Andaba yo la semana pasada dando la murga con la inutilidad de las listas y de repente en un viejo cuaderno se me apareció una lista que decía: Gog de Papini, Nuestro común amigo de Dickens, Risa en la oscuridad de Nabokov, Confesiones de una máscara de Mishima, Miss Lonelyhearts de Nathanael West, El regreso del soldado de Rebecca West, Monsieur Venus de Rachilde, Cuentos del Oeste de Bret Harte, Humo de Turgueniev, La habitación enorme de Cummings. Era mi propuesta de diez primeros títulos para la colección «Relecturas» de Espasa Calpe que entonces dirigía Juan González —la sección ficción la coordinaba Constanza Aguilera: a los dos les perdí la pista, de ambos tengo muy gratos recuerdos.
La cosa es que al primero se le había ocurrido abrir una colección de clásicos más o menos descuidados o difíciles de conseguir en el mercado de entonces, estoy hablando de finales de los años noventa, principios de milenio. Aún me veo bastante retratado en la lista. Juan González impuso como condición que algunos de los títulos pertenecieran a los fondos de Espasa —de ahí que se publicase Nueva York de Paul Morand y una novela de Andreiev que fui incapaz de leer— y se recuperasen las traducciones de la mítica Austral. Además, en mi listado había varios títulos imposibles: el de Nabokov lo tenía Anagrama, así que había que buscar otro —se publicó Invitación a una decapitación—, el de Rebecca West lo tenía Argos Vergara, y había que meter en la primera tanda a algún autor español. Casi me avergoncé de no haber reparado en la ausencia de españoles en mi lista y se me ocurrió proponer Diario de Hamlet García de Paulino Masip, que me parecía y me sigue pareciendo la gran novela sobre la guerra civil española (precisamente porque no es una novela «solo» sobre la guerra civil española vivida en un Madrid sitiado, sino también sobre la caída en la realidad de alguien acogido a la seguridad de creer que sabe quién es cuando de repente entran los hechos a desbaratárselo todo y conminarlo a ser otro). No se podía publicar en «Relecturas» esa obra maestra porque los derechos los tenía Anthropos. Fue entonces cuando propuse A sangre y fuego de Manuel Chaves Nogales.
Yo el libro lo conocía por un ya famoso elogio que le dedicaba Andrés Trapiello en Las armas y las letras. En uno de tantos remates me salió al paso la edición de Ercilla de 1937 —luego llegué a tener la edición inglesa en ejemplar dedicado a Gregorio Prieto: ambas las acabé vendiendo o cambiando o perdiendo, ni me acuerdo— y aunque no todos los cuentos me fascinaron sí que me pareció un libro potentísimo, sobre todo porque hacía muy bien en retratar, tan temprano, las miserias y crueldades de la guerra civil a través de un género como el cuento (Edgar Neville haría lo propio con Frente de Madrid). Chaves Nogales empezaba apenas a dejar de ser el autor de la que, a mi modo de ver, sigue siendo su obra maestra, el Belmonte, que había publicado en bolsillo Alianza en 1969, y de ese precioso libro sobre Sevilla titulado La ciudad que en los años setenta rescató la Universidad de Sevilla: la edición local en la la Diputación de Sevilla de los dos tomos que recopilaban todos sus libros publicados —salvo La agonía de Francia— había puesto al alcance de unos pocos su obra (la mayor parte de aquella edición la regalaban a los notables de la ciudad junto a dos tomos de Cansinos Assens y dos de José Mas: quedaban como decoración celeste muy pinturera en muchos salones). De todas maneras, las primeras ediciones de sus libros —que cuando salieron tampoco fueron grandes éxitos porque salvo Lo que ha quedado del imperio de los zares, ninguno mereció segunda edición— aún se conseguía sin gran heroísmo en las librerías de viejo a precios sensatos.
