Hay una carretera. Hay una carretera, varias motos, un coche, un helicóptero. Hay una carretera, varias motos, un coche, un helicóptero, algunos paisanucos apoyados en el guardarraíl. Eso con suerte. Si no… nada.
Nada.
Solo él.
En solitario.
De qué hablo cuando hablo de escapadas
La escapada ciclista. A ver, pinceladitas breves para saber de qué hablamos. Primero… imagen. Cierren los ojos. Hace calor, la tele zumba, como sin ganas de que nadie escuche. Ponen allí paisajes aéreos, un montón de tíos en bici, sudores, risas, cierta sensación de pesadez postalubiada. Y, entonces, cambio de plano, narrativa audiovisual muy Brian de Palma. O algo.
Y un hombre solo. Uno que lucha contra el viento, que va acoplado en su bici, los hombros casi sin moverse, la cabeza muy cerca del manillar, manos posadas sobre curvas. Tiene una moto cerca tirándole fotos, tiene un auto que da bidones de agua, referencias, ánimos. Sobre todo ánimos. No pienses, mejor ni pienses. Ellos son más, ellos vienen, ellos llegan.
Así que no pienses.
El escapado.
Las escapadas ciclistas tienen algo de violencia (violencia inútil, como casi todas). Empiezan con un restallar, con un latigazo, con aceleración pasmante, llamativa. Empiezan así, y continúan durante diez, quince minutos. Es cuando abren huecos, es cuando el uno avanza mucho más rápido que los muchos. Porque las escapadas son, las escapadas deben ser, cosa del solitario, del misántropo, del que gusta soledades, del que ahuyenta duetos y grupos. Las escapadas son rámilas en tardíu, son esa cabaña cayéndose por mitad del monte, son barbas luengas y uñas que ennegrecen a légamo. Schopenhauer hubiese sido un gran corredor de escapadas, Thomas Ligotti no aguanta dentro del pelotón…
Decíamos que esto empieza con un cataclismo, como todo… pero después viene lo importante. Lo sustancial. Transcurrir de minutos y horas. Hay un tipo por delante, hay ciento noventa y nueve (redondeando) que persiguen. Los separan… qué, ¿tres?, ¿cinco kilómetros? A veces más. El caso es que los unos no ven al otro, y ambos animales (quien es depredador solitario, quien vive en comunidad) avanzan a ritmo idéntico, arreón arriba o abajo. Así, durante media tarde. El que va solo piensa. Pedalea y piensa. Debe pedalear, mejor que no pensase. En lo (mucho) que falta. En el viento que puede hacer. En si habrá repechones, en si soporta. En comer, en beber, en no despistarse. En sofocar tentación, cual Cristo cada vez que visita Magdala. Podría ir más rápido, pero no debo. Podría, no debo. Constancia. Sobre todo, no hundirse. Sobre todo. La cadencia, el jadear. Tan lejos, su objetivo.
Tan lejos, todo.
Eso es una escapada. La ruptura más dolorosa. A veces sale bien. Pocas, muy pocas. Puedes tirar meses y meses sin ver casos. A veces sale bien. Premio mayor para ciclistas (cuentan) menores. Pero solo a veces.
Lo normal es el fracaso.
De eso hablamos cuando hablamos de escapadas.
De la vida misma.
Antes, todo esto era campo
Antes, ni siquiera le decían escapadas, sino carreras ciclistas. Antes, hace mucho, cuando el principio de todas estas cosas, cuando las diferencias se decían en noches, y los paisanucos debían firmar cada equis kilómetros, no fueran a tener tentación tramposeante. Pillar un tren, por ejemplo.
Entonces, digo, en la prehistoria, todo esto eran escapadas. Había esprints, claro, y trabajos en equipo, y grupos grandotes… pero, al final, todo se reduce a que los buenos avanzan por sus propios medios a su propia velocidad. Y entran, claro, de uno en uno. Debían de ser bonitas esas cosas. También difíciles de contar.
Luego, ya se tranquiliza el ciclismo, y se profesionaliza el ciclismo, y las cosas se convierten en más cerebrales. Más cerebrales dentro de la línea psicotemporal que va desde Federico Martín Bahamontes hasta José Manuel Fuente, ojo, tampoco nos pasemos, que esto son bicis.
Sucede que los grandes, los realmente grandes, los auténticos campeones… pues seguían huyendo del gran grupo. A veces por necesidad, otras por exhibirse. El Águila de Toledo, verbigracia, es que marchaba solo cada vez que pillaba cuesta pá arriba, y luego ya hasta donde llegase. Así ganó la Luchon-Pau de 1964, cuando casi trinca el Tour, cuando arranca en el kilómetro tres… de doscientos (aunque lo acompañó Julio Jiménez un buen rato). Charly Gaul, casi némesis de Fede, hizo algunas exhibiciones gordísimas. Normalmente bajo la lluvia, normalmente cuando todos querían morirse. El Bondone, Aix-les-Bains, siempre sin nadie cerca, porque, para Charly, el infierno son los otros. O Anquetil, ganando por Valonia en solitario, como casi siempre, solo que esta vez no era contrarreloj. También Merckx, siempre Merckx. Camino de Mourenx, en la misma cima del Tourmalet. Sin necesidad, por pura megalomanía, saltando a por un compañero de equipo que no fue lo bastante sumiso, que quiso ser señor en lugar de siervo. De allí a meta, el centenar largo de kilómetros. Nunca sufriría más. Llegó, sí, medio apajarao, tuvo que tomarse un vasito de champán para despejar la caraja. Claro que peor iban los otros. Peor, siempre, iban los que no son Eddy.
