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Hipnosis

Hipnosis
Hipnosis. Imagen: Sideral.

Vera (Asta Kamma August) y André (Herbert Nordrum) conforman una pareja escandinava de treintañeros asociada sentimental y laboralmente. Ambos son los ideólogos de una ambiciosa startup, bautizada Epione en honor a la diosa griega de la medicina, cuyo proyecto estrella es el desarrollo de una app, centrada en la salud y el bienestar femenino, que consideran potencialmente viable a nivel mundial. La gran oportunidad para sacar adelante dicha empresa se les presenta tras ser seleccionados como participantes en un congreso de posibles inversores. Una reunión que estará precedida por un fin de semana junto a otros entrepreneurs, y bajo la supervisión de un reconocido gurú y coach empresarial, Julian (David Fukamachi Regnfors), que tratara de educarlos en el modo más eficiente de realizar el pitch de su propuesta ante los posibles mecenas. Poco antes del evento, Vera decide someterse a una terapia de hipnosis para dejar de fumar. Pero tras asistir a su primera sesión algo cambia en ella.

Existe una sensación con la que la ficción ha comenzado a juguetear recientemente de una manera especial: la incomodidad. Es cierto que lo incómodo lleva siglos siendo utilizado como cimiento para construir la comedia a su alrededor. Pero también es verdad que el enfoque con el que se suelen abordar estos eventos engorrosos se acomoda tradicionalmente cerca de lo hiperbólico, de la astracanada pasada de vueltas, de la bufonada extrema o de los equívocos improbables. De situaciones que resultan descacharrantes porque las interpretamos como ajenas y fantasiosas más allá del guion cinematográfico o televisivo. Y porque las ubicamos en un mundo que se parece al nuestro pero da pistas de ser un teatrillo distinto, uno que tiene sus propias normas y códigos a la hora de ejecutar el chiste.

Ese no es el tipo de incomodidad que algunos autores están tanteando ahora. Frente a la exageración circense, la nueva corriente es mucho más sutil, y bastante más afilada. En contraposición a la carcajada provocada por las extravagancias fuera de lugar de un personaje descerebrado, esta perspectiva moderna apuesta por la sonrisa incómoda nacida ante algo que no debería ocurrir en un escenario aceptado de antemano por la sociedad. O lo inevitablemente gracioso de alterar el orden en aquellos entornos que nos han vendido como habituales y civilizados, pero que en realidad resultan ridículos cuando uno se para a pensarlo con calma. Si el lector se ha sentido morir un poco por dentro tras leer las palabras «startup», «app», «entrepreneurs», «pitch» y «coach» apiladas en el primer párrafo de esta reseña, es probable que ya tenga claro a qué tipo de situaciones absurdas contemporáneas estamos apuntando, tanto nosotros con este mismo texto, como Ernst De Geer con Hipnosis, su ópera prima como director. 

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Hipnosis. Imagen: Sideral.

Tras la reunión con su hipnoterapeuta, algún tipo de interruptor parece haberse activado de manera inesperada en la cabeza de Vera. Durante las horas posteriores, en el marco de la respetable reunión de prometedores empresarios y en el momento más importante para encarrilar su futuro, la mujer comienza a exhibir un comportamiento extraño, desinhibido y anárquico en sociedad. Una actitud kamikaze que es recibida por André con incomprensión en un principio, y con auténtica desesperación a la larga. En cambio, algunas personas de su alrededor, entre quienes figura el respetado mentor que orquesta el encuentro empresarial, interpretan las excentricidades de Vera como si fueran una virtud, alabando su naturalidad y su absoluta carencia de complejos.

El sentimiento del que realmente estamos hablando aquí es la incomodidad cotidiana. La misma con la que han experimentado creadores como Ruben Östlund en el film The square, Juan Cavestany y Álvaro Fernández Armero en la serie Vergüenza, la realizadora alemana Maren Ade con su película Toni Erdmann, o incluso los chalados de Venga Monjas junto a Raúl Cimas en disparates como ese episodio del falso reportaje Coneix la teva ciudad que degeneraba en la situación más embarazosa posible en el momento menos adecuado. Todos ellos conforman un movimiento sorprendente, interesante y espontáneo, un auténtico elogio del sonrojo que parece poseer carácter generacional y que no entiende de barreras geográficas. Porque el bochorno siempre ha sido universal, pero hasta ahora no había gozado de tanta gente dispuesta a celebrarlo, y a transformarlo en un retorcido estilo de arte. 

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Hipnosis. Imagen: Sideral.

Al concebir su debut en el largometraje, De Geer elaboró junto a Mads Stegger el guión de Hipnosis inspirándose en la vergüenza ajena que ambos habían observado anidada y latente en el núcleo de diversos tipos de interacciones sociales. Una sensación que decidieron utilizar como arma para ensamblar su propia sátira, construyendo una película que, a medida que la trama avanza, se demuestra más inteligente y certera en su propósito de dinamitar ciertas convenciones y demostrar que bajo cada una de ellas tan solo habita el absurdo.

