El acercamiento a la historia siempre despierta dos interpretaciones que no necesariamente se oponen, la accidental y la determinista. Es frecuente que el lector busque la explicación a sus dramas actuales rastreando argumentos, retorciéndolos también, en el pasado. Otras veces produce vértigo pensar en lo distinto que podría haber sido todo por pequeños detalles. Por ejemplo, la madrugada del 18 de julio de 1936, el remolcador España II que llevaba a Franco hacia el Dragon Rapide estuvo a tiro de guardias civiles y guardias de asalto que no se habían sumado al golpe. Pudieron cargárselo allí mismo, pero no lo hicieron. El resultado fue el que fue, pero ¿no podría haber sido incluso peor? Pues también. Toda conclusión que parte de una premisa falsa es siempre verdadera.
Todos los dictadores, sátrapas y asesinos en serie tienen un momento así, en el que alguien pudo haber «solucionado el problema». Sin embargo, el pasado puede estar sujeto a las decisiones de los líderes, pero también lo está a las condiciones que determinan esas decisiones. La interpretación de ambas, una vez acotados los hechos constatados, no es más que el debido estudio de la historia, pero también puede ser, dicho mal y pronto, un auténtico desparrame. Nada pudo condicionar la vida de más gente durante el siglo XX que la aparición de la URSS, pero su gestación fue una operación del Ministerio de Exteriores alemán, que envió allí a Lenin desde su exilio suizo. ¿Fue accidental entonces? Sí y no, también se dieron unas condiciones que auparon las tesis de Lenin.
Igual que ocurre ahora, que Moscú ha fomentado en la medida de sus posibilidades tanto el independentismo catalán como la extrema derecha española, desestabilizar a los enemigos apoyando a sus salvapatrias es más viejo que la tos. Eso es lo que ocurrió en 1917. Lenin estaba exiliado en Suiza cuando estalló la revolución en Petrogrado, y el zar, Nicolás II, se vio obligado a abdicar. Era su sueño, llevaba veinte años esperando ese día, pero el Reino Unido y Francia no estaban dispuestos a que volviera. Estaba en contra de la guerra y la Entente necesitaba a Rusia en el frente oriental.
Toda la inteligencia de franceses y británicos estaba atenta a las intrigas palaciegas rusas, pues se sospechaba que la emperatriz, Alejandra (Alix de Hesse-Darmstadt de nacimiento), era germanófila, así como el pueblo judío ruso, que, paradójicamente —a la vista de lo que ocurriría quince años después—, tenía esa tendencia. Y sobre todo no le quitaban ojo a los rojos, en general, obsesionados con la paz en el mundo.
El error en este caso es pensar que Lenin era pacifista. Por la paz, en términos genéricos, estaban muchos socialistas europeos y rusos, pero él los despreciaba a todos. Eran posiblemente lo que más odiaba del mundo, le hacían encolerizar. Porque Lenin no quería ni la guerra mundial ni la paz, él quería la guerra civil y la quería en todo el mundo. No es una exageración, son sus propias palabras.
Eso era música para los oídos alemanes y centraron sus esfuerzos en convencerle de que ellos lo ayudarían a regresar a su país. Si lograban que Moscú se retirase de la contienda y se perdiera en una crisis revolucionaria, podrían concentrar todas sus fuerzas en un solo frente. Fue una negociación dura, porque Lenin no quería ser visto como un traidor que confraternizaba con un enemigo que estaba matando a miles de rusos, pero se impuso el pragmatismo del líder del bolchevismo. El 9 de abril partió de Zúrich y tardó ocho días en llegar a Petrogrado.
Un libro excelente cuenta este periplo: El tren de Lenin (Crítica, 2018), de Catherine Merridale. Y también hay una película italiana homónima de 1988 con Ben Kingsley interpretando al revolucionario. Su especialidad, porque también había hecho de Gandhi en 1982.
Lo más importante es lo menos melodramático políticamente de toda la historia. El invierno de 1916-1917 fue terrible para los rusos, hubo una carestía de alimentos y una inflación insoportables. Los trabajadores, famélicos, tenían que hacer largas horas de cola para conseguir alimentos y luego se partían el lomo a temperaturas árticas, más frías de lo normal. Ese fue el gran condicionante.
Estaba todo el mundo tan harto que, en una huelga en la Renault, los soldados que tenían que dispersar a los obreros volvieron las armas contra sus oficiales. La situación estaba muy viciada y, lo nunca visto, los militares pedían el traslado al frente, donde al menos sabían quién era el enemigo.
Es curioso que todo comenzara el Día Internacional de la Mujer, el 23 de febrero, fiesta que había importado Clara Zetkin. Las mujeres de las fábricas de algodón de Víborg organizaron asambleas que prendieron y se transformaron en una manifestación masiva. Los cosacos fueron a hacerles frente, pero se negaron a blandir los sables. La gente empezó a saquear panaderías y, en pocas horas, había doscientas mil personas en la calle protestando. Los cosacos, de nuevo, cargaron contra la policía en lugar de contra los manifestantes.
