Ocio y Vicio Destinos

Una pequeña gran aventura en tren

Una pequeña gran aventura en tren

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 47 «Locomotive»

Tenía que coger dos trenes para llegar al trabajo. Un Talgo y un regional. Y, a la vuelta, lo mismo, aunque a veces en lugar del Talgo pillaba un Euromed. Entonces era muy fácil, porque todos los trenes pasaban por la misma estación. De Valencia a Tarragona tenía tres horas, luego dos horas esperando a que saliera el regional hacia Lérida, que me venían estupendamente para comer con tranquilidad. Y ya solo faltaba una hora más de tren, que se me pasaba muy rápido, porque nos metíamos por las montañas y nunca me cansaba de ver el paisaje. Casi me daba pena saltar al andén en la estación de L’Espluga de Francolí, porque me apetecía seguir viajando, porque se estaba muy cómodo en el tren, donde no hacía frío, donde no sufrías ese viento tan horrible que bajaba de las sierras y te empujaba hacia atrás, haciendo que cargar tu maleta y tu mochila por las cuestas que llevaban a la pensión resultara sumamente difícil. 

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No, aunque el viaje era largo y significaba dejar a la familia, a los amigos, mi ciudad, mi casa, hasta el próximo fin de semana, lo cierto es que no se me hacía nada pesado, y siempre me quedaba con ganas de más. Por eso, los miércoles, que era mi día libre, me levantaba de buena mañana y cogía el mismo regional que me había traído desde Tarragona, pero no para volver, sino para continuar hasta Lérida. Y no contento con subir hasta los valles más estrechos de la cordillera Costero-Catalana (que aquí de «costera» no tenía nada) y bajar luego lentamente a Lérida, en lugar de quedarme tranquilamente al abrigo de sus calles bulliciosas, cambiaba rápidamente de tren y continuaba, cruzando la niebla que solo desaparecía al entrar en las primeras montañas, después de salvar el río Segre en Balaguer, hasta los desfiladeros que eran la puerta natural a los Pirineos y que se abrían repentinamente al subir a La Pobla de Segur. 

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Otras veces cambiaba de ruta y me iba a Zaragoza. Me daba un paseo rápido por la ciudad, hacía fotos en la fabulosa estación de Delicias (sí, ya sé que hay gente que no comparte eso de «fabulosa», es lo que tienen estaciones tan modernas y descomunales), y por la tarde volvía a Lérida en un regional que siempre iba medio vacío y que jugaba a engañar al viajero, porque parecía que se dirigía a Huesca pero luego torcía juguetonamente hasta Monzón, para, esquivado el desierto, volver a las huertas de Lérida. Allí repetía el gran salto de un andén a otro a toda velocidad, porque mi último regional del día ya estaba esperando. Y desde allí otra vez al pueblo, al frío que bajaba de la sierra y que llevaba siglos congelando a los monjes de Poblet, a meterme de cabeza en la pensión, porque las noches de invierno eran muy largas y la temperatura siempre estaba bajo cero (podría decir que lo peor de todo era el frío, pero no: era la niebla, la niebla que duraba semanas enteras). Volvía satisfecho, tanto que no me importaban la soledad de la pensión, ni la tristeza de hablar por teléfono con los niños o con mis padres o con mi mujer (una tristeza momentánea, que duraba poco), ni las preocupaciones y obligaciones del trabajo, que volvían a mí como perros fieles al reencontrarme con mis libros de texto y mis carpetas de fotocopias. Sabía que en dos días tenía que regresar a Valencia. Y que luego, al domingo siguiente, todo este jaleo viajero, esta vida con la maleta siempre preparada, este no estarse quieto en ninguna parte y estar ansioso por verlo todo, por conocerlo todo, iba a continuar, si había suerte, una semana más. 

