Este texto es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 46 «Rupturas»
Una mañana de primavera del año 464 a. C., una liebre se adentra en Esparta, trota hasta el centro de la ciudad y se detiene exactamente en el umbral de la puerta del gimnasio. Si era un dios benevolente o una liebre de verdad, en eso no vamos a entrar.
A esa hora, el gimnasio está lleno de muchachos. Los niños y adolescentes espartanos viven acuartelados y dedican sus días a fortalecer el cuerpo y aprender el arte de la guerra. Es la agogé, la famosa educación espartana. Unos cuantos, cinco o seis, divisan al animal en la puerta y se proponen darle caza. La liebre echa a correr y los muchachos se pierden tras ella por las callejas que llevan hasta el mercado de la ciudad. La chiquillada les salva la vida. En aquel momento se desata el mayor terremoto que se recuerda en la historia de Esparta. El gimnasio se viene abajo y todos los jóvenes que había en su interior mueren sepultados.
Eso cuenta Plutarco, uno de los autores que repasan el acontecimiento con más detalle1. Eso y que todavía en su época, varios siglos después, existía la tumba colectiva donde se había dado sepultura a los efebos de la polis. Se llamaba Sismacía, un nombre que aludía al seismós, al gran terremoto de Esparta. El temblor, según él, solo dejó cinco edificios en pie. Diodoro Sículo, otro historiador, habla de veinte mil personas muertas. Estas cifras no deben tomarse a pies juntillas, pero podemos tener claro que fue un verdadero cataclismo. Algunas investigaciones modernas estiman que el epicentro fue una falla bajo el monte Taigeto, en cuyas mismas faldas se levanta la ciudad, y que el terremoto pudo alcanzar un valor de 7,2 en la escala de magnitud de onda superficial, más que suficiente para provocar derrumbes generalizados en decenas de kilómetros a la redonda2. Su duración debió rondar los veinte segundos.
Hay alguien a quien el temblor no afecta demasiado: los ilotas. Casi todos viven fuera de Esparta, en los campos de labor que rodean la ciudad. Sus casas, muy humildes, son de adobe, cañas y paja. No tienen nada que ver con las suntuosas viviendas de la polis, muchas de las cuales incluso tienen pisos, techos de teja y patios columnados. Tampoco se les viene encima alguno de los imponentes edificios públicos de la ciudad: ellos se mueven entre silos para el grano, establos para el ganado y poco más. Los ilotas son esclavos. Son, concretamente, esclavos campesinos. Y son propiedad del Estado. Son los únicos esclavos del Peloponeso que no pueden comprarse ni venderse y los únicos que pertenecen a una misma etnia. La leyenda dice que ellos estaban antes, que aquellas tierras eran suyas, pero que luego llegaron los espartanos y los convirtieron en esclavos. Hasta entonces, su capital era Helo, una ciudad que estaba cerca de allí. Fue fundada por Heleo, el cuarto hijo de Perseo y Andrómeda. Por eso ellos se llaman (h)ilotas. Ahora, la ciudad ya no existe y el gentilicio ha perdido el sentido. Ahora, ilota solo significa esclavo3.
Cuando el temblor cesa, la idea se forma por sí sola en la mente de algún ilota: es ahora o nunca. No muy lejos, otro llega a la misma conclusión. Luego lo hacen otro y otro más. Los ilotas son más numerosos. Hay siete de ellos por cada espartano4. Y el terremoto acaba de agudizar todavía más la desproporción. Además, en Esparta ocurre algo peculiar: hay más mujeres que hombres. Es el resultado de la eugenesia, que es política de Estado. Los varones espartanos que nacen con poca salud o no son de constitución robusta son asesinados poco después del parto. Entre eso, la gran cantidad de jóvenes que han muerto en el gimnasio y que parte del ejército está desplegado lejos de la polis, no hay demasiadas personas en condiciones de plantar batalla entre los supervivientes del terremoto. Y se han puesto a tiro ellas solas. Se han reunido fuera de la ciudad, en campo abierto, para estar a salvo en caso de réplica. Hasta el rey Arquidamo está allí, en los terrenos que trabajan los ilotas. Están desarmados. Han huido con lo puesto. Los ilotas no tienen armas, pero tienen aperos de labranza: hoces, horcas, azadas… Y la ciudad no tiene murallas. Los espartanos no podrán refugiarse tras ellas. No es que se hayan derrumbado: es que nunca las ha tenido. Los espartanos, tan soberbios, dicen que ellos no las necesitan.
