—¡No me miraron! Perú: rojo, blanco, rojo.
Así, con golpes de pecho, el presentador del Un, dos, tres… responda otra vez, Kiko Ledgard, llamaba la atención en 1972 a una pareja de concursantes que debía nombrar países cuya bandera incluyera, total o parcialmente, el color rojo, una vez concluida su eurocéntrica enumeración. Con ese gesto y comentario no solo ponía de relieve su condición de profesional inmigrante en la España tardofranquista de los 70, sino su proverbial inclinación a ayudar a quienes participaran en cualquiera de los muchos concursos que le tocó conducir, como un ingrediente más de esa amable complicidad y excentricidad entrañable con que se ganó el corazón del público. Porque en España, todas las personas mayores de cincuenta años le recordamos como parte indisociable del Un, dos, tres; pero antes, en su país, Kiko Ledgard había sido maestro de ceremonias de innumerables programas televisivos… además de nadador de élite, campeón de boxeo, comercial, dibujante, publicista, ejecutivo, actor de cine… e incluso soldado raso, ¡pues llegó a alistarse en la brevísima guerra del Perú contra Ecuador en 1941!
De toda esa faceta desconocida en gran medida para quienes lo descubrimos en su etapa ibérica trata el presente reportaje, recuento somero de la vida y milagros de este peruano que conquistó los hogares españoles únicamente armado de infinita simpatía, calcetines de colores disparejos y varios relojes en cada brazo.
Las múltiples vidas de Kiko
Enrique Rodolfo Ledgard Jiménez nació en 1918 en Lima, en el seno de una familia acomodada con raíces británicas y escandinavas. Su abuelo Walter, un comerciante inglés emigrado a América, hacía transacciones entre Chile y Perú cuando, tras el estallido de la guerra del Pacífico que enfrentó ambas naciones de 1879 a 1884, se vio obligado a escoger bando: comprometido con una joven pudiente de la ciudad fronteriza de Tacna, la más tarde reputada historiadora y poeta de origen alemán Sara Neuhaus, el destino de sus descendientes quedaría ligado al suelo peruano. El único hijo de ambos y padre de Kiko, Carlos Ledgard Neuhaus, tacneño que eventualmente se mudó a la capital, devendría un banquero respetado (presidente del Banco Alemán, entre otros cargos) y también ejercería de diplomático, llegando a ocupar el puesto de cónsul honorario de Alemania en Lima, además de desempeñar durante un tiempo la labor de embajador peruano en Argentina.
Kiko era el cuarto de seis hermanos que parecían diseñados para triunfar, encarnando de paso la versión sudamericana del ideal estadounidense, tan en boga en la época, de «personas hechas a sí mismas». Todos con su grado de audacia profesional y todos exitosos en lo que emprendieron, podían haberse conformado con un cometido gris y de renombre en alguna oficina de papá, pero prefirieron seguir su propia senda. El clan fraterno estaba compuesto por: Sara, amante de las artes y madre del futuro poeta Abelardo Sánchez León; Walter «el Brujo» Ledgard, considerado el padre de la natación peruana: tras ser seleccionado para participar en las Olimpiadas de Berlín 1936 (y en las que no pudo competir al retirarse del evento junto con toda su delegación, como protesta ante la anulación del partido de fútbol en el que la selección de Perú había goleado a Austria), se proclamaría en 1938 campeón de Sudamérica en 100 y 200 metros libres, así como de 200 al año siguiente; Carlos, presidente de la Cámara de Diputados en dos legislaturas; Kiko, inicialmente la oveja negra de la camada; Rodolfo, profesor de literatura en la combativa Universidad de San Marcos y un eximio bohemio; y Reginald, ingeniero agrónomo. Según el académico Melvin Ledgard, hijo de Reginald y sobrino de Kiko, amén de brillante ensayista sobre cine y cómic latinoamericanos (suyo es el imprescindible estudio De Supercholo a Teodosio: Historietas peruanas de los sesentas y setentas), «de niño sientes fascinación por esos personajes tan pintorescos y diferentes entre sí, a pesar de lo cual eran muy unidos y formaban un ambiente familiar muy armonioso. De joven quieres que te conozcan por ti, no por ellos, porque en cuanto decía mi apellido siempre me preguntaban por Walter o Kiko. Son parte de mi infancia en los años 60».
