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La ignorancia de las leyes: notas sobre el proceso de ‘El proceso’

Ilustración de 'El proceso' de Franz Kafka en la adaptación a novela gráfica de David Zane Mairowitz y Chantal Montellier. Imagen Editorial Sinsentido.
Ilustración de ‘El proceso’ de Franz Kafka en la adaptación a novela gráfica de David Zane Mairowitz y Chantal Montellier. Imagen: Editorial Sinsentido.

1. Principios

Empezaremos con una obviedad: el principio de la novela coincide con el principio del proceso que le da título:

Alguien debía de haber hablado mal de Josef K., puesto que, sin que hubiera hecho nada malo, una mañana lo arrestaron.1

Otras versiones prefieren traducir «Alguien debía de haber calumniado» (verleumdet haben, dice el original), pero lo que ahora nos interesa de esta frase de apertura es más bien ese «debía de» (mußte) con el que el narrador introduce el verbo. Siendo así que se trata de una narración en tercera persona, ¿no cabría esperar que el narrador supiera si de hecho ocurrió o no ocurrió tal cosa? Pero he aquí que nos encontramos con una voz narradora que, de una parte, al narrar en tercera persona, logra distanciarse fríamente del héroe y, de otra, mediante una suerte de «restricción de campo»2 asume desde el principio su limitado punto de vista. («Debía de» y «sin haber hecho nada malo» son palabras que debemos relacionar antes con la conciencia del personaje que con el conocimiento o la ignorancia que el narrador tenga de la materia objeto de narración).

Se trata de una técnica muy querida por Kafka, empleada magistralmente en muchas de sus narraciones.3 De este modo, los lectores «vemos» a K. «desde fuera» y «nos vemos» al mismo tiempo inmersos en su situación, acompañándolo desde un principio en el proceso que acaba de comenzar y del que muy pronto tendrá noticia oficial. Si continuamos leyendo asistiremos al despertar del protagonista, extrañado de que no le hayan servido el desayuno a la hora acostumbrada, en la habitación que ocupa en una casa de huéspedes. Desde la almohada ve como la anciana que vive enfrente lo observa «con una curiosidad nada habitual en ella» (primer indicio del carácter invasivo del proceso en lo que a la intimidad del acusado se refiere). Al llamar para que le traigan el desayuno, entra en la habitación un extraño, de cuyo aspecto nos ofrece el narrador una descripción que vale la pena recordar:

Era delgado y de constitución fuerte, llevaba un traje negro ceñido, que estaba provisto de diferentes pliegues, bolsillos, hebillas y botones, y de un cinturón igual que el de los trajes de viaje, por lo cual parecía especialmente práctico, sin que a uno le quedase claro para qué había de servir todo aquello.4

Tengo para mí que este pasaje —magistralmente glosado por Rafael Sánchez Ferlosio a propósito de ciertos asuntos militares en un artículo de los años 805— no es tan extemporáneo como pueda parecer en una primera lectura. En el traje del extraño, minuciosamente descrito en sus detalles, tan prácticos en apariencia como absurdos, tal vez quepa leer, como en emblema, una primicia del modo en que van a ir dándose las cosas en la novela (y aun de lo que con mayor o menor rigor solemos llamar, tanto dentro como fuera de la literatura, «kafkiano»6). Poco después, un compañero del extraño —progresivamente, a medida que avanzamos en la narración, iremos descubriendo con K. que hasta seis personas se han personado en su domicilio esta mañana: dos «guardianes», el supervisor de ambos y tres empleados del banco en el que trabaja K. a los que un principio, como en los sueños, toma este por tres completos desconocidos—, que estaba esperando en la habitación contigua le informa de que está arrestado. Cuando K. pregunta por qué, el guardián contesta que no les han encargado que se lo diga y se limita a anunciar que el proceso acaba de iniciarse. En un primer momento, K. llega a preguntarse si no se deberá todo a una broma por su 30º cumpleaños (pues en efecto, ahora nos enteramos, resulta que hoy es el día de su 30º cumpleaños); el párrafo en que se narra este último hecho, termina con las palabras: «si era una comedia, quería actuar». Palabras que, como tantas otras de este primer capítulo, resonarán a lo largo de toda la novela. Por lo demás, serán estos guardianes de aspecto grotesco —«actores viejos, de segunda fila» se le antojarán también a K. los verdugos que vendrán a buscarlo en el último capítulo de la novela, redactado en el mismo impulso de escritura que el primero y puede que hasta de forma simultánea7— quienes, al tiempo que se comen su desayuno, en sus destempladas respuestas, establezcan algunos puntos clave en relación con el proceso incoado contra él:

