieros colocarían los rieles que les abrirían la puerta de las cumbres, allí donde nubes y cóndores diseñan profecías enigmáticas para sus destinos. Visto desde el aire, si esta ruta fuera la mano de un hombre, el Ferrocarril Central del Perú marcaría a su paso las líneas que definen su futuro. Visto desde hoy, escrito a piedra y hierro.

Cuarenta años después de que la independencia de España marcara el derrotero de los siguientes pasos de la joven república, la corrupción, el despilfarro y la frivolidad, que definen hasta hoy a quienes toman decisiones sobre el país, se habían apoderado de todo aquello que tuviera posibilidad de ser rentable. El reino al que ciertos aventureros llegaron siglos antes a buscar oro se lo había dado con creces, pero siempre querían más. Había que unir, pues, las jugosas reservas minerales de la sierra central del país con los puertos desde donde pudiera comerciarse. Había, entonces, que construir una máquina que hiciera un viaje que era imposible para los seres humanos, internándose en lo hondo de las montañas y haciéndose sólida a través del aire, a mil, dos mil, tres o cuatro mil metros sobre el nivel del mar. 

La locomotora del futuro debía ser más que una muestra de la modernidad del industrial siglo XIX: estaba obligada a convertirse en animal mítico con poderes imposibles, digno de las fascinantes leyendas del antiguo Perú.

Primera estación

Fue hacia 1850 cuando el ferrocarril Lima-Callao empezó a hacerse realidad, durante el Gobierno de Ramón Castilla. Se inauguró el 5 de abril de 1851 y, en poco menos de una semana, pasó de transportar trescientos setenta y tres a seiscientos sesenta y siete pasajeros desde la localidad portuaria hasta la plaza San Martín. En 1856 iniciaría su servicio el tren a Chorrillos, entonces un lujoso y jovial balneario y, en 1875, haría lo propio el tren que iba de Lima a Magdalena Vieja. Aún eran tiempos de carretas, simones o calesas. En marzo de 1878 arrancaría la historia del tranvía —a caballo y sobre rieles— en una Lima de entonces cien mil habitantes. Hoy son más de diez millones de limeños los que se mueven de distintas formas y en diversos vehículos de un lado a otro de una ciudad permanentemente histérica. Fue en aquella misma década, ciento cincuenta años atrás en el espejo retrovisor de la historia, cuando los trenes se vieron como una oportunidad ineludible para el desarrollo comercial y el progreso del país. «Mejor gastar el dinero en ferrocarriles que en conspiraciones o guerras», diría el presidente José Balta. El Perú, sin embargo, tendría un poco de todo eso antes de terminar los años setenta del 1800. 

En 1869 se había firmado el hoy tristemente famoso Contrato Dreyfus para la explotación del guano, cuyas propiedades fertilizantes lo convirtieron en un codiciado producto a nivel internacional. Desde agosto de 1868 gobernaba Balta, y su ministro de Hacienda era Nicolás de Piérola. Las ganancias quisieron convertirse en rieles, trenes y más amplias posibilidades comerciales que articularan a todo el país.  

Solo había tres vías ferroviarias al iniciarse el Gobierno de Balta, y todas, de tramos cortos: los mencionados Lima-Callao y Lima-Chorrillos, además de la vía que unía Tacna y Arica. La que uniría Mollendo y Arequipa estaba todavía en plena construcción. Como si de una fiebre edificadora se tratara, en pocos años estuvieron listos los tramos entre Lima y Huacho, Ilo y Moquegua, Arequipa y Puno, Pisco e Ica y entre Salaverry y Trujillo. Para clarificar los datos, en 1861, el Perú contaba con una red de noventa kilómetros que, para 1874, se había multiplicado por diez, lo que da un total de novecientos cuarenta y siete kilómetros de vías férreas. 

La ficción de bonanza producida por el Contrato Dreyfus hizo que gran parte de las ganancias se invirtieran en trenes, aunque finalmente muchas de estas obras se arruinaron o quedaron truncas. Por si fuera poco, en 1872, Balta tendría que enfrentar el levantamiento de los hermanos Gutiérrez, que provocaría su confuso asesinato. 

Paralelamente, el país empezaba a sufrir por el endeudamiento externo producido en gran parte por la desmedida inversión en las obras ferroviarias, en las que se gastaban millonarios empréstitos. La economía se veía seriamente afectada y se hacía notoria la falta de servicios elementales de higiene, salud pública o educación, lo que afectaba, sobre todo y como siempre, a las clases menos favorecidas. De hecho, el Gobierno de Balta se inició en medio de una epidemia de fiebre amarilla que se extendió en Lima por casi cuatro meses.

La crisis económica, el caos político y la deuda externa serían puntos clave para el futuro manejo de los trenes en el Perú de fines del siglo XIX e inicios del XX.  

Segunda estación

Hacia fines de la década de los sesenta del siglo XIX hace su aparición en el Perú un nombre que sería clave en la construcción de los ferrocarriles: Henry Meiggs, un astuto empresario de origen norteamericano a quien la revisión histórica actual asocia tanto con Francisco Pizarro como con Marcelo Odebrecht, pues impulsos de conquista y corrupción hacían bullir su imaginación. Fue durante el Gobierno de Ramón Castilla que se puso la primera piedra de la historia del ferrocarril en el Perú, que Balta empezó a consolidar desde fines de 1868. Pero, a principios de ese mismo año, gobernaba el Perú Diez Canseco, que fue el primero en ponerse en contacto con Henry Meiggs. 

Dice el libro Historia de la corrupción en el Perú, de Alfonso W. Quiroz: «Los arequipeños Diez Canseco y Manuel Polar, su primer ministro, invitaron al contratista estadounidense Henry Meiggs a que construyera el ferrocarril en Arequipa, con la intención manifiesta de beneficiar a toda la provincia y región. Estas autoridades insistían en que Meiggs tenía una reputación muy merecida luego de haber construido la muy rentable vía ferroviaria Valparaíso-Santiago de Chile. No se exigió ninguna otra garantía al contratista, a quien se le pagaría en efectivo por cada milla ferroviaria concluida, un arreglo jugoso para él. La opinión pública de la época sospechaba que se habían pagado sobornos a Diez Canseco y a sus asesores más cercanos. Este fue el inicio de los asombrosos negocios en que Meiggs se aprovechaba de la venalidad de las autoridades peruanas». 

El ingeniero de minas británico Alexander James Duffield, autor de El Perú en la era del guano, interpretó el veloz ascenso en el poder del contratista: «Uno no puede respirar sin Meiggs, así como no se puede tomar la comida sin tragar polvo; dormir sin picaduras de pulgas o sin la adormecedora trompetilla de los mosquitos. Meiggs en todas partes; a pleno sol y en la tormenta, en el mar y en las cumbres del mundo, ahora llamadas Meiggs; en el terremoto y en la apacible atmósfera de la más elegante sociedad del mundo».

«Los contratos Dreyfus, Grace y Meiggs fueron grandes ferias en las cuales la prensa, empleados públicos, diplomáticos, tribunales de justicia, cámaras del Congreso, ministros y presidentes se ponían a la venta […]. Conformando un extenso harén, las familias “decentes” eran parte del ambiente general de prostitución moral», agregaría Alfonso W. Quiroz en su Historia de la corrupción en el Perú.

Diversas y complejas causas económicas, geopolíticas y territoriales, aceleradas por el conflicto del salitre entre Chile y Bolivia, hicieron que el Perú entrara en la defensa de Bolivia, iniciando así, en 1879, la guerra del Pacífico. 

(Continuará)

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