Un ilota se lanza sobre un espartano. No muy lejos, otro hace lo mismo y luego lo hacen otro y otro más. Cuando la primera gota de sangre espartana toca el suelo, ya no hay vuelta atrás. La revolución ha comenzado.
Esclavos hasta lo sumo
No es la primera vez que los esclavos se rebelan contra Esparta. Más de doscientos años antes, a finales del siglo VIII a. C., ya lo hicieron los mesenios, otro pueblo de Lacedemonia conquistado por los espartanos y sometido al vasallaje. Lo suyo no era esclavitud, pero se parecía lo suficiente. Aquella guerra duró veinte años. Los últimos mesenios rebeldes resistieron en la fortaleza del monte Itome, que los espartanos acabaron rindiendo y arrasando. Dos o tres generaciones más tarde, a mediados del siglo VII a. C., los mesenios se sublevaron de nuevo, pero perdieron otra vez. Esta vez los espartanos se aseguraron de que aquello no volvería a ocurrir, o eso creyeron entonces: se anexionaron Mesenia completamente y redujeron a sus habitantes, ya sí, al ilotismo, la mera esclavitud. De hecho, entre los ilotas de la rebelión del año 464 a. C. abundaban los de ascendencia mesenia. Muchos cronistas antiguos usan ambos nombres, ilota y mesenio, indistintamente. Hoy esta serie de conflictos recibe el nombre de guerras mesenias. La del 464 a. C. es la tercera. También será la última.
La vida de los ilotas es muy distinta de la de los esclavos convencionales del resto de Grecia. Están vinculados a una parcela de tierra y tienen la obligación de trabajarla y entregar sus frutos al ciudadano espartano designado como usufructuario del terreno. También hay ilotas, aunque muchos menos, desempeñando otros trabajos: los hombres, principalmente, en la guerra, como remeros y soldados de infantería ligera, y algunas mujeres, de forma puntual, llegan a convertirse en cuidadoras y sirvientas domésticas. Los esclavos de cualquier otra polis griega pueden ahorrar y comprar su libertad o ser liberados por voluntad de su propietario, pero los ilotas no: ellos pertenecen al Estado5. Hasta las herramientas con las que trabajan deben comprarlas ellos mismos, ya que nadie se hace responsable de su abastecimiento, mucho menos de su alojamiento y su manutención. La única forma que tienen de obtener la libertad está reservada a los niños ilotas que sean admitidos en la agogé, el sistema de educación espartano, a la edad de siete años, y logren completarla, cosa que ocurre, si ocurre, a los veintiuno. A veces, también se ofrece la libertad a los soldados ilotas que combaten con más saña, aunque entonces se convierten en neodamodes: hombres libres, pero con derechos limitados6. La emancipación es todavía menos corriente entre las mujeres y niñas.
Parece que muchos ritos y costumbres espartanos comportan la vejación, incluso la agresión, de los ilotas. Algunas fuentes llegan a decir que reciben cierto número de latigazos anualmente, con independencia de su grado de obediencia y del rendimiento de su trabajo. También que están obligados a llevar un humillante gorro de piel de perro, que no tienen permitido engordar o adquirir corpulencia y que se castiga con la muerte a los que se atrevan a vestir o lucir el pelo de forma parecida a los espartanos7. Varios de los cronistas griegos más reputados se detienen en el asunto y se esfuerzan por que entendamos la magnitud del sufrimiento de los ilotas. Plutarco precisa que no son esclavos a secas, sino «esclavos hasta lo sumo»8. Y Platón dice que, de llegar a conocerse, «el sistema de servidumbre lacedemonio produciría la mayor estupefacción en prácticamente toda Grecia»9.