(Hizo algo parecido en su primera De Ronde, saltando a mil de meta, contra viento de cara, entre cellisca. Para y espera, le dijo su director, para y espera. Y Merckx mira, Merckx sonríe, Merckx responde. Que te jodan. No se dictan normas a un césar).
Falta Hinault. Que solo perdió, en la carretera, contra Merckx. Cuando quiso ser más que Eddy, cuando quiso repetir Mourenx, pero terminando arriba de Superbagnères. Cuando fue derrotado, porque el tiempo también abate escapadas. Tuvo su ración de épica unos años antes, en la Lieja, bajo nieve, ese día que quiso retirarse y solo siguió porque quedaban compañeros sobre el asfalto, y aquello no era digno de él. Cuando sobrepasó mil umbrales del dolor. Cuando dejó de sentir los dedos, azuleando por culpa del frío. Aún hoy, dice, no ha recuperado la sensibilidad plenamente. Pero valió la pena.
Porque entró solo.
Los ciclistas a la hora de comer
Todo lo anterior les corresponde a ellos… a los ases, a las estrellas, a tipos con prestaciones atléticas gordísimas que van dibujando obras maestras en cada Giro o en cada Tour. Los excelentes. Los que ni siquiera parecieran escaparse, sino que se limitan marchar…
Los que no son como ustedes.
Porque hay otros. Otros. Currelas, temporeros, paniaguados. Quienes están ahí, solucos, cuando enciendes la tele, yogur Yoplait a medio rascar, ganas de ver bicis. Ciclistas de banquete cuyas aventuras terminan antes de copa y puro. Para cuando suena «Paquito el Chocolatero» ya los pilló el pelotón…
Casi siempre.
Por concretar… etapa plana. De la Vuelta, por ejemplo. Etapa plana, planísima, etapa con menos dificultades que un psicotécnico en Gran Hermano, etapa tipo «siesta, quién ha ganao, vamos a tomar algo». Seguro que me siguen. Bueno, pues ahí, kilómetro diez o doce, salta un fulano. Lleva maillot multicolorido, maillot con más patrocinadores que los desayunos en Médico de familia. Equipo modesto, ciclista que no puede trincar esprint, que no destaca escalando, que solo contempla la gloria, lejana, haciendo esto. Normalmente no llega, normalmente lo trinca el pelotón (dos o tres equipos con esprínteres por vanguardia) a diez del final, más o menos.
Normalmente.
Vamos, Germán Nieto.
Germán Nieto fue corredor entre los noventa y la primera década del nuevo siglo. Siempre en la estructura del Deportpublic, cada año un nombre y un maillot diferente, desde los «bonitos guion horteras» (MX-Onda) hasta cosas que harían cagarse de miedo a Edgar Allan Poe (Estepona en Marcha-Brepac, lo juro). Germán era un tío reconocible…, alto, fuerte, con espaldas como para estibar en el puerto y una calvicie brillante a distancia en aquella época sin cascos. Carismático, oigan. Sin victorias, pero carismático. Porque siempre, siempre, estaba allí. Allí. Cuando prendías la tele, cuando aún se te agitaba el vermú. Tercera, quinta, décima etapa de la Vuelta. Entre un sitio de Castilla y otro sitio de Castilla, o un sitio del Mediterráneo y otro sitio del Mediterráneo. Vamos, que llanuras. Y nuestro Germán. Siempre solo, porque para qué quieres compañía. Horas y horas de tele, el perfecto hombre anuncio. Sin éxito, más allá del éxito que es recordarlo. Otros se perdieron como lágrimas en la lluvia.
Ese es el sino de los especialistas en escapadas. Hacer su acelerón antes de que pinchen por la tele. Terminar cuando los buenos ya están merendando. Buscar imposibles.
Qué jodido es ser, también fuera de la bici, un corredor de escapadas.
Crítica de la razón fou
Entonces… ¿por qué? Entendemos a los campeones, entendemos a quienes lo saben posible. Que embellezca el asunto, que sea mayor, que sea enorme. Que sea leyenda. Si ganas en Mourenx, atacas en la cafetería del Tourmalet y etcétera. Pero ¿los otros? Los que se saben perdidos, los que se saben incapaces. Más dolor, más miseria. Y, luego, nada.
O todo.
