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Más que ventajas de viajar en tren

Compartimento C, coche 293, de Edward Hopper. ventajas de viajar en tren
Compartimento C, coche 293, de Edward Hopper.

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 47 «Locomotive»

Me gusta el tren por literario. Porque de todos los transportes posibles, quitando las alas de Ícaro, es sin duda el que ha generado más metáforas, más imágenes que nos transportan a velocidad supersónica desde el sentido figurado hasta el corazón de la realidad. 

No puedo perder ese tren, me dijo aquel novio. Ese tren era una chica con ceniza artificial en el cabello, sin rastro de depresión, con una larga tradición familiar de acumular billetes. El dinero es la metáfora que más sentidos imaginarios ha hecho fermentar a lo largo de la historia, más que la palabra corazón. Imantada al suelo, le di mi bendición, agité el pañuelo desde el andén, componiendo con orgullo una última estampa.

Hasta el siglo XVII se pensaba que los imanes tenían alma, ¿cómo, si no, eran capaces de atraer y repeler?

Lo último que supe de él es que peleaba por la custodia de sus hijos en los tribunales. 

A veces es bonito ver pasar trenes. Perderlos todos. 

Me gusta el tren por democrático, podría decirse que la literatura también lo es, no hay alcurnia que libre de un destino trágico en las novelas. El tren es multiclase, sobre todo en contraposición con el avión, donde todo tiene ecos de un ridículo elitismo. Por más que al viajero lo sometan a una humillación que empieza con las horas de espera (¿tal vez patrocinadas por Twitter), continúe en los controles del aeropuerto, lo más cerca que estaremos nunca de sentirnos auténticos criminales (tal vez patrocinados por los servicios de reinserción social), y termine en esos sillones de tortura donde el cuerpo acaba confesando todos sus pecados (tal vez patrocinados por la Sociedad Española de Trombosis y Hemostasia).

Que estás como un tren, me dijo mi amiga que había dicho Juanito, un compañero de quinto que ni siquiera me gustaba. Y aun así, se me subieron los colores a la cara, y mi corazón se aceleró como un AVE con retraso. Era el mejor de los tiempos, el peor de los tiempos, era la infancia, donde las sensaciones laten con tal estruendo que ahogan el pensamiento. Y estás como un tren era solo un piropo excitante, hoy viejuno, un piropo que aún no se había cargado de connotaciones filosas. Y el deseo, un juego inofensivo, una sed sin nombre, una promesa de explotar en algún lugar del futuro. 

Me lo crucé en el patio y aparté la mirada. Nunca pasó nada entre nosotros. Pero qué iba a pasar con diez años si con diez años ya estaba pasando todo.

Me gusta el tren porque está hecho para leer, qué bien se pasan las páginas, que discurren a la velocidad de los cedros, las encinas, los chopos y los cables de la luz. El dedo es el viento amablemente salvaje.

Leer en el autobús o en el coche marea, en el avión es imposible, te dejan a oscuras, pegado a una pantalla (tal vez patrocinada por Netflix). Solo en el tren he deseado que el viaje fuera más largo, para acabar un capítulo, y otro. 

Solo en un tren podría encontrarse por primera vez Ana Karénina con su amante. 

Solo en un tren dos desconocidos podrían planear el crimen perfecto.

Solo en un tren, un personaje como esa mujer, que viene de ingresar en una clínica mental a su marido porque lo ha sorprendido dando vueltas a su mierda con un palito, podría encontrarse con un pasajero que le dice: «¿Quiere que le cuente mi vida?». Y enseguida se ríe: «Ja, ja, ja, era una broma». Y resulta ser el psiquiatra de la clínica donde acaba de ingresar a su marido. 

Anda que menudo tren de vida lleva, dijo mi tía de su sobrino. Y vi flotar sobre su cabeza vestidos de seda irisados, primera clase, revista Hola. Yo imaginé montañitas de coca, torso desnudo en yate a motor, bolso Vuitton. Y, además, ¡mira qué generoso! Y me señaló una especie de centro de flores de tres pisos. La metáfora del dinero suele llevar muchos signos de admiración. «¿Son de verdad?», pregunté. En la siguiente visita, mi tía tuvo que cambiar las admiraciones por signos de interrogación. «¿Tú sabes de dónde sacaba el sinvergüenza el dinero? ¿Tú lo sabes? Había vendido los terrenos del abuelo, ese tren lo pagábamos todos», dijo. Y añadió un sombrío punto final.