Se comporta usted peor que un niño. ¿Qué quiere? ¿Quiere llevar su grande y maldito proceso a una rápida conclusión, discutiendo con nosotros, los guardianes, sobre nuestra legitimidad y la orden de arresto? Somos empleados de rango inferior que no entendemos casi nada sobre papeles de identificación y que no tenemos nada que ver con su caso, excepto que lo vigilamos diez horas diarias y nos pagan por ello. Esto es todo lo que somos, a pesar de que somos capaces de comprender que las autoridades a las que servimos, se informan muy a fondo sobre los motivos de un arresto así. No hay en ello ningún error. A nuestras autoridades, hasta el punto en que yo las conozco, y solo conozco los grados más inferiores, no se les ocurre buscar el delito en la población, sino que, como dice la ley, son atraídas por el delito y tienen que enviarnos a nosotros, los guardianes. Esto es la ley. ¿Dónde cabría un error». «No conozco esa ley», dijo K. «Peor para usted», dijo el guardián. (…) Franz se metió en la conversación y dijo: «Mira, Willem, admite que no conoce la ley, y a la vez afirma ser inocente.8

Desde luego, El proceso es una obra sorprendente desde infinidad de puntos de vista, pero lo que no sorprende en absoluto es que su autor fuera doctor en Derecho. En realidad basta tener nociones básicas de la disciplina para advertir que las últimas líneas transcritas remiten a un principio general del Derecho, a saber: Ignorantia iuris non excusat, en su formulación latina. Principio que el ordenamiento jurídico español consagra, por ejemplo, en la primera frase del apartado primero del artículo 6 del Código Civil («La ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento»). Sabemos que Josef K. morirá a manos de sus verdugos sin haber logrado acceder al conocimiento verdadero del proceso incoado contra él, sin siquiera saber de qué se lo acusa (lo cual, por otra parte, tampoco significa que sea inocente), de modo que, hasta cierto punto, todo lo que le ocurre a K. en la novela puede leerse como una reductio ad absurdum mediante la cual se lleva hasta sus últimas consecuencias lógicas el susodicho principio del derecho. Nótese por otra parte que, según esa ley ignorada por K., las autoridades «son atraídas [angezogen en el original] por el delito» (derivados del verbo «atraer» [anziehen] aparecerán repetidamente en distintos contextos a lo largo de la novela; otras tres veces, sin ir más lejos, en el capítulo primero). Palabras que habremos de retomar más adelante.

En la entrevista que K. tiene a continuación con el supervisor, este le confirma que, en efecto, está arrestado, pero añade que, al mismo tiempo, nada le impide ir al banco y hacer «vida normal» (de hecho, ahí mismo están los empleados, a quienes por fin reconoce K., esperándolo para acompañarlo hasta su trabajo). Queda K., por tanto, en una situación ambivalente, y en ella permanecerá ya hasta el final. Por cierto, que la entrevista con el supervisor, dentro del constante trasiego de habitaciones en que discurre la mañana, ha tenido lugar en la habitación de la señorita Bürstner, otra huésped de la casa, ausente en esos momentos. Este hecho dará lugar, al final del día y del capítulo, a unas palabras con las que K., en el curso de una conversación que tiene lugar precisamente en la habitación de la mencionada señorita, trata de dar cuenta ante ella de lo sucedido por la mañana, y de las que nos interesa subrayar un sintagma repetido:

Hoy por la mañana, en cierto modo por mi culpa, su habitación ha sido desordenada un poco, lo hizo gente desconocida contra mi voluntad, pero como he dicho por mi culpa.9 [subrayado mío]

La señorita Bürstner incidirá por su parte en la esencial ambivalencia de la situación:

«Sí», dijo K. «¿cree usted que soy inocente?». «¿Bueno, inocente…», dijo la señorita, «no quiero hacer ahora un juicio que quizá tenga graves consecuencias, tampoco lo conozco a usted, pero ha de ser un delincuente importante, al que le echan encima al instante una comisión investigadora. Pero puesto que está libre (…) no puede haber cometido tal delito».10

Luego, cuando le pregunte a K. cómo fue el interrogatorio con el supervisor, este comenzará a representar la escena con sumo cuidado, poniendo así literalmente en práctica aquella voluntad suya de la mañana: «si era una comedia, quería actuar».11

En fin, a nada que se imponga uno la tarea de leerlo con una mínima atención, descubrirá que este primer capítulo de la novela se revela como toda ella, es decir, poco menos que inagotable, tantas cosas han quedado sin comentar aquí. Con el fin de prolongar —fuera ya de los límites de este artículo— dicho comentario, propondremos para terminar esta primera nota un sencillo ejercicio de lectura comparada: leer en paralelo al principio de El proceso el principio de La metamorfosis.

2. La carga de la prueba

Después del arresto, el proceso se manifestará en domingos sucesivos, en el transcurso de vistas e interrogatorios celebrados en muy particulares dependencias del tribunal; con el paso del tiempo, sin embargo, terminará por colonizar la vida entera del acusado. (Indicativo de ello es que K. se convenza en un momento dado de emprender, por recomendación del abogado Huld, la redacción de un memorial sobre su vida, «un trabajo casi interminable», como medio de defensa en el proceso). En efecto, en el segundo párrafo del capítulo VII, leemos: «La idea del proceso ya no lo abandonaba»12, y más adelante, ya en el capítulo VIII, será el mismo K. quien, en una conversación con el abogado Huld a la que habremos de volver, diga: «(…) ahora que el proceso, formalmente en secreto, me viene pisando los talones»13 [subrayado mío]. Debemos a Roberto Calasso un interesante apunte filológico a este pasaje. Advierte Calasso que, en el original, K. emplea una expresión metafórica de uso corriente en alemán que, si bien significa aproximadamente lo que vienen a significar las palabras subrayadas en la traducción castellana y sus equivalentes en otras lenguas, tomada en su literalidad, dice al mismo tiempo algo más. En realidad, si tradujéramos al pie de la letra: «wenn mir jetzt der Prozeß, förmlich im geheimen, immer näher an den Leib rückt», deberíamos escribir algo así como: «ahora que el proceso, formalmente en secreto, se me acerca cada vez más al cuerpo». [subrayados míos]. Y así es como la expresión an den Leib rücken, una metáfora muerta, gastada por el uso, adquiere de pronto nueva vida y lo hace, además, no ya como metáfora sino como descripción literal de lo que está sucediendo.14 La frase, por otra parte, apunta, prefigurándolo, al final de la novela —así como recuerda inevitablemente el procedimiento mediante el cual la máquina de En la colonia penitenciaria hace entrar al reo en el conocimiento de la ley15— y, de paso, tiene la virtud de poner de manifiesto una vez más la importancia del cuerpo en la obra de Kafka. Y es que la atención que este presta a la apariencia, a los gestos, a los movimientos de sus personajes (descritos siempre con asombrosa plasticidad) nos recuerda una y otra vez una obviedad que quizá olvidamos demasiado a menudo, a saber, que somos cuerpos. Como tales, estamos sometidos a la contingencia de la enfermedad, desde luego, pero también —y a ello parece remitir la frase objeto de glosa— a la arbitraria autoridad de la ley y la administración, arbitrariedad contra la que, por otra parte, de nada sirve rebelarse («En la lucha entre el mundo y tú, apoya al mundo», dice una de las meditaciones de Zürau16), por mucho que el rebelarse pueda en el fondo ser también uno de los mandamientos de la ley; pues tampoco puede propiamente decirse que la ley y la administración sean culpables de dicha arbitrariedad, sino que más bien está en su naturaleza el ser esencialmente arbitrarias.