Lo peor de todo es la Criptia. En otoño, cuando los cinco éforos, los magistrados de más rango de la polis, toman posesión de su cargo, Esparta declara la guerra a los ilotas de forma ritual, lo cual extingue las responsabilidades penales derivadas de su asesinato. Luego se elige a los jóvenes más capacitados para el acecho entre los que acaban de completar su paso por la agogé, que marchan a los campos de labor y pasan allí una cierta cantidad de tiempo, quizá hasta el otoño siguiente. Las fuentes clásicas dicen que lo hacen solos, armados solamente con su espada, robando y cazando para comer y viviendo a la intemperie en los montes de la región. Por las noches descienden a los caminos y las casas y asesinan a los ilotas. La cantidad de ellos importa, pero lo hace más la calidad. Plutarco indica que su objetivo son «los más robustos y poderosos»10, que constituyen una presa más valiosa. También se ataca a los alborotadores y a los menos dóciles. Tucídides habla de un episodio cruentísimo en el que los espartanos masacraron a dos mil ilotas, todos hombres jóvenes, después de congregarlos con la promesa de que iban a concederles la libertad. «Fueron llevados en procesión coronados de flores a los templos, según es costumbre hacer con aquellos a quienes quieren dar libertad, y poco después quitaron las vidas a todos, sin saber cómo ni de qué manera fueron muertos»11.
Esparta no siempre ha sido así. En los tiempos del rey Menelao, que luchó en la guerra de Troya, era una más entre las polis griegas. Pero luego pasó algo y la ciudad se convirtió, de la noche a la mañana, en lo que conocemos actualmente. El qué no lo tenemos claro. Los propios espartanos tampoco, pero ellos lo atribuyen a un tal Licurgo. Fue él quien escribió la Gran Retra, la ley fundamental que rige la convivencia y la política de la polis. Él diseñó la agogé y sentó en el trono a los diarcas, los dos reyes que gobiernan la ciudad simultáneamente. Él decretó la acuñación de moneda de hierro, prohibiendo el oro y la plata, para convertir Esparta en una autarquía y dificultar el acaparamiento de las riquezas. Él dividió Lacedemonia entera en miles y miles de parcelas y decretó que ni el suelo ni los esclavos se considerasen propiedad privada: ambos estarían vinculados y serían un bien comunal. Él diseñó, en suma, el ilotismo y el propio Estado espartano.
Para los ciudadanos de Esparta, aquello es una utopía. El trabajo está abolido. El sistema público se encarga de alimentarlos a través de la sisitía, un banquete que se celebra todos los días al anochecer. Pagan tributos, pero no con dinero, sino en especie: aceite, carne, grano, vino… Una parte de lo que produzcan los ilotas que les ha cedido el Estado en la parcela que también les ha cedido el Estado. Ni siquiera se responsabilizan de la crianza de los hijos, de lo que también se encarga el sistema público. Ellos son los hómoioi, es decir, los iguales: varones mayores de treinta años con padre y madre espartanos. Para los demás, las cosas son distintas. Y para los esclavos son peor que en cualquier otro lugar. Un Estado como este, que invierte mucho, pero recauda tan poco, necesita una cantidad enorme de ellos. Tanto que también precisa un ritual como la Criptia, que sirve para aterrorizarlos, reprimiendo la tentación de una sublevación, y para controlar su número constantemente, procurando que sea alto, pero sin dispararse. Y ni siquiera así es suficiente. Esparta también sangra a los periecos, los habitantes de las ciudades periféricas de Lacedemonia, casi todas, costeras. Son personas libres, pero con pocos derechos y muchas obligaciones. Pagan tributos y deben servir en el ejército, pero no pueden intervenir en la vida política, vivir en Esparta o casarse con espartanos. Tampoco disfrutan del usufructo de las tierras del Estado ni del trabajo de los ilotas.
