En la Antigüedad ya lo sabían. Tanto el griego Hipócrates, como el romano Plinio el Viejo, dos referentes médicos del mundo antiguo, advirtieron sobre el envenenamiento por plomo, muy presente entre los trabajadores metalúrgicos. Lo llamaron cólico saturnino. Su síntoma más evidente es la paulatina desconexión del cerebro, despistes, ausencias, que en los casos más graves puede llegar hasta el coma. Pese a ello, no hubo edulcorante más popular en el Imperio romano. La sapa, un concentrado de azúcar de plomo, se usó para endulzar el vino y la comida. Podemos considerarla el primer edulcorante industrial con el que una civilización comenzó a envenenarse masivamente. Durante todo el siglo XX nosotros repetimos su error, pero en este caso lanzando el plomo al aire, y respirándolo durante prácticamente cien años. Su efecto más notable, hacernos menos inteligentes.
Si llenáramos hoy un azucarero con acetato de plomo triturado apenas distinguiríamos sus granos del azúcar refinada de caña. Tiene un blanco menos intenso, y un dulzor más apagado, pero nadie en su sano juicio lo echaría al café. Porque el plomo no solo es uno de los metales más peligrosos para el organismo humano. Además se acumula de forma permanente en nuestro interior. Solo expulsamos un diez por ciento del que consumimos, el resto se queda para siempre en nuestros huesos, y únicamente vuelve al medio ambiente cuando somos enterrados o incinerados. La pérdida cognitiva en niños en desarrollo expuestos al plomo es muy notable y duradera, pero aunque en adultos se produzca de forma más lenta, el efecto final es el mismo.
Los romanos no conocían con tanta exactitud el cuadro médico, pero sí la toxicidad del plomo. Pese a ello, durante cientos de años usaron la sapa de forma indiscriminada. Su principal motivo fue gastronómico, apenas había otro modo de tragarse aquel repugnante vino que producían. Fermentado en grandes vasijas de barro que se almacenaban en cuevas bajo tierra, adquiría un gusto permanente a moho y humedad. Eso si no se había picado, en su maduración, su transporte o su almacenamiento, lo que era muy frecuente por los deficientes métodos de conservación. El más avinagrado se destinaba al consumo del ejército, donde los legionarios le echaban sal y lo mezclaban con agua, creando la posca, la bebida isotónica romana. O, en palabras de legionario, otra manera de tragarse esta mierda que tenemos que beber para no enfermarnos. Porque el vino en la Antigua Roma era, sobre todo, una cuestión de supervivencia.
Su graduación alcohólica, o la alcalinidad del vinagre si estaba picado, constituía el desinfectante más habitual para el agua corriente. Les ahorraba cogerse el tifus, muy común, y las diarreas provocadas por los diferentes microorganismos que proliferan en el agua. Desconocían que hirviendo el agua esta se esterilizaba. Y por tanto, obligados a tomar el agua siempre mezclada con vino, trataron por todos los medios de que el resultado no supiera a rayos. No solo quienes lo bebían sino, sobre todo, los viticultores que ganaban dinero con su venta.
Muchos aristócratas romanos propietarios de latifundios obtenían grandes ingresos de sus viñedos. Especialmente si conseguían un caldo caro, de buen sabor, en vez del barato avinagrado que se vendía a las legiones. Lo cual no era nada fácil. Entre los muchos métodos que se probaron para mejorarlo acabó imponiéndose uno que consistía en hervir el vino en las nuevas ollas de cobre. La tradicional preocupación por el cardenillo, óxido de cobre, que se formaba en su interior, y el raspado para quitarlo que acababa creando agujeros, se solucionó recubriéndola por dentro de una lámina de plomo. Era sustituir un veneno por otro, pero los romanos no destacaron como científicos, así que asociar procesos químicos quedaba fuera de su comprensión.
Lo que sí apreciaron, como grandes observadores que eran, fue que la comida cocinada en aquellas ollas adquiría cierto dulzor cuando se añadía vino a la receta, como condimento. Lo que estaba ocurriendo es que la reacción química al hervir alcohol en un recipiente de plomo entregaba al líquido acetato, o azúcar de plomo, endulzándolo. Comenzaron a hervir el vino, comprobando no solo que se endulzaba, sino que si lo reducían al mínimo, en el fondo de la olla quedaba un sirope muy dulzón, la sapa. Azúcar de plomo en estado líquido que pronto se convirtió en el edulcorante para vino más popular del Imperio. Al menos para los ricos, porque era un producto notablemente caro.