De entrada, el título del film es una jugarreta avispada, una treta que oculta la verdadera naturaleza de todo aquello que está ocurriendo en la pantalla y causando que la audiencia se remueva inquieta en las butacas. Y el escenario elegido es ideal, porque una pequeña junta de emprendedores y maestros del marketing supone un ecosistema conscientemente falso, donde todas las apariencias caminan por delante de las ideas y donde hay que fingir que lees a Fukuyama aunque sus libros te parezcan un auténtico coñazo. O el lugar más aterrador posible de nuestro mundo moderno: un espacio donde todos pretenden ser lo que no son para poder venderse mejor. El propio largometraje arranca de una manera fabulosa y brillante, con un relato de Vera tremendamente personal e íntimo que se descubre, segundos después, como una confesión completamente artificial, guionizada y cronometrada para causar buena impresión ante los posibles oyentes.

Hipnosis
Hipnosis. Imagen: Sideral.

Hipnosis sabe aplicar todo lo anterior para convertir el caos en una declaración de intenciones. La espiral de disparates en la que alegremente se sumerge Vera, una mujer sometida al escrutinio de su madre y a la sumisión en su trabajo, funciona en realidad como una herramienta para agujerear a lo bestia el concepto contemporáneo de la zona de confort. Para cuestionar de manera astuta temas como las expectativas no alcanzadas, la conciencia del primer mundo, la pretenciosidad corporativista, la necesidad de aparentar para sentirse validado o el despertar feminista como excusa para desarrollar una aplicación informática que esquilmará a sus usuarias con funciones de pago. Y todo ello a través de un personaje que el noventa por ciento del tiempo que aparece en pantalla parece estar ido de la puta cabeza. Probablemente, el mayor logro del guion sea su habilidad para arrastrar al público a través de las dos orillas de la historia: resulta fácil, y muy comprensible, identificarse con el estupor y la rabia de André al contemplar cómo su pareja parece haber perdido definitivamente los papeles al arrojarse al suicidio social. Porque la sensatez siempre trata de encontrar algún tipo de justificación extraordinaria ante este tipo de anomalías inimaginables. Pero a medida que se desenvuelve la historia, y especialmente cuando el hombre comienza a perpetrar acciones moralmente cuestionables, las simpatías del público comienzan a virar de manera inevitable hacia el extremo opuesto, hacia la paulatina comprensión y el disfrute de las travesuras ejecutadas por Vera.

La puesta en escena de De Geer es limpia a la hora de transitar entre habitaciones de hotel, salas de conferencias llenas de gente ahostiable y cafeterías convertidas en terreno para improvisadas reuniones de negocios. Y las interpretaciones de Asta Kamma y Herbert como la pareja protagonista resultan fabulosas. La primera aseguraba haber leído el libreto unas veinte o treinta veces durante la preproducción, fascinada por cómo la historia se le deslizaba en el subconsciente, y confesaba que una parte importante de su trabajo a la hora de rodar dependió de su capacidad para improvisar en el set. Y el segundo es capaz de transmitir con una pasmosa facilidad el desconcierto y la ofuscación de alguien incapaz de comprender por qué todo su mundo se está derrumbando de repente.  

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Hipnosis. Imagen: Sideral.

A Hipnosis se la ha comparado con el cine de Michael Haneke o de Lars von Trier, pero en realidad no tiene tanto que ver con ellos como con el nuevo género de incomodidad cotidiana al que apuntábamos al principio de este texto. Tras su proyección en la quincuagésimo séptima edición del Karlovy Vary international film festival (donde fue distinguida con el galardón al mejor actor, con el premio FIPRESCI y con el Europa cinemas label), el público abandonó la sala dividido entre quienes consideraban la cinta de De Geer como una ácida genialidad cómica, y quienes confesaban haberse sentido desubicados y muy intranquilos contemplando sus noventa y ocho minutos de metraje. Ambos bandos tenían razón, pero lo más importante es que, muy probablemente, todos aquellos espectadores continuaron rumiando la película varias horas y días más tarde.

Los minutos finales de Hipnosis son una maravilla. Una revelación ante un espejo donde todo encaja. Un descubrimiento que desemboca en una escena de auto humillación, grotesca y delirante, como redención tras entender lo qué está pasando: que solo ha existido una única persona cuerda en toda esta función, aquella que había dado menos señales de estarlo.

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Un comentario

  1. Para mí es como esa dieta que todos intentamos seguir, pero luego llega el fin de semana y te das cuenta de que el helado y las expectativas sociales son más fuertes que tu voluntad. La película aborda lo que todos hemos sentido en algún momento: ese dilema entre lo que realmente quieres hacer y lo que la sociedad dice que deberías hacer. Es como si tus deseos fueran la pizza y las normas sociales la ensalada; sabes que la ensalada es «correcta», pero ¿quién puede resistirse a la pizza? Yoooo noooo

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