El prestigioso arquitecto Reynaldo Ledgard, hermano de Melvin, atesora una inmensa admiración hacia sus tíos, es decir, Kiko y sus hermanos: «Kiko no fue el primer famoso de la familia. Para mí todos los hermanos eran fascinantes. Para un niño eran larger than life. Personajes míticos. Mi padre era el menor y más discreto. Pero los cuatro juntos eran espectaculares. En un momento en que el pensamiento en Perú era muy convencional, ellos eran librepensadores, cada uno discutiendo por sus ideas, sí, pero respetando la forma de ser de los demás. Los chicos los rodeábamos y mirábamos con gran admiración. Y Kiko en concreto era una persona moderna: lo notabas en sus valores, en su manera de hablar, en su aspecto, en su elegante humor de inteligente frivolidad, tal vez influido por sus orígenes ingleses, y en su exhibicionismo. ¡Y su excentricidad! Incluso tenía un Isetta, un miniauto que se abría por delante, y él le había hecho instalar una hélice arriba y parecía un minihelicóptero cuando circulaba».
Quizá la vocación artística y deportiva de su madre, María Jiménez Correa, bullía también en las venas de sus hijos, así como su talante independiente: hay quien afirma que fue la primera mujer en circular al volante de su propio coche por la tradicional capital peruana… Por su parte, Kiko no se arredraba tampoco como ávido gimnasta y, ya desde adolescente, participó en competiciones de natación junto a su hermano mayor. De hecho, los hermanos Carlos, Kiko y Walter integraron los ¾ de un equipo de relevos con el que ganarían el campeonato sudamericano de 4×100 metros en 1938.
En esta web consagrada al Un, Dos, Tres se abunda sobre el espíritu libre de Kiko, quien «nadaba, boxeaba y pintaba letreros camineros o decoraba escaparates para ganarse la vida». Siempre dibujó bien (varios consultados aluden a su posible paso por Bellas Artes, dato que no hemos podido corroborar), pero como púgil llegó además a ser campeón nacional, curiosamente a espaldas de su padre: para que este no averiguara de su dedicación al boxeo, su hijo siempre peleaba con el nombre y apellido bautismales que nunca usaba (es decir, Rodolfo Jiménez). «Mi abuelo lo hubiera matado de saber que boxeaba», comenta el informático y docente de GMAT Clipper Ledgard, único de los hijos de Kiko que hoy día reside en Lima.
Así, entrenado por el protector Walter, Kiko se haría con el título de campeón peruano de los pesos medios en 1946 y en 1947. «Generalmente ganaba y terminaba en dos rounds», afirma su hijo y confirma Reynaldo: «El campeonato nacional lo ganó en treinta segundos porque siempre pillaba fríos a sus oponentes y la obsesión de Walter era que entrara ya muy activo al ring. Walter tenía mucho ascendiente sobre Kiko». Fue en esa época cuando adquirió la costumbre de vestir dos calcetines de colores dispares, uno azul celeste y otro rojo (los cambiaría por rojo y negro para la televisión). Al parecer, por despiste peleó así uno de sus combates. Tras ganarlo y caer en la cuenta de las prendas discordantes, decidió que llevar puestos dos calcetines de diferente color le traía buena suerte y lo convirtió en un hábito y marca de identidad.
