Pocos y bienaventurados son los escritores que han gozado de un blurb del siempre inubicable, hipotético y fronterizo Thomas Pynchon. En representación sudamericana está Rubem Fonseca, de quien Pynchon dice: «Siempre que comienzo un libro suyo es como si sonara el teléfono a medianoche: «Hola, soy yo. No vas a creer lo que está sucediendo»». En la misma dirección está el blurb al cantante de folk Richard Fariña, a quién el propio Pynchon dedicó su Arcoíris de la gravedad y, además, alabó su novela Been Down So Long It Looks Like Up to Me: «Este libro se presenta como el Coro de Aleluya realizado por doscientos jugadores de kazoo con un tono perfecto». Y, desde luego, no podían faltar en la lista de reseñas pynchoneanas autores como Don Delillo, Steve Erickson y George Saunders. Todos escritores muy ubicuos y canonizados. Y también muy «literarios». Pero lo verdaderamente interesante es que, de pronto, aparezca un blurb de Pynchon en la contratapa de un novelista de ficciones de misterio y de wéstern, alguien muy poco conocido por el público entre sus contemporáneos. Pynchon se despacha así, casi sin dudar: «Warlock de Oakley Hall ha devuelto al mito de Tombstone su completa, mortal y sangrienta humanidad. Warlock es una de las mejores novelas americanas, es el escenario de una compleja red de conflictos morales y personales a los que se ven enfrentados varios pistoleros y hombres fronterizos en una ciudad del lejano oeste: Warlock». Luego de esto, no hay nada más que hacer. Pynchon pone a Warlock a la vista de todos y da la bienvenida a su autor al panteón de los grandes escritores norteamericanos.
¿Pero quién es este Oakley Hall que hace que Pynchon se deshaga en elogios por su obra? ¿Por qué siendo uno de los favoritos del autor de La subasta del lote 49 es tan poco conocido? ¿Por qué en Hispanoamérica o España casi nadie habla de él? ¿Es cierto que fue el maestro de Richard Ford y de Michael Chabon? ¿Warlock, su novela, es realmente uno de los más grandes wésterns de la historia? ¿O acaso de wéstern tiene tan poco como una novela de Corin Tellado? Vayamos por partes para intentar contestar estas preguntas.
En principio, todo apunta a que Oakley Hall (California, 1920) siempre jugó a pasar desapercibido y a desorientar a los lectores con los seudónimos con los que le gustaba presentarse y firmar sus libros. Los más conocidos: O. M. Hall y Jason Manor, nombres con los que desde su época en el ejército ya confundía a sus camaradas e, incluso, a sus superiores. Es cierto que nunca llegó al extremo de borrarse del mapa por completo como Pynchon, pero tampoco hizo demasiado alarde de su nombre e imagen en la maquinaria publicitaria cuando, en 1958, su novela Warlock quedara finalista del Premio Pulitzer y, un año después, Edward Dmytryk la llevara al cine con actores tan famosos como Henry Fonda, Anthony Quinn y Richard Widmark en los roles protagónicos.
A pesar de haber tenido este breve periodo de notoriedad, Oakley Hall fue siempre reacio a la fama y, quizá por eso mismo —y por todo su ostracismo—, se convirtió en un autor de minorías, casi de especialistas, antes que en un rockstar de las letras norteamericanas. Si bien su número de ventas o de apariciones en portadas de revista se redujo, su prestigio como escritor de culto se intensificó, aunque nunca fue tomado muy en serio por el oficialismo literario (Harold Bloom & Co.), pues su obra se movía en géneros hasta hoy considerados espurios por la academia: el wéstern y el misterio criminológico.
Sin embargo, su calidad narrativa y su vocación totalizante no podían pasar por alto ante el filtro de lectores mucho más sensibles y heterodoxos que la academia. Allí estaba Thomas Pynchon, por ejemplo, quien confiesa en la introducción que hace a Been Down So Long It Looks Like Up to Me, que Richard Fariña y él comenzaron un «microculto» alrededor de Oakley Hall. Y también estaba Robert Stone, asiduo Premio PEN/Faulkner, quien señala que a principios de los años sesenta, y gracias a su agente literaria Candida Donadio, leyó a Oakley Hall y le pareció que este autor creaba «sonidos, canciones, que no escuchamos, pero que, como suele decirse, llegan al corazón». Y también John Harvey, autor de series de misterio, quien luego de leer los primeros libros de Oakley Hall pensó que este era uno «de esos escritores que narran historias con la misma facilidad con la que respiran». Incluso una banda subterránea de folk rock se bautizó a sí misma con el nombre de Oakley Hall en honor a la obra del autor de Warlock.
