Fueron cientos de días. O, lo que más preciso, cientos de noches en las que The Blitz cayó sobre Londres. El Blitz fue la campaña de bombardeos alemanes contra el Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial, la batalla relámpago que Hitler ideó a medida para los ingleses (y que no resultaría ni tan rápida ni tan efectiva como él había previsto). Tras aplastar a Francia, los Países Bajos y los escandinavos, apuntó a la isla.
Los inviernos siempre fueron difíciles en Inglaterra. Ninguno como ese verano atroz que comenzó en julio de 1940 y al que nos asomamos a través de la mirada singular que Virginia Woolf dejó plasmada en su Diario.
Todo había empezado mucho antes, aunque pocos pudieron ver lo que se venía. La Gran Guerra fue un anticipo: en 1918 se empezó a gestar su continuidad y los años treinta fueron la confirmación. Hitler había estado armando un plan para Alemania, para Europa y para sí mismo que terminó de hacerse evidente sobre el fin de la década.
Septiembre de 1939
Virginia y Leonard Woolf están instalados en Monk’s House, su vieja casa de madera en Rodmell, una villa al sur, muy cerca del canal de la Mancha, que era su habitual refugio campestre cuando el ajetreo de Londres se volvía demasiado intenso para «los nervios» de Virginia.
Allí está el matrimonio cuando llegan noticias a través de la radio: Hitler ha invadido Polonia.
«Ese loco del bigotito» lo ha hecho. La amenaza de guerra está ahí, balanceándose como una espada sobre la cabeza de Europa. ¿Qué hará Chamberlain? Virginia y Leonard conversan, se preguntan y discuten cada día. Ella apuesta por una salida pacifista, él condena la actitud dilatoria del primer ministro.
A las 11:15 de la mañana del 3 de septiembre de 1939 una voz grave inunda el aire con las ondas de la BBC: Reino Unido le ha declarado la guerra a Alemania y envía a su fuerza expedicionaria a territorio francés.
«Supongo que esta es nuestra última hora de paz», escribe Virginia. Después va en coche hasta la vecina localidad de Lewes por la compra y es una más en ese torbellino de gente agolpada en las tiendas para abastecerse de comestibles. También hará falta material para oscurecer las ventanas: las casas iluminadas pueden ser un blanco fácil durante un previsible ataque aéreo. ¿Cómo habrá sido para los habitantes de Varsovia la incesante caída de las bombas sobre ellos y sus casas y sus calles? El mundo está en guerra, su país está en guerra y Virginia ya no puede pensar con claridad: «No sé por qué escribo esto. O qué siento, o debo sentir».
Aunque el cielo está libre de aviones, suena cada tanto la alarma antiaérea y los ciudadanos hacen simulacros de evacuación. En Londres el miedo es aún mayor y sus habitantes —los que pueden permitírselo, como los Woolf— empiezan a dejar sus casas y sus trabajos para buscar refugio en el campo. Unos días después, Leonard y Virginia van a la capital para organizar la mudanza —se quedarían en Monk’s House definitivamente— y encuentran una ciudad vacía. Oscura y medieval. Cargan todo lo necesario y ponen llave a su casa y a la imprenta. Compran lo que pueden porque ha empezado el racionamiento: azúcar, manteca, papel y combustible se consiguen de vez en cuando y en pocas cantidades.
La guerra es omnipresente pero, por ahora, sigue siendo un telón de fondo para los ciudadanos ingleses que pueden darse el lujo de vivir en una normal cotidianeidad que a Virginia se le antoja como una especie de belleza «etérea, irreal, vacía». Día a día sigue las alternativas de una guerra que no termina de estallar.
En la frontera entre Francia y Bélgica, los soldados esperan: entrenan, juegan al fútbol, ven espectáculos, fuman y se burlan de los alemanes que nunca llegan. No hay novedades en el frente. En Inglaterra, la falta de acción hace creer a algunos que la peor amenaza ya ha pasado, pero Virginia deja caer en el diario el peso oscuro de sus presagios. Durante la primavera los ingleses serán «acarreados al altar del sacrificio», las bombas caerán sobre su jardín, aplastarán sus flores.