La posterior y ridícula disputa acerca de a quién se debe que Chaves consiguiera hacerse sitio en el canon de nuestra literatura no puede resultar más penosa y como ya dejó escrito Andrés Trapiello que él le cedía su cuota de inmortalidad en el rescate de Chaves a la responsable de aquella edición sevillana en dos gordos tomos, la catedrática de instituto María Isabel Cintas, cedásele a ella toda la responsabilidad, todo el mérito, todo el todo, a cambio de que, al menos, reconozca que el verdadero responsable de la recuperación de Chaves Nogales es Chaves Nogales (en esa misma colección lujosa de la Diputación de Sevilla se publicaron, como digo, otros tomos con las novelas de José Mas y no parece que ello sirviera mucho para que se rehabilitara a un narrador tan interesante).
Lo cierto es que lo que conocemos como el gran público solo tuvo acceso al gran libro de relatos de Chaves Nogales con la edición de Espasa. Y eso ya se produjo en el nuevo milenio, siete u ocho años después de la recopilación de Cintas y de Las armas y las letras. ¿Por qué en todo ese tiempo a nadie se le había ocurrido rescatar ese libro ni ningún otro del hoy imprescindible Chaves? Ni idea. Fue una suerte para la colección «Relecturas», desde luego. El libro se reeditó pronto y varias veces, cambiando su cubierta de fondo amarillo por una fotografía guerracivilista. Luego salió en Austral y bolsillo. Para entonces Juan González se había ido de Espasa y yo también. Quizá si González hubiera permanecido en la casa, hubiera sacado otros libros de Chaves, no sé, da igual. La recién nacida Asteroide en 2006 da un empuje importante a la recuperación de Chaves y empieza a editar sus libros principales: El maestro Juan Martínez, A Sangre y fuego, el Belmonte. A la par, Renacimiento, dirigida por Abelardo Linares, que es la persona que más sabe sobre Chaves Nogales, que le prestó su ejemplar de A sangre y fuego a Trapiello para que ponderara la importancia del prólogo y le prestó su ejemplar de La agonía de Francia a Cintas para que la «Obra narrativa completa» fuera más completa —aunque siguiera sin ser narrativa—, comienza a rescatar Crónicas periodísticas (Cintas había juntado muchas en otros dos tomos de edición local que no pudo ver mucha gente por precio y mala distribución), y sobre todo el importante La defensa de Madrid, relato que podría incluirse en A sangre y fuego porque es más un relato de no ficción que una crónica. También David González para Almuzara empezó a editar sueltos muchos reportajes de Chaves Nogales: el dedicado a la Semana Santa, el reportaje alemán…
En fin. Había una fiebre Chaves. Se le declaraba mejor periodista español del siglo XX, los políticos empezaron a citarlo, las ediciones de sus libros se reimprimían sin cesar. Se había obrado el milagro de que se incluyera su nombre y su obra en los estrechos márgenes del canon literario español, caso que, como dice Yolanda Morató en su libro sobre Los años perdidos dedicado a las andanzas de Chaves en Inglaterra, solo puede compararse quizá con la reintegración de Góngora a nuestro panteón de inevitables. Lo que parecía el fin de fiesta adecuado fue la edición de unas obras selectas en cinco tomos y estuche a cargo de Ignacio Garmendia para Asteroide. La edición, muy cuidada y mejorada con respecto a la de Cintas, fue un éxito de ventas. ¿Quién podría entonces imaginar que aún quedaba mucho Chaves por arar?
Después de publicar Los años perdidos, de Yolanda Morató, donde se da noticia de la actividad como periodista gubernamental de Chaves Nogales colaborando en el intento patrocinado por Churchill de rivalizar contra la propaganda nazi que tantos adeptos estaba consiguiendo en América, y se enumeran cientos de colaboraciones no recopiladas del periodista sevillano, Renacimiento saca ahora, como avanzadilla de la cabalgata de volúmenes en que recogerá obra nunca reunida de Chaves, Junto al pueblo en armas. El volumen recopila los editoriales del diario Ahora en los meses en los que tuvo como director al camarada Chaves después de que el periódico fuese incautado y puesto bajo el mando de un Consejo Obrero. La edición ha corrido a cargo de Juan Carlos Mateos, que se esfuerza todo lo que puede en su prólogo por bajar del podio de la equidistancia al Chaves que en la nota con la que comienza A sangre y fuego se reconoce como un pequeñoburgués que podría perfectamente haber sido fusilado por rojos y azules. Para Mateos, más que heroica, Chaves era una criatura acomodaticia que sabía enfundarse el mono azul cuando tocaba y el traje de los domingos cuando hiciera falta. Considera que escribe el prólogo de A sangre y fuego más para «victimizarse» y ocultar sus meses en el Madrid de la guerra que para contar la verdad.
