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NYC Subway Blues

NYC Subway Blues
Nueva York ca. 1970. Fotografía: Tony Vaccaro / Getty.

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 47 «Locomotive»

En una escena de la serie Mad Men, Peggy Olsen, la joven publicista en el centro de la historia, está buscando piso en el Upper East Side, en York Ave con la calle 84. La mujer de la agencia le muestra el salón, la cocina, habla del ascensor. Olsen, sin embargo, está preocupada por el metro; la parada más cercana, en Lexington Ave, está a más de un kilómetro de distancia. Es 1968, y el Nueva York sucio y peligroso de los setenta y los ochenta está a la vuelta de la esquina. La agente le dice que no se preocupe; en cuanto terminen la línea de la Segunda Avenida, tendrá una estación al lado. 

Para alguien que no conozca NYC, Nueva York, esta conversación es bastante trivial; una chica ambiciosa buscando piso en la periferia de un barrio respetable de Manhattan. Para los sufridos habitantes de la ciudad más grande y próspera de Estados Unidos es un chiste casi doloroso. El proyecto de la línea de la Segunda Avenida databa de 1968, aunque las obras no empezaron hasta 1972. La crisis financiera de la ciudad las paralizó poco después. Tras décadas de torpeza, incompetencia y tonterías variadas, las obras no se reanudaron hasta 2007, con la intención de tenerla acababa a tiempo para los juegos olímpicos de 2012. Fue una suerte que Nueva York no los acogiera, porque acabó entrando en servicio en 2017. Era la primera línea nueva en abrirse en la ciudad desde 1989.

Llamar a lo de la Segunda Avenida una línea de metro, sin embargo, es bastante generoso. El proyecto inicial, de algo menos de catorce kilómetros, resultó ser demasiado grande, caro y complejo para la MTA, así que decidieron dividirlo en tres fases constructivas separadas. Lo que acabó por entrar en servicio fue un ramal de menos de tres kilómetros y tres estaciones que conecta con otra línea bajo la calle 63. Inexplicablemente, el proyecto acabó costando 4450 millones de dólares, o más de 1500 millones por kilómetro, unas quince veces el coste de lo que cuesta construir una línea de metro en Madrid. La segunda fase, continuando la línea hacia el norte, iba a salir aún más cara (2500 millones/kilómetro), hasta que la mofa y el escándalo de los expertos ante la colosal chapuza en ciernes forzó a la ciudad a revisar el proyecto. 

A pesar de la enorme, colosal incompetencia de todos los presentes en su construcción, las décadas de retraso y el hecho de que nadie parece tener ni la más remota idea sobre cuándo entrará en servicio el resto de la línea (la duda es si la verán mis nietos o bisnietos), la buena noticia es que los trenes van llenos: Manhattan es tan densa, vital y frenética que apenas dos años después movía casi doscientos mil viajeros al día, casi tantos como la línea 1 del metro de Madrid, la segunda con más tráfico de la ciudad. 

Nueva York sería un lugar imposible sin su metro; tras décadas de maltrato, recortes y negligencias, el déficit de infraestructuras es tal que cualquier extensión se llenará de inmediato. Sus éxitos, fracasos y evolución explican bastante esta urbe maravillosa, desesperante, ambiciosa e intensamente cutre que insiste en autoproclamarse como la mejor ciudad mundo. 

La primera línea del metro de Nueva York abrió en 1904, conectando el sur de Manhattan con Midtown. Ya desde el principio fue una obra revolucionaria, construida con la intención de llevar enormes cantidades de gente a gran velocidad de un extremo a otro de la ciudad. Sus impulsores construyeron un túnel con cuatro vías, dos para trenes locales, dos para trenes exprés con menos paradas, dando una capacidad de transporte colosal al sistema.

Nueva York por aquel entonces, además de tener calles atestadas de tráfico rodado, tenía una enorme red de ferrocarriles urbanos en viaducto («Ls», por elevated) por encima de sus calles. La ciudad estaba creciendo a un ritmo desaforado. Entre 1900 y 1910, su población aumentó casi en un 40 %, con cientos de miles de inmigrantes llegando a su puerto cada año. Barrios enteros aparecían de un día a otro, siguiendo el recorrido de unos «L» cada vez más atestados. Había demanda de sobra; así que el IRT, la compañía privada que construyó el primer tren subterráneo viable (hay algunos experimentos extraños con trenes neumáticos anteriores bastante delirantes), apostó por ofrecer un servicio más rápido y cómodo que sus competidores en superficie.

Durante las décadas siguientes, Nueva York construyó líneas de metro como loco. Entre 1904 y 1941, las compañías que operaban el sistema construyeron una red con trescientas ochenta y ocho estaciones. La demanda era tal que, ante la saturación de las dos operadoras privadas del sistema (IRT y BMT) y su reticencia a construir más líneas, la ciudad creó su propia compañía pública, el Independent Subway o IND, primero para competir con ellas construyendo más túneles, y después (tras arruinarlas durante la Gran Depresión) para acabar absorbiéndolas en 1940. 