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Acababa de entrar en la bolsa de Cataluña y era mi primera sustitución. No sabía cuándo terminaría. Podía seguir allí hasta final de curso o podía irme a la semana siguiente. Luego me darían, esperaba que pronto, otro destino. Cambiaría de compañeros, de lugar, cambiaría de escenario pero continuaría con lo mismo: trenes, autobuses, pensiones y clases, con otros alumnos, en otros institutos. Venía de pasar cinco años horribles en el paro, cuidando de mis hijos pequeños, buscando trabajo y estudiando oposiciones (que no sabía cuándo iban a convocarse), así que necesitaba salir de casa, salir de mi barrio, de mi ciudad, moverme, ver mundo, hacer algo, tener un sueldo (aunque fuera escaso, porque esta sustitución era de un tercio de jornada, es decir, que daba muy pocas clases y, por tanto, mi sueldo era un tercio del sueldo normal de un profesor), al que tenía que restar la pensión (incluida la «tasa turística», que pagaba religiosamente aunque yo no era un turista), las comidas, los billetes de tren, etc. Vamos, que, si lo contaba bien, resultaba que estaba perdiendo dinero, pero no podía rechazar una «adjudicación» porque me tiraban de la bolsa. Y me había costado mucho empezar a trabajar. Por supuesto, cada día de trabajo me daba puntos, y estos puntos me iban a venir de maravilla para luego pillar otra sustitución mejor, de jornada completa, como, de hecho, pasó después, en Cambrils, aunque eso es otra historia.

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Ahora el Talgo y el regional no paran en la misma estación. El Talgo va por las vías del AVE, como el Euromed, y la estación del AVE queda muy lejos de la antigua estación de Tarragona, de donde sigue saliendo el regional a Lérida. Entonces, cuando yo empecé en Cataluña, viajar era mucho más fácil. De hecho, a la vuelta ni siquiera compraba el billete con anticipación. En L’Espluga de Francolí no había taquillas, el billete se lo comprabas directamente al revisor. A veces, el revisor no pasaba y, por tanto, viajaba gratis, cosa que no me hacía gracia, como se pudiera pensar, porque, si no había revisor, nadie contaba el número de viajeros y, por tanto, las estadísticas de uso del tren eran falsas, pues siempre figuraban menos pasajeros de los que en realidad tenía). Cuando llegaba a la estación de Tarragona, justo al lado del mar, preguntaba cuándo pasaba el próximo tren a Valencia y siempre tenía billete y, además, nunca tenía que esperar mucho rato porque pasaban muchos trenes. Ahora, la cosa está más complicada. Los miércoles, mi día libre, mi día de «coger trenes por placer», también era lo mismo: sobre la marcha, saltando de un tren a otro, mirando los horarios y comprobando que era posible salir por la mañana desde las montañas de Tarragona, bajar a la llanura de Lérida, cruzar los Monegros y comer en Zaragoza, o subirme a las primeras grandes sierras de los Pirineos, hasta La Pobla de Segur, y luego volver sobre mis propios pasos (o sobre mis propias vías, mejor dicho), y estar en mi pequeña habitación, mi campamento base, a la hora de cenar. 

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En aquel momento, no sabía que estos viajes iban a darme la idea de escribir una serie de textos en uno de mis blogs, que esos textos se convertirían pronto en una serie de artículos en una revista digital, y que, finalmente, esos artículos serían el germen, la levadura, de un libro de viajes en tren: España en Regional, al que luego iban a seguir otros libros, y así hasta hoy. Entonces viajaba de una manera «inocente», sin obsesionarme por tomar buenas fotos (que luego me sirvieran para el libro), sin tener que cumplir con una obligación autoimpuesta (entregar el libro a tiempo al editor). No, entonces simplemente viajaba por placer, miraba el paisaje, leía algún libro, escribía algo en mi cuaderno, hablaba con los otros viajeros. Y nada más. La felicidad podía ser una cosa tan simple. Por supuesto, esto era solo una parte del viaje, porque, algunas veces, cuando volvía a casa después de toda la semana de trabajo y mi tren se retrasaba por la razón que fuera, el cansancio se empezaba a notar, y las ganas de viajar quedaban borradas lentamente por las ganas de estar en mi casa, mi verdadera casa, no en mi casa provisional y solitaria, aunque cómoda. Sin embargo, no es extraño que ahora eche de menos aquella época en que todo empezó a moverse, y cuando vivir ya era, en sí mismo, una gran aventura.

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