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La virtuosa flema del hombre demorado

La virtuosa flema del hombre demorado

En los antiguos tratados, ya caídos en desuso, se aludía a la vida de los hombres, al pasar de los años, el curso del tiempo, el flujo de la misma memoria, el viaje súbitamente emprendido al nacer y encaminado a través de lánguidos meandros hacia el oscuro nicho de la sepultura. Si la metáfora fuera todavía elocuente, se entendería mejor la nostalgia que inspira el viejo y renqueante vagón del ferrocarril. El traqueteo, la somnolencia, la contemplación del paisaje, la tardanza, la ondulación del tiempo que se conjura con la demora y la delicada predisposición a llegar tarde y a deshora. ¡Qué fortuna la del hombre retardado! Dilatando el camino, postergando la hora, posponiendo el momento de llegar al dudoso destino. 

Resulta tan extraña la obsesión por la velocidad. ¡Como si la urgencia nos llevara a un lugar deseable! Cuando lo único que a ciencia cierta se sabe es que con rapidez se llega antes al osario de la fosa común. ¿Cómo se ha tramado la fingida alianza con el tiempo? ¡Creer que se le puede someter! Se dice a menudo: hay que ganar tiempo. ¡Si nadie lo puede atrapar! Él nos envuelve, atraviesa y ensarta. La vieja maestría consistió en apartarlo y espantarlo: ¡vade retro! El gran arte de los hombres antiguos. Acompasar los pasos del cuerpo al pulso vital del organismo. La insólita armonía natural auspiciaba una altiva soberanía: la lentitud. ¡La verdadera majestad! ¡El tempo lento!

Una multitud enloquecida por la falta de tiempo, computada por los minuteros del reloj digital, se desplaza a gran velocidad, se apresura, acelera y, finalmente, se precipita. Masas de seres acuciados se lanzan, se arrojan, se tiran de cabeza al agujero del tiempo. Engullidos por la falsa ilusión de la puntualidad. Y nunca se preguntan: ¿a dónde vamos a parar?

A principios del siglo XIX se pensó que el ferrocarril era una aberración industrial, un sacrílego desafío al orden del tiempo natural. ¡Si nos vieran ahora! ¡Encajonados en los trenes de alta velocidad! Movilizados por la ingeniería, reclutados por la innovación, acelerados por la obsesión. Pero añorando en secreto aquellas locomotoras, con el carbón ardiente en sus calderas, el silbido en sus válvulas de vapor, zarandeando al pasajero, tan orgulloso de su virtuosa flema de hombre demorado.

Se oye decir que las invenciones de la técnica consuman los saltos evolutivos de la civilización. Pero este ir a toda prisa, sin cesar, ignorando el desenlace de la velocidad, embutidos en la máquina que ha tergiversado y atrofiado la dimensión del tiempo, no es una de ellas. Más bien ha sido una demoníaca precipitación la que nos ha llevado a padecer la apremiante y condenada falta de tiempo. La maldición del hombre contemporáneo y la fatalidad de nuestra época: cuanto más veloz sea el desplazamiento, más escaso será el tiempo de vida disponible. 

¡Ah, maligno ingenio! ¡Diabólica paradoja!

¿Y cómo podrá leerse la novela del mundo? Si uno ha sido despojado de ese otro tiempo alegremente muerto, felizmente inútil, mudo y retenido, silencioso y suspendido. ¿Cómo entrar en el tempo narrativo de la escritura, en el laberinto de la imaginación, en el mundo del lenguaje sin medida temporal? ¿Acaso no ha sido siempre la lectura de la novela un abstraerse de toda coacción? Abandonar la hostigada premura y penetrar lenta y pausadamente en el relato original.

¡A la basura los manuales de lectura rápida!

Subíos al tren más tardo y pausado que encontréis y sumíos en la indolente y ensimismada resistencia, en la parsimonia vital, en la displicente arrogancia del hombre demorado. Ajeno al requerimiento de la puntualidad, a la alarmada obcecación que moviliza a una multitud urgida por la enardecida ilusión de llegar a tiempo. La frenética aceleración del ir y volver a toda velocidad, perfeccionada mecánicamente por las primicias que comprimen y reducen el tiempo de vida… ¡Al demonio la alta velocidad!

Sacad de vuestra biblioteca los libros entrenados y revivid el salvífico hábito de la lentitud. Instalaos en el escenario de la imaginación novelesca —el mundo sin tiempo— y subid a un vagón renqueante y rezagado. Asumid como estilo vital la noción del tempo lento. Sin su astuta sabiduría, sin su artesanal inteligencia, pereceremos atenazados por un poderoso remordimiento: haber desperdiciado el único tiempo de vida que nos fue prestado.

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One Comment

  1. Ana Isabel

    ¡Qué maravilla! Me ha encantado.

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