Ese esfuerzo inversor, sin embargo, se detuvo prácticamente en seco tras la Segunda Guerra Mundial. La ciudad terminó un par de proyectos que habían quedado a medias con los racionamientos durante el conflicto; seis estaciones en los años cuarenta, una quincena en los cincuenta. En los años siguientes, hubo más cierres de líneas que nuevas aperturas; el metro de Nueva York hoy es más pequeño que en 1950. Entre ellos, la línea elevada sobre la Tercera Avenida en Manhattan, que cerró al tráfico a finales de los cincuenta con la expectativa de ser sustituida por esa línea paralela nueva bajo la Segunda. 

Las cinco estaciones que han entrado en servicio este siglo son todas ellas retales de obras proyectadas en los setenta, muchas de ellas derivadas del plan original del IND de 1929. Las ampliaciones de postguerra han sido en los márgenes, casi testimoniales. El metro de Nueva York, en toda su colosal, enorme, megalómana gloria, estaba esencialmente terminado en su forma actual en 1941. 

Los líderes de la ciudad, desde entonces, han tenido la enorme suerte de que el sistema que construyeron en aquellos tiempos era el mejor sistema de metro del mundo, y es muy posible que siga siéndolo ahora. Aun con sus cierres, sus achaques, el metro de Nueva York sigue siendo hoy el más grande del mundo por número de estaciones (424) y décimo en número de viajeros. 

Es una lástima que esté en el país más incapaz de gestionar una obra así del planeta. 

NYC Subway Blues
Un tren en la estación de metro de Queens, Nueva York, ca. 2010. Fotografía: Getty.

El metro de Nueva York fue construido para durar, sin duda. Casi toda la red troncal del sistema tiene cuatro vías, dos locales y dos para expresos, extendiendo el esquema inicial del IRT por toda la ciudad. Esto permite que incluso barrios que están muy lejos de Manhattan tengan tiempos de viaje razonables con el centro, algo esencial en una ciudad tan extensa. También ofrece la posibilidad de mover una cantidad de gente tremebunda en hora punta: la línea bajo la avenida Lexington lleva cada día 1,3 millones de viajeros, más que toda la red de metro de Barcelona. También ayuda que operan con trenes larguísimos; en las líneas más «modernas» construidas por el IND, más de doscientos metros, con once coches cada uno. El tener tantas vías, además, permite hacer mantenimiento sin cerrar el sistema por la noche. El metro de Nueva York es el único en el mundo que está abierto las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año, de una punta a otra de la red. 

Todo esto hace, por supuesto, que las terribles, constantes pifias de sus gestores sean aún más frustrantes. Los gestores del metro de Nueva York están convencidos de que el zénit de su precioso sistema lo alcanzaron en algún momento allá por 1946 (cuando llegó a transportar dos mil millones de viajeros anuales) y todo lo que ha venido después es decadencia hacia los terribles, traumáticos ochenta; una época en la que transportó menos de mil millones de personas. La ciudad consiguió resucitar el sistema en años sucesivos, y tras mucha limpieza, reparaciones e inversiones para enmendar décadas de dejadez y abandono, este rondará los mil setecientos millones de viajeros. Desgraciadamente, ha hecho poco por modernizarlo.

El sistema de señalización del metro de Nueva York está más que anticuado; gran parte de sus instalaciones de seguridad datan del plan de modernización impulsado por sus reguladores en 1927. Cuando funcionan bien, hacen su trabajo de forma admirable, pero el problema es que la mayoría de ellas fueron instaladas entre los treinta y los sesenta, y tienen la mala costumbre de estropearse. Dada la extraordinaria antigüedad de los equipos, a estas alturas no hay ningún fabricante que ofrezca recambios decentes, así que las reparaciones son inevitablemente un cúmulo de pegotes y chapuzas acumulados durante décadas de servicio.

La propia MTA tampoco se fía demasiado de sus instalaciones. Diseñar un sistema de señalización es increíblemente complicado, y los ingenieros que instalaron las señales y definieron los cantones (los segmentos de vía que gobiernan los semáforos en una línea) del metro lo hicieron con trenes de los años treinta, que aceleraban y frenaban más lentamente que el material más moderno. El metro tuvo que adaptarse primero a estos trenes más rápidos, y después, cuando la falta de mantenimiento hizo que los problemas de frenos en los convoyes se hicieran endémicos, poner toda clase de restricciones de velocidad para evitar accidentes. Esas restricciones, inevitablemente, dependían de señales añejas de la era Roosevelt, que no hicieron más que degradar aún más la fiabilidad del sistema. En 2019, dos tercios de los trenes en algunas líneas circulaban con retraso, y los tiempos de viaje eran peores que antes de la guerra.