Académicamente, había iniciado la carrera universitaria de Arquitectura, para abandonarla a los dos años: al parecer, estudiar no era lo suyo. Como trabajos «serios», ocupó un cargo de comercial en BOAC (la actual British Airways) y en IBM, probó también a ser decorador de interiores infantiles y acabó como ejecutivo en la multinacional publicitaria McCann Erickson, su primera profesión de largo aliento y donde se sintió a gusto porque, según su hijo, «era muy creativo». En 1947, con 28 años, contrajo matrimonio con una chica de la alta sociedad, Ana Teresa Marrou, «una tía muy simpática que había estudiado en Inglaterra. Ella procedía de una familia de hacendados de Chincha, muy buena gente», Melvin dixit. El padre de Kiko les obsequió un apartamento, como hacía con toda su prole como regalo de boda, que la nueva pareja no tardaría en llenar: Kiko y Ana Teresa procrearían once hijos a lo largo de las siguientes dos décadas.
Pionero de la tele
En septiembre de 1959, la vida de Kiko dio una pirueta como aquellas a las que tan aficionado era él (y que le acabarían costando la profesión y su integridad física y cerebral), al ponerle por azar y a sus 40 años en el vórtice del incipiente mundo de la televisión. Sus superiores en McCann Erickson le encargaron que diseñara para el Canal 4 (América TV) un programa concurso titulado La pareja 6, bautizado así por nacer bajo el patrocinio del detergente Seis («que lava la ropa en un dos por tres», decía su lema). Kiko lo desarrolló basándose en la fórmula del ocio televisivo estadounidense, en este caso siguiendo el patrón que en España se materializaría décadas más tarde en el concurso Su media naranja; pero al no encontrar a ningún presentador idóneo y conocedor de su talante extrovertido y desenfadado, el publicista Jorge Álvarez le propuso con buen tino que lo presentara él mismo. Clipper lo tiene claro: «Él no venía del teatro o la radio, como los demás conductores de esa primera televisión. Pero se metía en todo y lo organizaba todo. Era el alma de la fiesta, continuamente organizaba juegos en ellas. Era el más lanzado de la familia». «Encajaba perfectamente en ese nuevo medio», señala Melvin. «Él llegó en el momento adecuado, pero la tele también necesitaba alguien de su espontaneidad: al ser todas las transmisiones en vivo, su capacidad inmediata de improvisación le iba como anillo al dedo».
En La pareja 6, Kiko empezó a ocuparse de todo: de los guiones del concurso, sketches y gags, de la concepción de los juegos y hasta de los premios. El éxito fue inmediato, lo cual facilitó que continuara en su faceta ante las cámaras con programas de corte similar, como La familia 6 y Juego para dos.
«Mi padre siempre fue para mí una persona diferente a todos», comenta Clipper. «Él empezó en la TV cuando yo nací, en 1959. Cuando mi padre salía a la calle todo era “¡Kiko, Kiko!” todo el tiempo, ya estábamos acostumbrados. Y él guionizaba y producía sus propios programas, los regalos salían de su bolsillo. Luego ya sí tuvo equipo».
Decidido a dedicarse a la televisión a tiempo completo, Kiko se pasó dos semanas en los EE UU estudiando las fórmulas de sus concursos más populares, fórmulas que importaría sin pudor y agregándole su cálido carisma. En el mismo Canal 4 ofrecería durante los primeros años 60 una competición diaria para ciudadanos avezados: A concentrarse, DO-RE-MI (basado en el concepto estadounidense Name that tune), Venciendo con vencedor, Bata pone el mundo a sus pies, Casino Philips, La escalera del triunfo…
En 1965 lo ficha el Canal 5 (Panamericana Televisión): allí concibe y plasma programas musicales (Casino, Hit de la noche, Cancionísima) y conduce espacios de corte infantil, como el legendario Villa Twist, contenedor también diario con imaginativos retos y animación que se prolongaría unos cuantos años y donde debutaría la actriz y cantante peruana Regina Alcóver. Más tarde volvería a los concursos puros con Un juego para dos y, sobre todo, Haga negocio con Kiko (1969), versión «inspirada» en el célebre Let’s make a deal estadounidense y prototipo fiel del Un, dos, tres…
Haga negocio con Kiko lanzaría a su presentador al estrellato definitivo en el Perú. Melvin nos explica la razón de tal triunfo: «El elemento clave era Kiko mismo: su personalidad permeaba toda la estructura. Conectaba con gente sencilla e intelectuales a la vez, por su encanto natural. Pero era su capacidad de creatividad y su planteamiento incansable de juegos mentales que establecía con el público lo que le dio el éxito: era un virtuoso del ingenio verbal improvisado, el George Harrison o el Brian Jones del concurso televisivo. La gracia con que guiaba o confundía a los concursantes era única».