El sistema funciona. Gracias a él, Esparta se ha convertido en una potencia militar y se ha hecho dueña del Peloponeso. Es temida y admirada en todo el mundo griego, especialmente, entre los oligarcas. No es raro encontrar políticos proespartanos en los sistemas democráticos de otras polis. Y los espartanos, no es de extrañar, sienten verdadera devoción por Licurgo. No es una forma de hablar: incluso le han consagrado un heroon, un santuario, donde depositan ofrendas en su honor y le piden que vele por la buena marcha de la ciudad. Hasta hoy, las plegarias habían funcionado. Hasta hoy.
Vaya libre su camino
El monte Itome, a unos cincuenta kilómetros de Esparta, bulle de actividad: se reconstruyen casas, se levantan cercos y establos para el ganado y se desbroza la maleza para empezar a cultivar cuanto antes. Han pasado unos meses desde el terremoto de Esparta. Los ilotas han huido de la polis y se han atrincherado en aquel lugar. Ahora se preparan para recibir asedio. Itome, la pequeña ciudadela que anida en lo alto del monte homónimo, es un santuario. No está preparada para acoger tantas personas. Pero, antes que eso, fue una fortaleza y sus murallas no son difíciles de reparar. Que no es la mejor idea, eso lo saben bien: los espartanos ya lograron conquistar aquel sitio más de doscientos años antes, durante la primera guerra mesenia, y no dejaron piedra sobre piedra. Pero no tienen otra opción. Los ilotas de origen lacedemonio no pueden volver a Helo por la razón, poderosísima, de que ya no existe. Pero de Itome queda algo y es la cuna ancestral de los ilotas mesenios, o eso dicen las leyendas. Además, el dios de su devoción es Zeus Itometa, que se adora en aquel lugar.
Nosotros, usted y yo, nos hemos perdido los primeros compases del conflicto. Ningún autor clásico nos cuenta qué sucedió justo después del terremoto y en la fase inicial de la guerra. Podemos deducir, eso sí, que las cosas fueron bien para el bando de los sublevados. A los ilotas de ascendencia mesenia, protagonistas de los dos levantamientos anteriores, se sumaron los de origen lacedemonio y también lo hicieron, al menos, dos grandes ciudades de periecos: Turia y Etea. Eso significa que todo el Estado espartano, con sus tres clases sociales, está involucrado y, hasta cierto punto, desbaratado. Y que este conflicto ya es la mayor revuelta de esclavos de toda la historia de Grecia. La conquista simbólica está hecha. Ahora debe consumarse la de verdad. Y esa va a ser mucho más difícil de llevar a cabo.
Los espartanos tienen pocos amigos, pero muchos aliados. Todos acuden a la llamada de socorro de la ciudad y se suman al cerco de Itome. También lo hace Atenas, que ha forjado una alianza militar con Esparta para defenderse juntas del gran enemigo de los griegos: el Imperio persa. Una cláusula en ese acuerdo, sin embargo, también la obliga a defender a Esparta en caso de rebelión interna12. Los atenienses aportan un contingente inmenso: cuatro mil hoplitas. La mitad de su ejército, nada menos. Y lo mejor de todo es su comandante, Cimón de Atenas. A diferencia de Pericles y Efialtes, los otros dos grandes políticos atenienses del momento, Cimón pertenece al partido aristocrático y es abiertamente proespartano. Además, la especialidad militar de Esparta es el combate en campo abierto, pero los atenienses, cuenta Tucídides, «son más expertos que nadie en pelear contra murallas y fortalezas»13. Parecen grandes noticias para los espartanos, ¿verdad? Pues ellos no lo tienen tan claro. En el 462 a. C., poco después del inicio del asedio, empiezan a poner excusas para no dejar actuar a los de Atenas. Y en el 461 a. C., finalmente, inventan un pretexto y envían al voluntarioso Cimón y a sus cuatro mil hoplitas de vuelta a casa. Temen que Atenas se alíe en secreto con los ilotas o que los ilotas, en todo caso, se contagien del fervor democrático ateniense. Temen que no se contenten con pedir la libertad y que empiecen a pensar en hacer la revolución en Lacedemonia.