Cuando se descubrió todo esto, algunos historiadores especularon con la idea de que la tríada de emperadores locos, Nerón, Calígula y Cómodo, podrían haberse envenenado con sapa. Ya que el plomo provoca locura, este sería el origen.
Hay dos hechos que apoyarían esta teoría. El primero, que estaban obligados a beber bastante vino por su posición social. El banquete en casa o en palacio era un modo de mantener relaciones, establecer alianzas, y hacer negocios para cualquier aristócrata romano. Los emperadores necesitaban además organizar sus planes políticos con ellos. Así que, básicamente, se pasaban las tardes y noches de fiesta, menos por el tema de ser decadentes, como se les achaca, que por una necesidad social y de gestión.
El segundo hecho que apoyaría la teoría del envenenamiento por sapa es que estos tres emperadores vivieron en la época en que más influencia tuvo la literatura del poeta Virgilio. Sus versos convirtieron a los aristócratas romanos en unos asiduos consumidores de vino puro, sin mezclar con agua. Los imperiales empezaban a ver como muy exagerada la idea absoluta de la virtus romana, tan elogiada por sus abuelos republicanos. Ser ascético, portarse bien y darse poco al vicio estaba muy bien, pero qué tal disfrutar un poco de la vida ahora que eran los dueños del mundo, dejando de usar el vino con tanta puñetera moderación. Parafraseando a Virgilio, más o menos.
Pero el gran poeta también dejó en sus versos el típico lamento de escritor, quejándose de que no tenía tiempo para escribir más sobre agricultura, como le hubiera gustado. Lo hizo en las Georgicas, donde informa sobre labores agrícolas y hace un elogio de la vida rural. Columela, un autor oportunista, aprovechó ese lamento para vender su propio tratado de agricultura De re rustica, y el de viticultura De arboribus, asegurando que contenían todo lo que Virgilio no pudo escribir. No sabemos si fue una técnica de marketing, o un exceso de ego por compararse al más grande poeta en latín, pero la táctica funcionó, convirtiendo su tratado en un superventas. Los aristócratas querían beber vino, y también sacar más beneficios de sus viñedos, así que ya era de partida un volumen ganador. La referencia a Virgilio no hizo sino impulsarlo.
Teniendo en cuenta, en fin, este «momento vino» que vivía la sociedad romana altoimperial, los historiadores plantearon la hipótesis de que los comportamientos dementes de los emperadores pudieran haberse debido al envenenamiento por plomo. No solo endulzaban su vino con sapa, sino que al no mezclarlo con agua, también lo consumían en mayor cantidad. Pero los datos científicos acabaron por derrumbar su teoría. Si un aristócrata altoimperial solía consumir, por los documentos conservados, unos dos litros de vino puro diarios, un emperador, para intoxicarse con plomo, tendría que haber centuplicado esa dosis. Y entonces seguramente habría muerto de coma etílico mucho antes que el plomo le hiciera efecto en el cerebro.
Tuvimos que esperar a 2009 para disponer de un dato científico objetivo sobre la cantidad de plomo que ingería un romano medio. Este se consiguió gracias al análisis de esqueletos de la época enterrados en la ciudad de Roma, comparándolo con el de personas que vivieron en otras ciudades imperiales en ese mismo siglo. Porque, recordemos, el plomo continúa en nuestros huesos si estos no se han desecho en la naturaleza. Los datos demostraron no solo que no había diferencia entre habitantes de diferentes partes del Imperio. Sino que esos huesos contenían entre un 41 % y un 47 % menos de plomo del que hay en los esqueletos de personas fallecidas a finales del siglo XX. O sea, que nosotros mismos tenemos casi el doble de plomo en el organismo que un romano antiguo. Deberíamos estar mucho más locos que ellos, y que los tres emperadores históricamente retratados como dementes.
Viendo la actual deriva del mundo quizá sea un juicio apresurado decir que no lo estamos. Pero lo que no podemos hacer es atribuir el delirio generalizado en que vivimos al envenenamiento por plomo. No de forma científica. O más bien, no podíamos, hasta que en 2022 dispusimos, casi por puro azar, de un estudio que demostraba los efectos que se producen cuando envenenas con plomo a toda la población de una ciudad moderna. El lugar, Daytona, en Florida, Estados Unidos. El envenenador, las carreras de NASCAR. El relato, en la próxima entrega.
(Continúa aquí)
¡Qué interesante! Necesito la segunda parte.
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