La fama no le cuesta
El agudo escritor, periodista y sociólogo Fernando Vivas Sabroso resume bien la idiosincrasia de Kiko durante esa primera etapa catódica en su minucioso ensayo En vivo y en directo: una historia de la televisión peruana (Universidad de Lima – Fondo Editorial): «Campechano y bromista (…), con una extravagancia a flor de piel, para nada confundible con el esnobismo o la sofisticación, Kiko, frecuentemente sin terno ni corbata, era el perfecto animador para un medio que ya por aquel entonces exigía una significativa cuota de informalidad. Kiko fue el vendedor estrella que esperaban la televisión y sus anunciantes (…), el gran “loco” funcional del medio, capaz de improvisar sin salirse de un libreto inexistente. Aprendió rápidamente a estimular la espontaneidad de su público y a que aflorasen sus bajas pasiones metálicas sin echar a perder el buen espíritu del programa. Empezó sonriendo por todo y tomando el pelo inocentemente a los concursantes, pero poco después su timing se aceleró ostensiblemente, se hizo más calculador sin parecerlo, se atiborró de detalles extravagantes y explotó con sus concursantes la infalible treta de la sinceridad. Él les insinuaba la respuesta correcta, ellos desconfiaban y perdían». Como confirmación del furor desatado por el show de Kiko, una reseña en la prensa de la época subraya que «por Haga negocio… han desfilado un mundo de personas famosas, gente sencilla, reinas de la belleza, periodistas, artistas, profesionales y hasta hippies».
Durante tres años, Kiko reinó con ese formato de decisiones emocionantes y grandes premios… que aportaba él mismo con dinero de su bolsillo. Por eso no le gustaba demasiado cuando los concursantes se llevaban el premio mayor, un coche con todas sus ruedas. Eso sí, le daba para vivir junto a su familia en una impresionante casa ultramoderna con piscina diseñada por él mismo en el cerro Los Cóndores, sito en plena sierra sobre Chaclacayo, un suburbio a las afueras de Lima, donde desde 1945 se edificaron varias mansiones de estilo neoandino concebidas por el arquitecto Augusto Benavides. La de Kiko contrastaba con dicho estilo porque era mucho más masiva, austera de formas y horizontal, tipo Los Supersónicos (The Jetsons). En su jardín construyó de propina una casita en los árboles que hacía las delicias de hijos y sobrinos, como rememora Melvin: «¡Kiko también era medio carpintero! Aquella cabaña parecía el hogar de Tarzán y Jane, también tenía un poco de todo. Nos fascinaba. Y las dos piscinas de su casa contaban con un túnel que las conectaba y que él había llenado de dibujos de peces, pulpos y más animales marinos, con toda la gracia de un cómic. Y en el garaje de su casa pintó un pueblo de vaqueros: desde la fachada de la cantina a la baranda para los caballos. Y ahí guardaba su auto».
Su continuo vivir para los demás no era fingido, según Clipper: «A mi padre siempre le gustó la fama. Y siempre fue abierto a todas las entrevistas, nunca las rechazaba, los atendía a todos, por eso lo trataban de maravilla. Por ejemplo, de niño me convertí en un buen practicante del skateboard. Pues hizo que viniera un periodista y me entrevistara. Y salió publicada la noticia “El hijo de Kiko Ledgard hace skateboard”. Siempre fue popular en los medios, incluso tras su retirada». Reynaldo coincide: «Saludaba a la gente como si fueran amigos personales, sin saber el nombre de nadie. Solía pasar tiempo en la terraza de Los Cóndores, escribiendo guiones en su máquina, y la gente pasaba en sus autos por la carretera y frenaban para llamarlo y saludarlo. ¡Gente que no lo conocía! Y siempre conversaba con ellos, él bromeaba con todos. Todo el mundo lo quería».