Aquel error diplomático garrafal tiene grandes repercusiones en Atenas. Los atenienses habían invertido ingentes recursos en la empresa y se la habían confiado a Cimón, prueba incuestionable de que pretendían honrar su compromiso con lealtad y no conspirar contra Esparta. Muchos de sus hombres han muerto ya. Atenas da por rota su alianza, condena a Cimón al ostracismo y empieza a recomponer sus relaciones con Argos, la enemiga histórica de los espartanos, y a tender puentes con Tesalia y Mégara, hasta entonces socias de Esparta. Los demócratas, con Pericles a la cabeza, ganan poder en detrimento de los aristócratas. Estamos en un punto de suma importancia en la historia de la antigua Grecia, que es la de Occidente entero. Los atenienses lideran la Liga de Delos, una alianza de la que forman parte muchas polis, y empiezan a convertirla en una coalición antiespartana a raíz de la humillación que sufrieron a los pies del monte Itome. Dentro de poco, Esparta hará lo mismo con la Liga del Peloponeso, y ambas federaciones se embarcarán en el mayor conflicto militar de la historia de Grecia: la guerra del Peloponeso. A su término, Atenas perderá su régimen democrático, su esplendor artístico y cultural y su posición de liderazgo sobre los pueblos griegos, que nunca volverá a recuperar.
En cuanto a los ilotas enriscados en Itome, he aquí una noticia reconfortante: no ganaron, pero tampoco perdieron. Un buen día, después de diez años de asedio, los espartanos empiezan a dar publicidad a un mensaje que ha lanzado el oráculo de Delfos, que dice así:
Si en Itome algún varón,
ante el Zeus divino,
se humilla y pide perdón,
suéltenle de la prisión,
vaya libre su camino.14
En realidad, es un pretexto para capitular alegando piedad religiosa y no el verdadero motivo: que no logran rendir la plaza. Esparta se declara vencedora y decreta una amnistía para los hombres ilotas de Itome, a los que se permite abandonar el santuario con sus familias a cambio de que no vuelvan a poner un pie en toda la península del Peloponeso. Poco después, en el 455 a. C., Atenas cede una ciudad entera para ellos: Naupacto, que en nuestra época conocemos como Lepanto. Atenas no es antiesclavista ni muchísimo menos que eso, pero los ilotas son los enemigos de sus enemigos y con eso es más que suficiente. Los ilotas de Itome se instalan en su nueva ciudad y dejan de ser ilotas. Ahora son mesenios de Naupacto. Han conseguido lo que querían: abandonar Esparta y convertirse en personas libres. Ni más ni menos que eso. Pensándolo mejor, quizá sí ganaron ellos.
Los espartanos, por desgracia, continuaron teniendo ilotas. No todos se habían sumado a la revuelta o lo habían hecho pero no habían logrado llegar hasta el monte Itome. Los cronistas griegos nos cuentan que los ilotas de Esparta se recuperaron en número rápidamente y que sus condiciones de vida empeoraron todavía más después de aquello, durante la guerra del Peloponeso y la posterior hegemonía espartana en Grecia15. A finales del siglo III a. C., cuando los primeros romanos entraron en la ciudad, todavía quedaban ilotas en sus campos. No fueron liberados de forma definitiva hasta el 192 a. C., cuando la Liga Acaya, una nueva coalición, venció a los espartanos y abolió sus instituciones ancestrales, incluyendo la agogé, el ilotismo y la clase social perieca.
Hoy tenemos problemas para poner nombre a lo que ocurrió durante la tercera guerra mesenia. ¿Acaso fue una guerra de verdad? ¿No se trató, más bien, de una secesión o una deserción en masa? ¿O fue la contrarrevolución de una revolución de la que apenas sabemos nada? En todo caso, resulta tentador seguir el consejo de los cronistas antiguos, que advertían, ya en su época, de las implicaciones que tuvo el conflicto en el devenir de la historia. No cuesta imaginar un mundo donde las placas tectónicas de África y el Egeo hubieran colisionado con menos fuerza aquel día de primavera del año 464 a. C., donde el terremoto no hubiera tenido lugar, los ilotas no se hubieran rebelado, Esparta no hubiera humillado a Atenas y la guerra del Peloponeso, en suma, no hubiera tenido lugar o se hubiera desarrollado, simplemente, de forma distinta a como lo hizo. No cuesta imaginar que, si Atenas hubiera conservado su hegemonía, en lugar de cedérsela a Esparta a finales del siglo v a. C., el mundo en el que vivimos sería muy, pero que muy distinto del que conocemos. Y para cambiar todo eso bastaron veinte segundos. Veinte segundos hace dos mil quinientos años.