Me gusta el tren porque en él se conversa bien. Las escenas se tiñen de una luz tan trascendental como ligera, entre cinematográfica y novelesca. Creo que es el vaivén constante, que produce cierto extrañamiento en la mirada. El tren favorece el arte, esa es mi teoría. El arte trata de atrapar el tiempo, hacer una fotografía de la realidad en movimiento y que no salga borrosa, detener el tiempo. Y el tren es el medio ideal: en ese movimiento físico multiplicado por el movimiento temporal hay más posibilidades de atrapar la eternidad, aunque solo sea un instante. De la misma manera que en matemáticas, menos por menos es más. Vale, es solo una teoría. 

Y se me acaba de ocurrir una idea fantástica: hacer una exposición en un tren. Los pasajeros acudirían al vagón galería a admirar las obras de arte móviles y luego a tomar un vinito de honor en el vagón cafetería. 

Vuelvo de Google para deciros que esa idea fantástica ya se le ocurrió a alguien. En 2006, Renfe puso en marcha el proyecto del Expotren, donde se exponían obras solidarias. ¿Y una presentación de un libro con el autor o la autora de pueblo en pueblo? Ahí dejo la idea, esperando que no quede en vía muerta.

Lo nuestro fue un choque de trenes, descarrilamos en la primera pregunta. El escritor superventas contestó: «Yo solo escribo ficción, no me interesa contar mi vida». Yo dije: «Mi vida en el papel es pura ficción». Y también: «Los libros que he escrito siempre me han sucedido». Él dijo: «Yo soy especialista en la Antigua Roma». Yo dije: «Yo soy bastante especialita». Saltaron chispas aunque no de pasión. 

Y por último, me gusta el tren por humilde. Frente al milagro de volar o lo inverosímil de navegar, la sencilla magia de deslizarse. No he de realizar un acto de fe en la ciencia cuando subo a un tren. La rueda la entiendo desde niña.

Cuando nos conocimos, mi marido me dijo: Quisiera ser un tren y atravesar tu oscuro túnel. Nos reímos. Jugábamos a decir tonterías y cursiladas para llevarnos a la cama.

Rilke dijo: «Quiero estar con los que conocen cosas secretas, si no, prefiero estar solo». 

Creo que yo también. Y ya me apeo de este tren en marcha.

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2 Comentarios

  1. Gracias por el sugerente viaje.

    «El tren/Un día yo quise viajar en él/Subí despacio y me acomodé/Vi rostros deshechos de satisfacción/Si controlas tu viaje serás feliz»

  2. José Luis

    No hay duda. Voy por el camino que es. El único que podía tomar. El camino evidente. El camino marcado con rayas blancas y con semáforo en verde. Era el único camino posible, no quedaba otra cosa que hacer. Y sí, hay cierta seguridad en mi alma al haberlo tomado. A ver, siento que me he montado en el tren (“que va a ninguna parte”, diría Sabina) correcto, que tengo un buen asiento con ventanilla, que partí a tiempo, aunque un poco enredado con las maletas, un poco trastornado ante lo engorroso de los trámites, yo que siempre viajo ligero. Sin embargo, no lo puedo negar, no me puedo hacer el indiferente ni el loco con ese hálito de tristeza ahí adentro. No, no es un escándalo de tristeza, no es esa que a uno sacude en llanto, no es tristeza ésta a la que se le salgan los mocos. Es como si me hubiera quedado en la estación, con el pañuelo en blanco, despidiéndome a mí mismo, sabiendo que ya no estaré más en esa historia que era como un centro, como una constelación, mi vía láctea. Miro por la ventanilla, entiendo a las vacas seguras en su pasto, entiendo a ese hombre que labra la tierra y la sabe fértil y agradecida en sus frutos. Yo, mientras, no tengo cinturón de seguridad en este tren destartalado que me lleva. Y sí, quiero llegar y caminar por tierra firme, pero sé que la ruta es larga, quizás con escalas. Y mientras me despido en la estación con el pañuelo en alto, en realidad ya llevo horas en el tren recordando que alguna vez hubo una estación donde estoy despidiéndome, a sabiendas de que dejé pasar demasiados trenes, pero que ahora sí, ahora tengo asiento asignado con ventanilla. Y rumbo.

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