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Nación Warlock: mito y antiwéstern norteamericano (y 2)

warlock antiwéstern
Detalle de portada de Warlock, de Oakley Hall. Imagen Galaxia Gutemberg.

Viene de «Nación Warlock: mito y antiwéstern norteamericano (1)»

El antiwéstern, como bien lo anuncia su prefijo, va en contra de una gran parte de todos los convencionalismos señalados en el artículo anterior. Al igual que en el cine, este término hace referencia al revisionismo literario del wéstern clásico con el fin de actualizar y cambiar la concepción tradicional del mismo según la incorporación de nuevos elementos narrativos, estilísticos e ideológicos.  

Así, el antiwéstern cuestiona y subvierte las estandarizaciones de su género madre (el héroe epónimo, la glorificación fundacional de la patria, la lucha dialéctica entre el bueno y el malo, la repetición escindida del esquema, etc.) y reproduce sus propios materiales desde una visión mucho más pesimista y en extremo realista, reformulando los ritos románticos del viejo oeste y presentando, en toda su esencia, la otra cara de la historia fundacional de los Estados Unidos, la cual surge a través del genocidio, la explotación de la naturaleza, el machismo, el individualismo a ultranza, el desprecio por las instituciones, el racismo, la hipocresía, el fetiche de las armas, el asesinato como moneda corriente, la locura por el oro, en fin, todos esos males que también son parte de su historia y que, además, componen la totalidad de la condición humana.  

De ahí que los «héroes» del antiwéstern no sean precisamente «héroes», sino más bien gente común y corriente que nunca son del todo buenos o malos, con acciones a veces reprochables y estúpidas que, a la larga, los humanizan, sacándole de encima ese halo romántico e imponderable del «héroe» del wéstern clásico.

Un ejemplo claro podría verse en los protagonistas de Lomesome Dove de Larry McMurtry. Allí encontramos a Gus McCrae y al capitán Woodrow F. Call, dos antiguos rangers de Texas que ahora viejos, borrachos, misóginos y más locos que una cabra, salen de aventura hacia Montana transportando un rebaño de reses y, en el camino, empiezan a crear (o a ser testigos de) una estela de violencia que los acompañará hasta el capítulo final. Otro caso parecido es el protagonista de El hijo de Philipp Meyer. Desde el inicio de la novela nos damos cuenta que el coronel Elí McCullough tiene un tornillo menos a causa de sus años conviviendo al lado de comanches, quienes lo raptaron cuando apenas era un niño. El coronel no solo corta cabelleras o asesina a blancos e indios por igual, sino también forma un imperio ganadero a punta de pistola y miedo, vejando a todo hombre que se interponga en su camino, incluso si se trata de su propio hijo. En la misma línea hallamos a Håkan Söderströn, el gigantesco protagonista de A lo lejos de Hernán Díaz, que traza un periplo demencial desde Suecia a Estados Unidos, cruzándose con un sinnúmero de seres violentos, extremistas y excéntricos que, con su influencia, van configurando su educación sentimental a lo largo de más de setenta años. En varios episodios, Håkan se verá obligado a utilizar la fuerza, la astucia e, incluso el homicidio para seguir con su maldita singladura que no tiene principio ni fin.  

Con todo, el antiwéstern presenta un mundo moralmente cuestionable donde héroes y villanos, o mejor dicho, antihéroes y villanos agradables, se parecen entre sí. Allí ya no existe más una ética clara o definida, sino una frontera en donde tanto el bien como el mal se disuelven y se mezclan.  

Otra característica del antiwéstern es la atención preponderante que los narradores dan a las minorías o grupos sociales marginados, antes meros adornos o rellenos en la estructura del wéstern clásico, y quienes aparecían planos y con una inteligencia tan pobre como la de un caballo. Así, los escritores revisionistas otorgan roles importantes a mujeres, negros e indios, brindándoles mayor dimensión humana y relieves psicológicos que les genera esfericidad y espesura. Pero, además, se cuestiona el accionar de figuras netamente masculinas y, entonces, se explora el universo queer del vaquero o del americano antiguo, como en el caso de Annie Proulx y su magnífico relato Brokeback Mountain, o el caso de Sebastian Barry en su novela Días sin final.   

Como lo sugerí líneas arriba, el grueso de wésterns clásicos parece un canto a la conquista de la civilización norteamericana por sobre la barbarie y la subordinación de la naturaleza o la raza india. En muchos casos, las obras de este género guardan un hálito racista, clasista y paternalista con los indios, a quienes se presenta como el trasunto de la ignorancia, el subdesarrollo, el retraso y, sobre todo, el salvajismo. No es por nada, pero al gran escritor de wésterns Alan Le May, autor de la icónica Centauros del desierto, fue acusado muchas veces de segregacionista por dibujar al indio como un completo bárbaro que solo buscaba sangre, sexo y búfalos. 