Es sabido que este alabado escritor pasó su infancia y parte de su adolescencia realizando diversos tipos de trabajos para poder sobrevivir en uno de los barrios más miserables de San Diego, California. Allí sirvió mesas, lavó platos, cortó cañas de azúcar e, incluso, hizo de dealer. Todo esto hasta ingresar a la Universidad de Berkeley, graduarse y convertirse en marine durante la II Guerra Mundial.
Cuenta la leyenda que el joven Oakley Hall escribía entonces cuentos pornográficos y semblanzas de psicópatas que vendía al peso a sus compañeros de cuartel. Esta práctica con el tiempo dio sus frutos, brindándole las herramientas necesarias para ganar disciplina y oficio narrativo. Así escribió, en tan solo dos semanas, su primera novela titulada Murder City, la cual fue publicada en 1949.
A este libro le siguieron otras ficciones de misterio como Tantas puertas, Corpus de Joe Bailey, Demasiado muerto para correr, El jaguar rojo, Los peones del miedo, Playa de Mardios y Los pisoteadores, novelas firmadas en su mayoría con seudónimo. Pero habría que esperar hasta 1958 en donde, ya convertido en un autor maduro, da su salto mayor y alcanza el estilo que lo definiría para siempre. Así entrega Warlock, su primera novela ambientada esencialmente en el Oeste, la cual exhibe decorados externos e internos dignos del mejor Sergio Leone o Sam Peckinpah. Luego de este máximo logro, ya nada puede detener su descontrolada imaginación.
Inmediatamente se las ingenia para crear la trilogía Legends West con las secuelas de Warlock y otros libros del lejano oeste americano. En esta nueva producción incluye títulos como The Bad Lands, The coming of the kid, Apaches y Separations, libros que lo consolidan dentro del género y que, en parte, lo llevan a dirigir años más tarde el programa de escritura creativa de la Universidad de California en el que enseña cursos a Michael Chabon y a Richard Ford.
Siendo Warlock su obra maestra y una de las novelas más famosas del oeste norteamericano, resulta curioso la poca repercusión internacional que tuvo el libro hasta bien entrado el siglo XXI. Por ejemplo, en España, la editorial Galaxia Gutenberg recién la trajo a nuestra lengua en 2009, con una excelente y envidiable traducción de Benito Gómez Ibañez. A Latinoamérica solo llegaría cinco o seis años después, y a través de pedidos especiales.
En ese sentido, Oakley Hall parece seguir siendo un novelista de minorías, un autor desconocido y poco leído mundialmente, aunque aquí valdría aclarar —como señala el escritor y Premio Pulitzer Hernán Díaz, a quien consulté sobre el tema (y por su novela A lo lejos) cuando estuvo de paso por Lima—, que es el género narrativo de Hall el que en realidad está en ruinas y que hoy casi nadie podría nombrar tres escritores de wéstern.
Nada más cierto. Díaz no se equivoca en su observación, pero habría que preguntarse bajo este contexto si Warlock es o no es un wéstern, ya que todo indica que su corpus narrativo pertenece a la contraparte del género, es decir, al antiwéstern, campo que por el contrario sí goza de buena salud gracias a novelistas como Cormac McCarthy, Larry McMurtry, Sebastian Barry, Donald Ray Pollock, Annie Proulx, Philipp Meyer y el mismo Hernán Díaz.
Pero entonces surge una nueva pregunta: ¿qué demonios es un antiwéstern?
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Para poder definir un concepto claro de este subgénero, primero habría que precisar qué es un wéstern y qué elementos esenciales lo componen. Apoyándonos en la idea de la crítica literaria Márgara Averbach, podríamos concordar que el wéstern es el género básico de la cultura WASP (blanca, anglosajona, protestante), en donde sus personajes principales son individuos solitarios, heroicos, nómades o errantes similares a los caballeros de los antiguos cuentos y poesías europeas que se pasan la vida enfrentando villanos, rescatando mujeres en peligro o transgrediendo las normas de las estructuras de la sociedad sin traicionar su honor.
