Filosofía más allá de las fronteras. Un vasto programa, practicable solo a partir de una operación radical: desvincular la idea de universitas humani generis de toda concepción esencialista o identitaria. Pero esto solo es posible bajo dos condiciones. La primera, romper la ecuación entre cultura e identidad; la segunda, sustraer el universalismo —a pesar de su etimología— de la lógica de la uniformidad y de la reductio ad Unum, para adscribirlo al régimen de lo múltiple y de la diferencia.
Lo anterior equivaldría, en otras palabras, a «romper el espejo», a romper las relaciones especulares que solemos establecer entre «nosotros» y «los otros»: una ruptura que no puede ser una simple inversión de perspectiva: saber cómo nos ven los demás, en lugar de saber cómo miramos nosotros a los demás puede ser muy instructivo, pero no basta para deshacernos de nuestros «orientalismos». Más bien debe consistir en la capacidad de vislumbrar en los demás una perspectiva autónoma y original de universalización. Los problemas del actual Mundo-Babel no tienen que ver con cómo se miran las llamadas «diferencias culturales» —en el doble sentido reflexivo y recíproco— sino con cómo cada uno imagina y piensa lo universal. Es más: no sólo como lo imagina y lo piensa, sino también como lo ha transcrito y codificado colectivamente en enunciados de valores y en declaraciones de principios y derechos universales.
En cuanto a la posición de Europa en el nuevo escenario mundial, quisiera destacar dos aspectos que considero decisivos. En primer lugar, no debemos olvidar nunca que Europa, matriz de Occidente, fue a la vez la tierra de las revoluciones y de la civilización del derecho y el continente de las guerras: fue del corazón de Europa, del «corazón de las tinieblas» de Europa, de donde nacieron las guerras de religión, las guerras civiles y las dos guerras mundiales con los horrores que provocaron. En segundo lugar: no debemos perder de vista que la riqueza de Europa reside precisamente en sus diferencias. La unidad de Europa —y de Occidente— no se fundó en una unificación étnica, religiosa, lingüística, económica o política, ni en una unificación imaginaria, mitológica, psicosocial o estética, sino precisamente en la diversidad y la discontinuidad. En este sentido, la afirmación de Umberto Eco de que la lengua de Europa es la traducción tiene una carga simbólica que puede proyectarse sobre el escenario policéntrico de las civilizaciones planetarias, redefiniendo el significado del universalismo jurídico y político en términos radicalmente nuevos. En términos, esto es, de lo que he llamado en mis últimos libros «universalismo de la diferencia»: adoptando un léxico filosófico, podríamos decir que la diferencia —no la identidad— es la textura ontológica de lo universal.
Un universal que, en el mundo multipolar de nuestro presente, coincide con la idea de la traducción como proyecto político. El futuro de la humanidad depende enteramente de la capacidad de los diferentes contextos civilizatorios para traducirse mutuamente, en un intento de llegar a un acuerdo sobre ciertas nociones clave como «humanidad», «dignidad», «derecho», «justicia», «libertad», «igualdad»: valores decisivos pero muy controvertidos, como quedó patente en el enfrentamiento entre representantes occidentales y asiáticos en las comisiones preparatorias de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. Debemos intentar traducir cada vez más los diferentes significados que las distintas lenguas y civilizaciones atribuyen a estos términos-conceptos, fundamentales para el futuro de la humanidad en el planeta.
Pero, al mismo tiempo, con la lúcida conciencia de que algo esencial permanecerá siempre… «lost in translation». Y, sin embargo, el imperativo categórico del universalismo de la diferencia, frente a un cosmopolitismo identitario impuesto a todas las demás culturas por la civilización hegemónica de Occidente, nos obliga a intentar una y otra vez traducir los principios y valores de muchas formas culturales. Con la firme convicción de que la Casa de lo Universal no ha sido ya construida de una vez por todas por los occidentales, de que así acogeríamos a todos los demás en nuestra civilización jurídicamente democrática con una tolerancia más o menos benévola. Por el contrario —como ya advirtió el gran filósofo, teólogo y escritor de cultura española e india Raimon Panikkar, a quien tuve el privilegio de conocer personalmente— esa casa de lo universal debe reconstruirse siempre multilateralmente.
Desde una perspectiva similar, otra gran figura con la que tuve el privilegio de relacionarme, Johann Baptist Metz, llevó a cabo una inversión diametral de la posición de Carl Schmitt al situar en la cumbre de la teología política «la autoridad de los que sufren»: no los derechos —ojo— sino la auctoritas de los seres humanos golpeados por el dolor y el sufrimiento.
Solo desde esta perspectiva podría Europa desempeñar un papel importante en el nuevo escenario mundial polarizado por el nuevo dualismo entre Estados Unidos y China y por el Ciber-Leviatán de Internet y la Inteligencia Artificial. Pero ello requeriría un gran diseño político del que las élites que actualmente gobiernan la Unión Europea parecen estar a años luz.
En este tiempo de interregno debemos, por tanto, comprometernos a escribir con una mano la palabra «universal» y con la otra la palabra «diferencia», resistiendo a la tentación de escribir ambas palabras con una sola y excluyente mano.
Porque sería, sin embargo, la mano equivocada.
Discurso leído el 5 de agoto de 2024 por Giacomo Marramao en el XXV Congreso Mundial de Filosofía que se celebra en Roma.
Giacomo Marramao (Catanzaro, Italia, 1946) es profesor emérito de Filosofía Teórica y Política en la Universidad de Roma III, miembro del Collège international de philosophie (París) y Presidente del Comité Científico Internacional de la Fundación Basso (Roma). Editorial Gedisa ha publicado Minima temporalia, Kairós y La pasión del presente, entre otros.
Un treinta o un cuarenta por ciento de la filosofía que hemos hecho, aún ve el mundo como un tubo de ensayo donde se producen reacciones morales cuya evaluación, cuya última palabra está fuera.