De nuevo buceamos en el preciso libro de Vivas: «Kiko se había confirmado como el comunicador más expansivo e inventivo —siendo rabiosamente natural— del medio. Dibujaba, concebía y planeaba pero, eso sí, en vivo resolvía todo. Sus concursos, sin que nos diéramos cuenta, fueron resbalándose de lo lúdico a lo atrevido y a lo sádico, a lo materialista y a lo explosivamente cómico».
Embajador del cine
Esa vis cómica daría lugar a la faceta artística de Kiko menos conocida en España: su breve incursión en el cine. En 1966 se anima a producir y protagonizar el largometraje peruano El embajador y yo, comedia de aventuras en blanco y negro dirigida por el argentino Óscar Kantor, en la que aquel se reserva un doble papel, al tratarse de la millonésima versión jocosa basada en el equívoco medular de El principe y el mendigo.
Según Clipper, «él la definía como una mezcla de James Bond y Cantinflas. Combina una trama de espionaje con el humor visual. El crítico de la época Alfonso La Torre, tal como recoge el cinéfilo limeño Ricardo Bedoya, reprochaba a mi padre que hiciera tantas muecas y acrobacias, cuando su gracia residía en el humor verbal. Pero la película cosechó mucho éxito comercial».
Para Melvin, «Kiko estaba explorando terrenos nuevos y El embajador y yo fue un capricho suyo. El éxito de esa película fue todo un evento en mi niñez. A veces cuando los visitaba años más tarde, Teresa me decía en broma: “Aquí en sobremesa solo hacemos dos cosas: o jugamos canasta o vemos El embajador y yo”. Y yo siempre quería ver su copia de la película en video».
El filme estaba repleto de estrellas mediáticas peruanas y no albergaba ninguna pretensión más allá de procurar la misma diversión que un programa de entretenimiento en el televisor. Algunos chistes conservan una gracia burda por su frescura y retranca popular, nada alejadas de las que un Armand Matias Guiu también insuflaba en la misma época a sus guiones de comedia española bufa de bajo presupuesto. Por ejemplo, cuando una señora de barrio humilde presencia escandalizada el modo en que se le disculpa un espía inglés (chiste, por cierto, que seguramente no hubiera podido escucharse en una película española de aquellos años):
—Sorry…
—¡Todavía me insulta!
Otras secuencias demuestran la comicidad amable de Kiko, como cuando un matón le golpea impunemente en la cara y él masculla irritado: «Esto no va a quedar así… esto se me va a hinchar», mientras se palpa preocupado el rostro.
Pese a la buena estrella de Mi embajador y yo en la taquilla local, Kiko no repetiría la experiencia de financiar un largometraje. En 1968 actuó como secundario en Terror en la selva (Terror in the jungle), poco memorable coproducción peruanoestadounidense dirigida a tres manos (Andrew Janczak, Tom DeSimone y Alejandro Grattan) y con su compatriota Enrique Torres Tudela en las labores de coguionista. «La película era muy mala, metieron a mi padre para tener algún actor peruano ahí, pero podrían haber sacado su sección entera y no hubiera pasado nada», sentencia Clipper. Sería la última incursión cinematográfica de Kiko en su país natal. En España solo participaría como estrella invitada (haciendo de él mismo al frente de dos concursos ficticios integrados en la trama) para las comedias Dormir y ligar: todo es empezar (1974) de Mariano Ozores y Estoy hecho un chaval (1977) de Pedro Lazaga.
(Continuará)
Agradecimientos especiales a Denise Ledgard por su inestimable ayuda en el contacto con la familia Ledgard. Fotos: cortesía de Clipper Ledgard.
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