Este proceso ubicuo y omniabarcante tiene además la peculiaridad de ser formalmente secreto —aun para el acusado, según informa Huld— y al mismo tiempo público (todos los personajes que asisten a K. parecen estar mágicamente al tanto del mismo); por otra parte, está sujeto, según se desprende de las confusas noticias que K. va obteniendo al respecto, a una infinita burocracia judicial infinitamente incognoscible17. Fundamental es también la circunstancia de que, subvirtiendo otro principio general del derecho, se invierta en él la carga de la prueba, de manera que no será la acusación la que deba probar la culpabilidad de K. —culpabilidad de la que, en el fondo, todos los personajes que lo asisten parecen estar convencidos de antemano aunque actúen en sentido contrario18— sino que será este quien a lo largo de la novela deba esforzarse por probar su inocencia, con la dificultad añadida de no saber en ningún momento de qué se le acusa, claro. Las explicaciones que tanto Huld como Titorelli tratan de darle sobre la naturaleza del proceso se revelan más bien inútiles, no hacen sino alejar la posibilidad de una aclaración, interponiendo un nuevo obstáculo en el camino de K. hacia el ansiado conocimiento de la ley. Ello no significa que dichas explicaciones, en su prolijidad, sean incoherentes o irracionales: hay una lógica interna, urdida con mano maestra, en los discursos de ambos personajes y también entre esos discursos y otros pasajes de la novela. Cuando Huld se refiere a la hermosura de los acusados, por ejemplo, no está sino amplificando un rasgo del proceso que ha quedado apuntado en el primer capítulo, a saber, aquello de que «las autoridades son atraídas por el delito».19

Los acusados son precisamente los más hermosos. No puede ser la culpa lo que los embellece, pues —debo hablar al menos como abogado— no todos son culpables, tampoco puede ser el justo castigo el que los embellezca ahora, pues no todos serán castigados; o sea, que la razón solo puede estar en el procedimiento levantado contra ellos que, de algún modo, es inherente a su persona (…).20 [subrayado mío]

Resuenan en estas últimas palabras de Huld aquellas otras que Kafka escribiría a su padre unos años más tarde: «(…) yo, el esclavo, tenía que vivir bajo unas leyes que se habían inventado solo para mí (…)».21 Por lo demás, en ellas (a su manera, claro está) parecería estar subyaciendo un hecho consustancial —no menos inquietante por el hecho de ser generalmente dado por supuesto— a cualquier sistema penal, a saber, que por definición toda norma penal es, desde el momento de su promulgación, productora de delitos (y, por tanto, de delincuentes). Siendo así que la norma tipifica en abstracto determinadas conductas (entre nosotros, el empleo de la tercera persona del singular y del presente y aun del futuro de subjuntivo en la tipificación de delitos dan cuenta de la indeterminación inicial del sujeto considerado reo de delito por la propia norma), aparejando a cada una de ellas la pena correspondiente, por su fuerza performativa, estaría de algún modo «transformando por anticipado» —si se me permite la expresión— eventuales acciones futuras en delitos, de manera que, transcurrido el juicio condenatorio correspondiente, consideradas éstas en retrospectiva, es como si desde un principio hubiéramos debido tenerlas por delictivas, pues de alguna manera nacieron fatalmente como tales.22 Bien es cierto que para que una conducta sea finalmente declarada delictiva y, por tanto —siempre que quede probada la autoría—, declarado su autor culpable de haber cometido un delito, debe someterse a un proceso penal con las garantías formales pertinentes. Ahora bien, no se ha de olvidar que las actuaciones de la acusación en un procedimiento penal van precisamente dirigidas a hacer encajar la conducta concreta sometida a juicio en el tipo general, abstracto, descrito en la norma y, a la inversa, a hacer que este tome cuerpo en aquélla. Y es que toda ley se levanta sobre una tremenda paradoja: la de expresarse necesariamente por medio de enunciados impersonales para aplicarse sin embargo a individuos con nombre y apellido a quienes desconoce.23 ¿No será la tan traída presunción de inocencia un hallazgo de la mala conciencia del legislador, al cual no se le escapa en el fondo la realidad de este hecho?