Cosa que nos lleva a otra de las grandes tradiciones del metro de Nueva York, la de políticos metiendo paletadas de dinero para intentar reparar sus achaques. Cada cuatro años (siguiendo ciclos electorales), el gobernador del estado «descubre» horrorizado que el metro va mal, hay décadas de obras de mantenimiento urgentes sin ejecutar y, cielo santo, esa señal fue instalada por Calvin Coolidge la última vez que visitó la ciudad en 1926. Preocupado y alarmado ante el penoso estado de una infraestructura vital para la mejor ciudad del mundo, anuncia un programa urgente y de choque de inversiones que llevará el sistema al siglo XXII. Los legisladores estatales aplauden entusiasmados y le dan a la MTA un saco colosal de dinero para que arregle cosas.

Y se topan, una y otra vez, con la triste realidad de que la MTA es increíblemente incompetente haciendo su trabajo, además de sentir un profundo aprecio por todos esos relés, bobinas y cacharros electromecánicos en su red. Supongo que os acordaréis del elefantiásico presupuesto del metro de la Segunda Avenida. El problema de la MTA es que todos sus proyectos, sin excepción, tienen estos costes fuera de la escala, así que cualquier «plan de mantenimiento» o «inversiones» se topa con la triste realidad de que no llega para nada.

Los costes aparecen en las cosas más insospechadas. Instalar un ascensor en el metro de Nueva York suele rondar los veinte millones de dólares, diez veces más que en Berlín, Madrid o París. Tras gastarse seiscientos millones en renovar el sistema de señales de una línea (la 7), la MTA estimaba que instalar el mismo sistema en el resto de la red les iba costar más de quince mil millones y unos cuarenta años de obras. La agencia tiene la mala costumbre de comprar trenes poco a menudo, casi siempre con diseños anticuados. No fue hasta 2023 cuando Nueva York empezó a experimentar con material con pasillo continuo, y están tratándolo como si fuera el proyecto Apolo. 

La agencia, además, es excepcionalmente testaruda y reacia a cambiar sus procedimientos más elementales. Sus prácticas y su maquinaria de mantenimiento son a menudo paleolíticas, haciendo a mano tareas que otros metros automatizaron hace décadas. El mapa de servicios y líneas es complicadísimo y confuso, con cruces, múltiples destinos, líneas compartiendo túneles y conflictos a patadas, multiplicando retrasos. Llevan décadas rechazando simplificar nada, porque así no es como se hacen las cosas en Nueva York. 

Hay algunos motivos para la esperanza. Tras años de insularidad y provincianismo, el gobernador Andrew Cuomo nombró presidente de la MTA a Andy Byford, un inglés con experiencia en sistemas de metro gestionados de forma competente en otros países. El hombre entró como un ciclón en la agencia, con un plan detallado para arreglar los problemas más urgentes del sistema consistente en que dejaran de hacer las cosas de forma estúpida. La mejora fue casi inmediata, haciéndole inmensamente popular y a la vez provocando celos a rabiar del muy irascible Cuomo, que no tardó en forzar su dimisión. 

El «espíritu» de Byford, no obstante, parece haber pervivido en la agencia. Tras la lluvia de críticas por los desorbitados costes de la línea de la Segunda Avenida, la MTA ha cambiado el diseño de su segunda fase, adoptando las recomendaciones de expertos externos como Alon Levy o Eric Goldwyn. Los responsables quizá no sean demasiado brillantes, pero al menos se han dado cuenta de que tienen un problema y de que deben hacer algo para controlar los costes y mejorar la productividad. 

La agencia, además, va a tener al fin una fuente de financiación más o menos estable y fuera del alcance de los políticos, gracias a la tasa de congestión (peajes) para entrar en Manhattan que empezarán a cobrar este año. En vez de andar siempre con la sombra de los desastres de los setenta y sus obras inacabadas, tendrán la posibilidad de planificar a largo plazo. Con suerte, algún día terminarán esa línea bajo la Segunda Avenida. La segunda fase (2,4 km) dicen que estará lista entre el 2030 y el 2039. Las otras dos siguen sin tener plazo.

Pasarán bastantes años, no obstante, hasta que el metro de Nueva York deje de tener este aspecto decadente de civilización caída décadas atrás. Los trenes larguísimos de metal bruñido sin pintar, el ruido de rueda y carril, el olor a aceite, humo y cloaca, los interminables retrasos, la megafonía incomprensible son reliquias del pasado, de una época en la que Estados Unidos era capaz de construir infraestructuras imposibles.

En 1940, era el metro del futuro. Ochenta y cuatro años después está más sucio, más achacoso y más feo que antes, pero sigue siendo casi milagroso. 

NYC Subway Blues
Nueva York ca. 1980. Fotografía: Barbara Alper / Getty.

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