Bajo los convencionalismos propios del género, este «héroe» toma la figura de un vaquero o un pistolero del lejano oeste de los Estados Unidos, moviéndose en un marco histórico posterior a la guerra de secesión y afianzándose, casi siempre, en el contexto de las guerras indias. Así, el arquetipo es por completo decimonónico, ya que su naturaleza se emparenta con el aparato social de un país en pleno surgimiento, en donde las colonias y las diligencias y los primeros ferrocarriles del norte empiezan a invadir el nuevo territorio conquistado.
En ese entorno, el «héroe» solo es capaz de asimilar la ley del sheriff, la fiebre del oro, el ataque de los indios, la demencial prédica de los pastores protestantes, las fiestas de saloon, la amenaza de los forajidos, la inacabable extensión de tierra, el flagelo del erial, el vicio por los caballos, la vida en los ranchos, las noches de cantina, la pluriculturalidad mexicana-india-estadounidense, el boato de la ganadería y el sinfín de elementos que conforman el mito de la frontera americana y que constituyen al «héroe» como hombre, o mejor aún, como signo.
Ahora bien, todo wéstern —más allá de su leitmotiv argumental— tiene una voluntad que lo define desde sus inicios: el deseo de plasmar el momento más épico de la historia gringa, esto es, el surgimiento de los Estados Unidos de América como nación. De ahí que la mayoría de wéstern glorifique y romantice —a veces sin quererlo, a veces a propósito— el mito fundacional de su país, presentando así héroes epónimos, de rasgos muy americanos y con una conciencia moral que raya en lo divino.
Si se hace un rápido sondeo en la narrativa del wéstern clásico, al final queda la sensación de que sus autores han intentado presentar un Estados Unidos construido a base de coraje y gloria, con adalides absolutamente blancos e íntegros, quienes no dudan en luchar a despecho de su propia vida contra los males y las injusticias que hacen mella en el nombre de la madre patria, es decir, en el nombre que representa a todos los hombres «buenos» que la componen.
De esta manera, el wéstern escenifica una sociedad explícitamente organizada sobre códigos de honor y heroicidad, ya sea en familia o en soledad, otorgando al vaquero o al pistolero la categoría del übermensch de Nietzsche, ese suprahombre que es moral e intelectualmente superior a todos, y quien por derecho propio puede pasar por encima de la ley.
Esta característica hace que el héroe del wéstern siempre posea un enemigo, un agresor a quien tiene que derrotar —y a quien siempre derrota— a punta de balazos en un duelo final. La fórmula narrativa, entonces, se vuelve archiconocida: una plasmación de oposiciones binarias que permiten un número ilimitado de permutaciones e interacciones entre héroe y antagonista. Dichos binomios, naturalmente, permiten variables en torno a las cuales giran otros binomios menores (amantes, ayudantes de sheriff, compadres, jueces, cantineros, pistoleros, etc.) que integran el corpus general de sus ficciones.
De esta forma, el wéstern busca oposiciones elementales para poder sostener su trama. Héroe y villano. Sheriff y bandido. Prostituta y amante virginal. Borrachos y sobrios. Pistoleros y palurdos. Al final cada uno de estos arquetipos termina enfrentándose y la tensión del relato llega a su culmen cuando aparece una pistola.
Como se sabe, este esquema se repite en todos los relatos wéstern y el lector puede reconocer una cosa ya vista con la que se había encariñado: el héroe rescatando a la dama, el héroe cobrando venganza, el héroe dando la vida por otro, el héroe salvando al pueblo, el héroe inmolando su amor por un hecho mayor y así, ad infinitum. A juzgar por todo este sistema, podríamos decir que el wéstern, como el policial según Umberto Eco, es una máquina de redundancias que finge conmocionar al lector, aunque en realidad lo reafirma en una especie de pereza imaginativa y le proporciona una evasión, contándole no lo que ignora, sino lo que ya conoce de antemano.
Esta cualidad del wéstern no es del todo mala per se, ya que el género hunde sus raíces en los antiguos mitos, evocando continuamente temas que se han repetido desde los poemas de los primeros griegos en el mundo: la lucha entre el bien y el mal, entre el Individuo y la comunidad, entre la ley y el deseo, entre la paz y el caos, etc. Esta eterna dialéctica, por lo tanto, define la musculatura del esqueleto narrativo de todo wéstern norteamericano.
(Continuará)
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