La primavera de 1940
Pasó el otoño, llegó el invierno, 1939 se terminó y todo siguió igual hasta la primavera. En abril los alemanes entraron a Noruega y Dinamarca, en mayo a Bélgica, Holanda, Luxemburgo y en cuestión de días estuvieron en Francia. Miles de jardines arrasados, ¿cuánto faltaba para que el presagio de Virginia se hiciera realidad?
De pronto, el diario de escritora que Virginia Woolf venía llevando desde hacía veinticinco años se convirtió en un diario de guerra. Un parte privado lleno de desesperación y melancolía, con la mirada atenta sobre «la circunferencia». Así llamaba a la guerra.
Lo primero fue consignar los detalles de «la batalla más grande de la historia», una que se libró en los pasillos de palacio de Londres y que terminó con la renuncia de Chamberlain y el ascenso de Churchill el mismo día de mayo en que Hitler puso en marcha la Blitzkrieg, la guerra relámpago con la que, en apenas semanas, dejó al resto de los aliados de rodillas y a los ingleses cercados en una playa al borde del canal. Es «la peor semana de la guerra». Solo hasta entonces.
Virginia no puede hacer otra cosa que pegarse a la radio. Sigue cada batalla, cada capitulación, los rumores de espías disfrazados de monjas, el temor constante a la llegada de los paracaidistas alemanes que han quedado a un canal de distancia para invadirlos.
No hay lugar para la lectura y la escritura, solo hartazgo y horror. También algo de aburrimiento en aquel lugar que no es Londres. Consigna en su diario:
31 de mayo: Día clave en Dunkerque.
3 de junio: Muchos jóvenes de la villa debían de estar siendo evacuados en estos momentos.
7 de junio: Discutimos seriamente la cuestión del suicidio.
9 de junio: La capitulación significaría entregar a todos los judíos. Campos de concentración. De modo que a nuestro garaje.
10 de junio: Nuestras tropas abandonan Noruega.
11 de junio: Hoy o ayer, Italia ha entrado en la guerra.
12 de junio: Malas noticias. Los franceses se baten en retirada.
14 de junio: París en manos de los alemanes.
Mientras Europa cae a su alrededor, dice Virginia, los alemanes avanzan «frescos, ágiles, juveniles, inventivos». Para Hitler todo ha sido mejor y más rápido de lo esperado. Con la torre Eiffel a sus espaldas mira hacia el norte convencido de que el Reino Unido está de rodillas y que es el momento de planificar la invasión. Después de todo, no hace falta más que atravesar un canal. La máquina de guerra alemana ha demostrado ser imparable y Churchill se ha quedado solo. En cuanto comiencen los bombardeos, los británicos se pondrán en su contra: nadie querrá sangre, sudor y lágrimas.
En el diario de Virginia las palabras del primer ministro se mezclan con los manzanos en flor de su jardín, amenazados, los intercambios de ideas con su esposo, su pacifismo cada vez menos convincente y la garantía de Leonard de que en el garaje tienen suficiente combustible como para suicidarse. Si llegan los alemanes, dejarán el automóvil encendido hasta morir asfixiados.
Aun así, no se resigna.
«Si Hitler nos invade, los judíos aniquilados. ¿A qué esperar? No, no quiero que el garaje vea mi final. Deseo diez años más, y escribir el libro que como de costumbre se clava en mi cerebro».
Diez meses antes de llenar su abrigo con piedras y sumergirse en un río para siempre, Virginia pedía diez años más.
El verano de 1940
La Luftwaffe es famosa y temible. La fuerza aérea más poderosa que se haya conocido, la misma que asoló Polonia, es una amenaza real para los británicos que siguen las alternativas de una guerra que parece perdida desde el comienzo.