Los líderes de la izquierda dieron la orden de retirarse a los trabajadores, pero estos hicieron caso omiso, y se les unieron guarniciones militares. Se ocupó la Duma y se trató de establecer un Gobierno provisional. Entre los nuevos nombres destacaba el de Kérenski, un líder que, como Lenin, tampoco era muy espectacular físicamente. Le acababan de extirpar un riñón y tenía cierta querencia por alternar cocaína y morfina. Este nuevo liderazgo lo cambiaba todo, pero mantuvo los compromisos de guerra. «¡Es sencillamente una mierda! Repito: ¡una mierda!», exclamó Lenin al enterarse de que llevarían esta línea.
El jefe del M16 en Petrogrado, Samuel Hoare, escribió a Londres: «Probablemente sea correcto decir que una gran mayoría de la población civil de Rusia está a favor de la paz. Las condiciones de vida se han hecho tan insoportables, las bajas rusas han sido tan elevadas, las edades y las clases de los individuos obligados a prestar servicio militar se han extendido tanto, la desorganización y la falta de confianza en el Gobierno se han hecho tan evidentes que no sería una sorpresa que la mayoría de la gente corriente se aferrara a cualquier acuerdo de paz».
En 1916 hubo doscientas cuarenta y tres huelgas. Solo en enero y febrero del 17, más de mil. Nada de eso se le escapó a los alemanes, que empezaron a destinar fondos a la propaganda subversiva y revolucionaria en Rusia. Se calcula que en 1917 el Ministerio de Exteriores alemán gastaba trescientos ochenta y dos millones de marcos en esta partida. Era una idea peligrosa, en Alemania también había una izquierda fuerte, pero era demasiado tentadora a la vista de los acontecimientos. Los británicos tuvieron que crear una oficina para emitir también su propaganda y compensar los estragos que les estaba causando el pacifismo.
El enlace con Lenin y el Gobierno del káiser iba a ser Aleksandr Parvus, por cuyo piso franco en Múnich pasaban todos los que salían de Rusia. Bien considerado por Trotski y los bolcheviques por la contundencia de sus ideas, Parvus estaba metido en tantos manejos del exilio, movimientos ocultos de fondos estatales y conspiraciones, por no mencionar el robo de derechos de autor de escritores rusos, que «irremediablemente» se enriqueció. Y allá donde iba para urdir sus planes siempre se le veía acompañado de rubias y desayunando champán.
En Suiza no todos eran como Lenin, que estaba deseoso de pasar a la acción. El resto de exiliados pensaba que Rusia no estaba lista para la revolución, o que no se podía hacer nada con Alemania porque el káiser no era distinto al zar, y entre tanto, se pasaban la vida en los cafés. Por ahí circulaban también Stefan Zweig, James Joyce, Albert Einstein y Erich Maria Remarque. El propio Lenin le dijo por escrito a su madre que en Zúrich se dedicaba a «caminar, nadar y holgazanear», pero también estuvo encerrado en la biblioteca trabajando sin descanso en sus ideas y tesis —por sus notas se sabe que leyó ciento cuarenta y ocho libros y doscientos treinta y dos artículos—, y buscando formas para volver como un gato encerrado.
Sus discípulos, al conocerle, se quedaban alucinados. No esperaban que el mayor revolucionario del momento tuviese aspecto de «tendero de provincias», como escribió el rumano Valeriu Marcu. Era un hombre menudo y calvo, pero, ante todo, apostaba por una idea: la violencia. No concebía que las clases oprimidas pudieran liberarse sin ejercerla, tenían que luchar por aprender el uso de las armas. Como se ha dicho, no quería ni la paz ni la guerra, sino la guerra civil en todo el mundo: «la transformación de la guerra imperialista actual en una guerra civil es la única consigna política correcta […] consideramos la guerra civil, plenamente legítima, progresista y necesaria […] la vida avanza hacia una guerra civil en Europa». Estaba obcecado.
Quería destruir la maquinaria que causaba las guerras, le daba igual la izquierda y sus avances, todos eran unos traidores. Llegado el momento, los socialdemócratas, el SPD alemán y los laboristas británicos se habían puesto del lado de sus Estados-nación, del «nacionalismo chovinista-burgués», y se habían lanzado a la guerra entre sí. Por eso no se podía colaborar con ellos. Lenin enviaba artículos con estas consignas a Rusia, pensando que ejercía el control sobre los bolcheviques que, mientras, esperaban su llegada.
Lenin intentó que los británicos le permitieran ir, pero es lo último en lo que estaban pensando. Con Kérenski parecía que Rusia podría encaminarse a una democracia parlamentaria y su política exterior podía sobrevivir al lance. Hubo una amnistía, se disolvió la policía secreta del zar. La gente le aclamaba, pero para Lenin era «un fanfarrón» y no cesó de enviar órdenes de no colaborar con el Gobierno provisional.
Lenin también pensó en entrar con peluca, como Santiago Carrillo en España sesenta años después, o con el pasaporte de algún sueco sordomudo, para no tener que hablar y ser reconocido como ruso. Todo, ideas de bombero, solo quedaba aceptar la realidad: plantarse allí con la colaboración alemana. Para Berlín también era urgente, Estados Unidos amenazaba con entrar en la guerra y la situación se complicaba, además, el bloqueo de la Marina británica también había llevado el hambre a su país, el mismo problema que había iniciado la revolución rusa.
(Continuará)
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