El antiwéstern rompió con esta visión, acercándose con mucha más sutilidad a las dobleces, ambigüedades, padecimientos, romances y sueños de los indios, quienes también podían sufrir y gozar como los blancos, y tener entre sus filas personajes conflictuados que o bien se redimen o bien se destruyen para siempre.  

De hecho, como en el caso del antihéroe o villano agradable, el nativo del antiwéstern tampoco es completamente bueno o completamente malo. Lo vemos así en El hijo de Philipp Meyer y, sobre todo, en esa cumbre del género que es Meridiano de sangre de Cormac McCarthy, en donde los personajes carecen de modelos morales claros y actúan con violencia extrema tanto por parte de los comanches como de los blancos o mexicanos. Allí, en toda esa vorágine racial, no hay salvación. 

Esta es pues la esencia del antiwéstern norteamericano, el cual llega a nosotros como un apocalipsis en bestia, sin consuelo ni esperanza alguna. Solo con vísceras y sangre. Con maldad y aniquilación. Con anatema y fuego eterno.   

***

Warlock de Oakley Hall es, ante todo, un antiwéstern. Y quizá sea el precursor o un ejemplo temprano de este subgénero, pues aunque tiene en su corpus muchos elementos del wéstern revisionista, hay otros factores que lo presentan como un artefacto que está en plena formación y que va colocando las primeras bases para lo que vendrá después con Cormac McCarthy y compañía. 

Lo más evidente del divorcio de Warlock con el wéstern tradicional es la atmósfera de ambigüedad moral en la que se mueven sus personajes y la desmitificación absoluta del relato fundacional de los Estados Unidos de América. Aunque no hay grandes masacres ni hiperbólicas cargas de pesimismo como los antiwésterns ya consolidados en la actualidad, la novela de Oakley Hall no es ajena al sentimiento de desilusión y al derrotismo de los sistemas políticos, a los cuales satiriza de la peor manera, haciendo, por ejemplo, que la máxima autoridad de su universo creado, el general Peach, sea un viejo senil, estúpido y obsesionado con encontrar al jefe indio Espirato, quien posiblemente ya lleve más de veinte años bajo tierra. De igual manera Holloway, el juez del pueblo, no es más que un triste borrachín que, en plena ebriedad, pontifica sobre la moralidad y las leyes nacionales solo para quedarse dormido y apestar a «orina de caballo» en su cubil. 

Si bien es cierto que en Warlock no hay grandes carnicerías, el relato tampoco se olvida de otorgar su respectiva cuota de sangre. Muertos y baleados son los que sobran en sus casi setecientas páginas. Sin embargo, este fanservice viene todavía con las convenciones propias del wéstern tradicional, en donde el intercambio de balas se ejerce a través de duelos y conciliaciones entre voluntades opuestas. Esto, por supuesto, no evita que Oakley Hall agregue nuevos ingredientes a la tradición del duelo, desmitificándolo con las alevosías, engaños y oportunismos de sus personajes.

El argumento de Warlock trata, como todo relato del oeste, sobre la instauración de un estado nuevo, es decir, sobre el germen fundacional de lo que hoy conocemos como Estados Unidos. El nacimiento de esta nación descansa, obviamente, en el triunvirato insoslayable de los antiwésterns: la violencia, el caballo y el paisaje desértico. Ambientada en 1880, la historia se centra en Warlock, el nombre de una polvorienta ciudad próxima a la frontera con México, lugar sin ley donde campea el crimen y el caos a manos de cuatreros pendencieros, mineros borrachos y pistoleros anónimos. 

A este turbulento rincón del mundo llega Clay Blaisedell, un famoso pistolero armado con un par de Colt Frontiers de oro, quien por una buena suma de dinero acepta convertirse en el comisario del lugar. Acompañado con la sombra de su pasado y con la presencia funesta de un inescrupuloso jugador llamado Tom Morgan, Blaisedell irá pasando por varias transformaciones espirituales que lo arrastrarán hasta conocer su propia ruina.    

El relato está contado por medio de una prosa seca, desprovista de artificios y malabarismos retóricos, la cual se va ensamblando con el uso de distintos puntos de vista y con la interposición de hasta tres o cuatro niveles narrativos por capítulo o sección. De esta manera, el lector ve desfilar ante sus ojos el estilo del diario íntimo, la narración omnisciente, el método epistolar, el monólogo onírico o el testimonio de las notas periodísticas. 