Notas

(1) Kafka, Franz: El proceso (edición de Isabel Hernández), Cátedra, Madrid, 2006.

(2) El término lo emplea, referido al narrador de La transformación, Pietro Citati en Kafka, Acantilado, Barcelona, 2012.

(3) Entre otras, en El desaparecido, «La condena», El Castillo, La transformación.

(4) Kafka, Franz, Op. cit., p.65.

(5) «Einsenhower y la moral ecuménica» en Babel contra Babel, Debate, Barcelona, 2016, p. 179.

(6) «Kafkianas son las situaciones en las que tenemos todos los detalles pero no comprendemos el sentido» (Reiner Stach, biógrafo de Kafka, en una entrevista en El Mundo de noviembre de 2016).

(7) Vid. Stach, Reiner: Kafka, Acantilado, Barcelona, 2016, p. 1379.

(8) Kafka, Franz: Op. cit., p. 70.

(9) Kafka, Franz: Op. cit., p.86.

(10) Ibidem, p. 88.

(11) Para una aproximación al proceso de la novela como representación, véase «Tres novelas que cambiaron el mundo. Franz Kafka» de Félix de Azúa, en Lecturas compulsivas, Anagrama, Barcelona, 2003, pp. 91—94.

(12) Kafka, Franz: Op. cit., p.168.

(13) Kafka, Franz: Op. cit., p.237.

(14) Calasso, Roberto: K., Adelphi, Milán, 2002, p. 275.

(15) Vid. Kafka, Franz: «En la colonia penitenciaria», en La transformación y otros relatos, Cátedra, Madrid, 2013.

(16) Kafka, Franz: Cuadernos en octavo, Alianza, Madrid, 1999, p. 138.

(17) Dado que el proceso nunca podrá llegar a su instancia suprema y se plantea, por tanto, como infinito o inacabable, algunos han visto en consecuencia lógico el hecho de que la novela esté inacabada. Así, por ejemplo, Max Brod y también Jorge Luis Borges, que extiende el razonamiento a las otras dos novelas inacabadas de Kafka.

(18) «(…) contra este tribunal no puede uno defenderse, hay que confesar. Así que confiese en la próxima ocasión. solo entonces está dada la posibilidad de escapar, solo entonces», dirá a este respecto Leni, la enfermera de Huld (p. 164).

(19) Fenómeno que explicaría, por otra parte, el comportamiento de Leni con los acusados.

(20) Kafka, Franz: Op. cit., p.235.

(21) Kafka, Franz: Carta al padre y otros escritos, Alianza, Madrid, 2014, p. 38. Se trata solo de uno de los múltiples casos en los que la lectura de la Carta al padre puede resultar iluminadora respecto a la de El proceso.

(22) A este respecto, no puede propiamente decirse que a un acusado declarado inocente al final de un proceso penal se le haya hecho justicia. Lo cierto es que resultar absuelto equivale más bien a escapar de la acción de la justicia. Para una fundamentación de esta observación, vid., Sánchez Ferlosio, Rafael: La hija de la guerra y la madre de la patria, Destino, Barcelona, 2005, p. 161.

(23) En este sentido, nótese el carácter anfibológico del sintagma empleado como título para el presente artículo.

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Un comentario

  1. Interesante artículo. Yo ya me planteé cosas similares pero menos profundas al leer a Kafka.

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