Inglaterra, sin embargo, no está dispuesta a ceder. Después de un rescate épico de más de trescientos mil soldados en Dunkerque, Churchill convenció a los británicos de que habían hecho algo increíble, azuzó en ellos la amenaza de invasión, anticipó una batalla y le puso nombre aún antes de tener lugar:
«Lo que el general Weygand llamó la Batalla de Francia ha terminado. Espero que la Batalla de Gran Bretaña esté a punto de comenzar. De esta batalla depende la supervivencia de la civilización cristiana. De ella depende nuestra propia vida británica y la larga continuidad de nuestras instituciones y nuestro imperio. Toda la furia y el poder del enemigo deben volverse muy pronto contra nosotros. Hitler sabe que tendrá que derrotarnos en esta isla o perderá la guerra. Si podemos hacerle frente, toda Europa puede ser libre y la vida del mundo puede avanzar hacia tierras altas amplias e iluminadas por el sol».
Del otro lado, el general Hermann Göring, comandante en jefe de la Luftwaffe, le aseguró a su amigo personal Adolf Hitler que en no más de cuatro semanas la fuerza aérea británica estaría destruida y el paso por el canal asegurado. El Führer se fue exultante a los Alpes.
Mientras Virginia seguía las alternativas de la guerra por la radio y las apuntaba por escrito, el cielo comenzó a enrarecerse. Literalmente. La invasión alemana era inminente y, aunque Churchill aseguraba una y otra vez que la repelerían, los Woolf y sus amigos intercambiaban prescripciones de venenos pensando en el suicidio.
El gobierno y la radio no hacían más que forjar héroes y mártires, pero para Virginia aquello era un sinsentido. ¿Qué tenían para decirle a cada soldado común y corriente que había vivido el horror? ¿Qué le dirían a Harry West, el hermano de su encargada, que había llegado de Dunkerque hecho trizas? ¿Qué tenían que ver el pobre Harry y tantos otros con ese artificio patriotero que cada noche montaba la BBC?
Los meses que siguieron estuvieron marcados por el paso de los aviones alemanes sobre ellos, por la calma tensa y el temblor de las paredes, por el compás de los bombardeos. Primero, el aullido de las sirenas; después, el zumbido de las bombas. Cada día esperando «nuestro raid».
«Hoy se acercaron mucho. El sonido era como el de alguien serruchando en el aire justo por encima de nosotros. Permanecimos acostados, boca abajo, con las manos detrás de la cabeza. No aprietes tus dientes, dijo Leonard».
Contra sus propias convicciones de rechazo al patriotismo exaltado, cada vez que veía un avión británico surcando el cielo, no podía más que desearle suerte. Virginia, Leonard y cada uno de los ingleses sabía que, por más horrible que fuera esa batalla, si no tenían éxito, lo siguiente sería soportar la invasión y las esvásticas flameando en lo alto.
«Los alemanes pasaron por encima de esta casa anoche y la noche anterior. Aquí están de nuevo. Es una experiencia extraña estar tumbada en la oscuridad y oír el zumbido de un abejorro que puede mandarte al otro mundo en cualquier momento».
Los primeros objetivos alemanes estuvieron al sur, justo donde estaban ellos, para destruir los radares, los hangares, las pistas de aterrizaje y así despejar el paso del canal. La fuerza aérea británica resistió y entonces se concentraron en la capital. Entre el 7 de septiembre y el 2 de noviembre los alemanes bombardearon Londres cada noche. Si la invasión no era posible, quedaba la destrucción. Cincuenta y siete noches. Pero eso es solo un número, hay que hacer el esfuerzo de imaginar cada una de ellas, cada una de las horas de esas noches en el silencio de la espera y el estruendo y la muerte después.
Virginia pensaba una y otra vez en los que se habían quedado en Londres, sentía la presencia constante de los aviones sobre ellos.
29 de septiembre: Una bomba cayó tan cerca que maldije a Leonard por dar un ventanazo.
2 de octubre: ¿Debería pensar en la muerte?
9 de octubre: Un avión cayó dejando caer su fruta. No quiero morir aún.
Cuando los Woolf fueron a Londres encontraron escombros y destrucción. Virginia repasó en sus diarios, en un estilo casi telegráfico, la dimensión del daño. Y, aun así, vio una ciudad elevada: «Londres se veía alegre y esperanzada, portando sus heridas como estrellas». Y sin embargo, de su casa de Mecklenburg Square no quedaba nada: los pisos tercero y cuarto, inhabitables, las bibliotecas arrancadas de las paredes y los libros en el piso entre yeso y escombros, el cielo raso derrumbado, desde la planta baja podían verse los gorriones revoloteando entre las vigas, el espacio que había ocupado la imprenta era desalentador, caía la lluvia entre las máquinas y las viejas tuberías estalladas mandaban cataratas hacia los pisos inferiores. Pero no era para llorar, había muchos otros que habían perdido todo. Sin casas, sin alternativas, sin nada.