Aprovechándose de los indispensables ingredientes del género, Oakley Hall llena su historia de mucho color local, truculencias, heroísmos, crueldades extremas, sangre, dinero y amor. Para esto se vale no solo de la técnica literaria, sino también de la estructura cinematográfica, ya que Warlock parece prácticamente un enorme y demencial montaje de película de vaqueros. Casi el ochenta por ciento del libro está construido a base de diálogos, elipsis brutales y descripciones que son imagen viva. La escena de la balacera en el Corral Acme, por ejemplo, es una composición visual en estado puro. Allí vemos a los pistoleros en todos sus ángulos posibles, incluso desde el punto de vista cenital y nadir de un film.    

Por la ambición totalizante de su autor, Warlock podría ser considerada como la novela definitiva del viejo oeste. En su universo el lector puede encontrar de todo y pedir más y seguir encontrando lo que necesita. Desde bandoleros, cuatreros, sheriffs, damas respetadas, prostitutas, jugadores profesionales, hombres cobardes y hombres de honor, ataques a diligencias y duelos a mitad del pueblo, hasta juicios, abogados, corrupción, cúpulas de poder, mineros explotados, sindicatos, batidas para capturar asesinos, partidas de reguladores, romances imposibles, doble moral, hipocresía, regulación laboral, manifestaciones, incendios, ahorcamientos públicos, caballos desbocados, desiertos, chumberas, pistolas de oro y apaches. Todo un gozoso exceso de referencias y el mejor kitsch del viejo oeste.

¿Pero qué es lo que hace que Warlock sea la maldita Warlock? ¿Dónde se encuentra su verdadero mal? Al parecer, en su propio sistema político. Y aquí nada tienen que ver los cuatreros, ni los pistoleros, ni los mineros revoltosos. Estos solo son consecuencias de una enfermedad mayor: el Comité de Ciudadanos. Constituida por los ciudadanos más representantes del pueblo, esta organización trata de crear un balance social en donde no venza el caos. Sin embargo, poco a poco comienza a primar en sus agentes la hipocresía y la corrupción a pesar de sus discursos de grandeza moral y del bien comunitario. 

El Comité de Ciudadanos pudre el pueblo, lo convierte en el verdadero Warlock, ese demonio ancestral que utilizaba la magia para vencer a sus enemigos. La magia, en este caso, se vuelve la contratación de un mercenario para que implante la ley en la ciudad, aunque también para ser usado en conveniencia de ambiciones personales. 

Pero si el Comité de Ciudadanos es el problema mayor, los habitantes del pueblo no son menos responsables. Todos estos destacan por su hipocresía y perversidad. Cambian de bando según su propia conveniencia y juzgan las acciones que ellos mismos han pedido realizar con total alevosía, convirtiendo lo bueno en malo y lo malo en bueno. La esencia de este comportamiento puede apreciarse en una de las confesiones del diario de Henry Holmes Goodpasture, integrante del Comité de Ciudadanos, quien anota sin dudar: «Warlock sangrará por las heridas del rostro y el espíritu de otro, y después, como quien se las arregla para arrojar al olvido aquello de lo que se avergüenza mortalmente, le dará la espalda». He aquí el verdadero rostro de Warlock, metáfora del nacimiento de los Estados Unidos y encarnación definitiva de sus primeros hombres.       

A estas alturas no puede dudarse que Oakley Hall nos ha dado con Warlock una obra maestra que, a través de su potencia narrativa, advierte cómo se yergue el fantasma de la antigüedad norteamericana en el presente, ese fantasma de la antigua sangre derramada, del antiguo horror, de la antigua furia, del antiguo miedo. Por eso Warlock ya no es solo un libro, es ahora una nación, la nación de Oakley Hall y de todos sus contemporáneos, y de sus hijos, y de los hijos de sus hijos, etcétera.  

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3 Comentarios

  1. Como seguidor de los western cinematográficos, te agradezco la reseña de una novela que desconocía por completo.

  2. de ventre

    caray, qué ganas de pillarme el libro! la película siempre ha estado entre mis westerns favoritos precisamente por sus personajes, capaces de actuar con honestidad o por interés constantemente.

    viva el antiwestern!

    pd: no puedo callarme una protesta, a mi manera de entender, títulos como «brokeback mountain», «el poder del perro», etc. no deberían ser considerados westerns… está claro que el escenario es el oeste, pero la ausencia de violencia es lo que les desclasifica como tales… son fantásticos dramas, cuyo escenario refuerza las motivaciones de sus personajes, pero no les llamen western, porfa.

    j

  3. Warlock es un novelón. La recomiendo para los amantes del género y para todo el mundo.

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