A ver, hay algo de truco publicitario, de chupar minutos a la cámara, hay algo de batalla que sabes perdida pero te da réditos. De todo eso. Pero también otras cosas. La posibilidad, el éxito. ¿Opciones ínfimas? Más que dormitando a rueda, más que sesteando tras aquellos que te van a vencer cuando se ponga la cosa salvaje. Así que… ¿por qué no? Preferiría hacerlo.
El escapado es un Bartleby al revés…
Hubo ciclistas que se hicieron famosos por estos asuntos. Para bien y para mal, que de todo hay. Hasta en el mismo tío, que miren lo de Bahamontes, jinete solitario en montañas, recordman en escapada por la Vuelta. Más de doscientos veinte kilómetros en solitario, desde Ourense hasta Zamora. Solo que no, solo que sin llegar. Medio día subiendo y bajando repechos, combatiendo nieblas y chicharras, para que te pillen cuando faltan veinte minutucos. Dicen que si Fede pensó en pararse aquel día. Para esperar al resto, porque no hay… Pero luego sigue.
Siempre siguen.
Porque, a veces, resulta. Le salió bien en varias ocasiones a Manuel Martín Piñera. Martín Piñera era un montañés grandote, con espaldas anchas y manos para desgranar maíz. Él se hizo un clásico en esto de rodar por delante del grupo, como si todos fuesen sus enemigos. Ganó, así, el Circuito Montañés, y La Rioja, y corrió en Colombia, y alzó brazos en cinco etapas de la Vuelta a España. Por Cuenca, año 1965, dejó fuera de control a cuarenta y tres tíos. Tuvieron que repescarlos, era la mitad del pelotón completo… Yo conocí a Manuel ya retirado, cuando conducía una fembi en la fábrica donde curraba mi padre. Otros tiempos, cuando un palmarés de luces no te garantizaba buena jubilación…
José Luis Viejo hizo algo similar en el Tour de Francia. Año 1976, ese que ganó Lucien van Impe. Manosque, histórica Provenza. Y casi veintitrés minutos a sus perseguidores. El palmarés de Viejo es aseadete, victorias aquí y allá, siempre escapadas larguísimas, pero es que aquello brilla indeleble…
Cerquita, en Marsella, triunfó Fabio Roscioli, que quería ser como Laurent Fignon, pero solo se puso las gafas. Era 1993, y al menos trinca parcial. Un par de años antes, Thierry Marie hizo lo propio para recuperar un jaune que (no) llevaba Greg LeMond. Doscientos kilómetros pimplaos él solito, camino de Le Havre, estuario del Sena. No fue récord, porque ese lleva el nombre de Albert Bourlon… Más de doscientos cincuenta kilómetros, entre Carcasona y Luchon, primer Tour de la segunda posguerra. Si piensan ustedes que hoy en día las etapas pueden tener, como máximo, doscientos cuarenta kilómetros, entenderán que la marca es duradera…
Tampoco parece que… Digamos que hoy, en el ciclismo actual, cada vez es más difícil lo de meterse cabalgadas épicas. Y, más aún, que concluyan con éxito. Hay muchos factores, muchos elementos que juegan contra los locos, contra los conquistadores del «no». Control, información. Ahora, los equipos con esprínteres (que son cinco o seis, porque todo el mundo piensa que puede trincar volatta, como si no triunfasen siempre los mismos) saben desde cuándo deben tirar, a qué ritmo, con qué cadencia. Saben dónde se gasta un gregario y dónde entra el siguiente. Conocen cada curva, cada repecho, no hay regañones que entren a traición, no hay trampitas en forma de caminos por entre trigales. No hay espacio para sorpresas, para hurtos hechos así, zas, al descuido, guante blanco, Arsène Lupin sobre pedales. No hay espacio.
Se nos perdió la ilusión. Se nos perdieron los recuerdos.
Ya nadie escapa. Y qué angustia, oye, si no puedes escapar.
Recuerdo siempre una del gigantón Eros Poli en el tour del 94
Así es: https://www.letour.fr/es/noticias/2018/la-hazana-de-una-vida-eros-poli-ix-x/1268626 vaya gesta.
Quizás Herminio Díaz Zabala por la costa castellonense en la vuelta del 90 o 91.
Un artículo que habría sido bueno antes del que la uci/celad metiera mano en el dopping. Nadie escapa hoy en día, porque nadie escapa de los controles al final de las etapas, que antes eran un mero trámite. Los Merckx, los Fignon, los Delgado, los Bugno, los Indurain, los Pantani, los Armstrong iban puestos hasta las cejas y los técnicos de laboratorio se tomaban mucho tiempo para comer. El único grande al que no se le conoció la bajeza del dopping por sus condiciones físicas desmesuradas fue Hinault. Los demás, una pandilla de tramposos. Al principio del siglo XXI quedó bastante claro todas aquellas «hombradas» resultaron ser «gestas» de drogadictos. Y es un deporte que sigue estando sucio.
Echo de menos periodismo deportivo de investigación, no estos cantos de sirena, que con todo, son de una profesionalidad loable frente a la gestión informativa de, por ejemplo, un borderol.
Tour. Lieja. Indurain, no era contrarreloj y no ganó la etapa. Absoluto panaché.