Y, para colmo, el mal tiempo. El otoño y el invierno llegaron para confirmar a cada ciudadano inglés que estaban transitando apenas el comienzo de una guerra larga y dolorosa. Durante meses, los bombardeos siguieron sobre las ciudades inglesas: Birmingham, Liverpool, Plymouth, Bristol, Glasgow, Southampton, Portsmouth, Hull. Con ninguna se ensañaron tanto como con Londres, la Londres de Virginia.
«¿Por qué siempre dramatizo Londres? Cuando veo un gran destrozo, como una caja de fósforos aplastada donde se erguía una casa antigua, saludo con mi mano a Londres».
Virginia Woolf se mató el 28 de marzo de 1941. No vio el fin de aquello y sin embargo, antes de irse, dejó «Pensamientos de paz durante una incursión aérea», un texto breve en el que reflexiona, en clave pacifista y feminista, bajo el estruendo de los aviones.
«No hay ninguna mujer en el Gobierno; ni en ningún puesto de responsabilidad. Todos los creadores de ideas que están en posición de llevarlas a la práctica son hombres. Este es un pensamiento que ahoga al pensamiento y da fuerza a la irresponsabilidad. ¿Por qué entonces no esconder la cabeza debajo de la almohada, cerrar los oídos y cesar en la actividad fútil de crear ideas? Pues porque existen otras mesas además de las mesas militares y las mesas de las conferencias».
Y allí estaba la mesa de operaciones de Virginia Woolf, en su cuarto propio, sobre su escritorio, con una pluma y un papel.
Muy buen e interesante artículo, enhorabuena a la autora!!!
Magnífico texto.
Desconocía el peso de la guerra en el ánimo de alguien tan sensible como Wolf. El texto es mesmerizante, sabe transmitir bien la espera y el miedo. Enhorabuena.
Muy bien, Andrea, aunque hay que decir que Glasgow es una ciudad de Escocia, no ya Inglaterra.
En todo caso, una anécdota un tanto personal. La primera redada alemana contra el Reino Unido fue en Octubre del 39 en esos meses de lo que se llamaba «the phony war» / «la guerra falsa» cuando varios aviones alemanes se vinieron a bombardear la base naval de Rosyth, a media hora de Edimburgo. Como soy de una zona de las afueras de Edimburgo al lado al mar, conozco la historia como mucha gente de allí. y es conocido como the Battle of the River Forth.
El abuelo de un vecino mío los vio pasar por encima y se cayó de las escaleras donde estaba subido arreglando la algo en la fachada de su casa, como algo de una comedia de Ealing. Mi propia abuela estaba tendiendo la colada en el jardín y les saludaba con las mano, los tomó por aviones del RAF.
Fueron derribados en the Firth of Forth (Fiordo del Forth) y los cuerpos de los fallecidos fueron guardados en la iglesia de St Phillips, en Joppa, la parroquia de mi infancia. En camino al entierro, sus ataúdes fueron envueltas en banderas Nazis y subieron por coche por una calle muy significante de mi infancia hasta el cementerio de Portobello, donde sus tumbas siguen hasta día de hoy. La calle estaba llena de gente, de curiosos, hay fotos de aquello.
Ver las fotos de toda la gente en la calle, además, en esa calle, con aquellas ataúdes en banderas Nazi me produce una especie confusión y shock hasta día de hoy.
Fui a buscar sus tumbas en el cementerio de Portobello hace unos años en un día soleado de verano. Eran chavales jóvenes de veinte pocos años, aquellos alemanes aviadores derribados.
Lo llamativo, además, es que se les dispensaba un trato digamos «deportivo», con un entierro digno y con todos los honores. No duraría eso mucho supongo, eran los primeros meses de la guerra y la gente seguía pensando en las guerras con las reglas más o menos respetuosas con el enemigo del pasado…