Notas
(1) Plutarco, Vida de Cimón, 16.
(2) Armijo, R.; Lyon-Caen, H.; Papanastassiou, D.: «A Possible Normal-Fault Rupture for the 464 BC Sparta Earthquake». Nature, vol. 351, n.º 6322, pp. 137-139 (1991).
(3) Pausanias, Descripción de Grecia, libro III, 20. En la Antigüedad se daba por sentado que los ilotas debían su nombre a la antigua ciudad de Helo, pero hoy se considera una etimología incorrecta. No existe consenso en torno al origen de la palabra.
(4) Heródoto, Historias, libro IX, 10. Este recuento, muy repetido, es una extrapolación. Heródoto solo habla de los varones mayores de edad, tanto espartanos como ilotas, en la batalla de Platea, que tuvo lugar en el 479 a. C. Los espartanos congregados allí eran cinco mil, dice, y cada uno comandaba una pequeña compañía de siete ilotas.
(5) Varias fuentes clásicas mencionan ilotas fuera de Esparta. Se cuenta, por ejemplo, que las enfermeras ilotas estaban muy valoradas en Atenas. Se trataba de ilotas capturados por otras potencias en algún punto de Lacedemonia, y sus hijos y nietos, que se convertían en esclavos convencionales al abandonar las fronteras espartanas. Pese a eso, la costumbre hacía que se les siguiera denominando ilotas.
(6) Existía una figura más, la de los epeunactes, aunque es poco conocida. Eran varones ilotas a los que se ponía la obligación de acostarse con viudas espartanas y darles hijos. También se denominaba así a los propios hijos, que no gozaban de derechos plenos. Esparta sufría un déficit de varones crónico, fruto de la eugenesia y de la obligación que tenían los hombres de servir en el ejército.
(7) Ateneo de Náucratis, El banquete de los sabios, 14, 647. Es muy probable que Ateneo incurriese en algunas exageraciones: está citando un pasaje de Historia de Mesenia, de Mirón de Priene, un cronista ferozmente antiespartano.
(8) Plutarco, Vida de Licurgo, 28.
(9) Platón, Leyes, libro IV, 776.
(10) Plutarco, Vida de Licurgo, 28.
(11) Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, libro IV, 10.
(12) Las alianzas militares, denominadas simaquías, eran frecuentes entre las polis griegas, y nos consta que Esparta solía incluir esta cláusula en las que firmaba. En su Historia de la guerra del Peloponeso, libro V, 3, Tucídides escribe que, en el acuerdo que sellaba la Paz de Nicias, firmado por Esparta y Atenas en el 421 a. C., una de las estipulaciones era esta: «Si los ilotas o siervos de los lacedemonios se levantaran contra ellos, los atenienses estarán obligados a ayudarlos con todo su poder».
(13) Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, libro I, 12.
(14) Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, libro I, 12. El oráculo de Delfos no estaba libre de corrupción. La institución aceptó sobornos a cambio de emitir determinadas advertencias y profecías en numerosas ocasiones. Es muy probable que esta fuera una más.
(15) Especialmente, para los de origen lacedemonio. Los ilotas mesenios fueron liberados tras la batalla de Leuctra, en el 371 a. C., en la que Tebas venció a Esparta. La propia Mesenia se independizó del Estado espartano y conoció una época de cierta prosperidad durante la hegemonía tebana sobre Grecia.
Impecable. Gracias
Hacía demasiado tiempo que no disfrutaba con un artículo de Jotdown, ¡gracias!