El prólogo es espléndido en cuanto a aportación de información fiable, pues Mateos se ha sumergido en el archivo de Salamanca y se ha empapado con todas las actas del Consejo Obrero que se adueñó del diario Ahora, de tendencia centroderechista antes del estallido de la guerra. En cuanto a sus conclusiones, sin embargo, son más que discutibles algunas de las que expone. Trata de enfrentar al Chaves de agosto del año 36 con el Chaves del año siguiente y que eso se haga en un tiempo y en un país donde preside el gobierno alguien que en julio del año pasado dijo que nunca amnistiaría a los gobernantes del procés y hoy defiende que la amnistía «ha pacificado la convivencia en Cataluña», no deja de tener su gracia.
Pasa Mateos por encima del primer problema filosófico de la historia: el movimiento. Que en agosto o septiembre del 36 Chaves, al frente de un periódico, escribiera en favor de la revolución y al año siguiente viniera a opinar que en ambos lados se producían crímenes y él mismo podría ser víctima de uno de ellos con independencia de donde estuviera, no contiene la menor incoherencia, porque entre el primer punto y el segundo ha pasado algo, algo se ha movido, no solo ha pasado el tiempo, también se le ha dado ocasión al periodista de ver que la idealización revolucionaria esconde auténticas ignominias. Tan errado me parece defender a Chaves argumentando que qué iba a hacer el hombre sino aguantarse y disimular, como condenarlo y tildarlo de cobarde: es fácil juzgar a alguien sin haber estado en una situación tan delicada y peligrosa. Por eso, queriéndolo o no, Mateos, como antes Morató, humaniza al personaje al desvelar sus debilidades —o por lo menos su posición de aparente debilidad, pues si no estaba de acuerdo con las pedradas que se lanzaban en sus editoriales actuaba de ghost writer a la manera del biógrafo de una estrella de Hollywood que no sabe escribir, y si no los escribía no se sabe cómo olvidó que el único responsable de un editorial, sin importar quién lo haya escrito, es el director de la publicación, pues es él el que va a la cárcel si a la autoridad competente se le ocurre pedir cuentas por algo que se haya dicho en un texto que, según las normas del periodismo, expresa la posición de un periódico acerca de un asunto cualquiera, no la de los redactores, no la de los lectores: la del periódico, representado en la figura del director—. Se nos presenta así a alguien que una de dos: o durante meses se hizo pasar por lo que no era y afiló su prosa para parecer más rojo que Pasionaria y no despertar sospechas entre quienes lo vigilaban, o durante meses pensó de veras que lo que empezaba el 18 de julio con el golpe militar era una revolución que llevaría al pueblo al poder. En cualquier caso no es incoherente que con el paso de los meses y el recrudecimiento de la persecución de enemigos en Madrid y el asesinato de tantos y la incansable producción de cadáveres en las chekas, el mismo Chaves Nogales que alentaba la revolución desde los editoriales de Ahora (ya digo que los escribiera o no, sí que era responsable jurídico de todos ellos) viese claro que aquello no llevaba más que a la dictadura del proletariado, y entre la dictadura del proletariado y la dictadura militar del nacionalcatolicismo estaba claro: huir era la única cosa sensata que podía hacerse.
Pero para Juan Carlos Mateos el prólogo de A sangre y fuego es una farsa, una coartada para caer bien a los liberales en el exilio que podían sospechar que se les colaba un rojo: narrativamente, que es la única manera de juzgar la cosa que tiene uno, es por completo verosímil que alguien que escribió o dio el visto bueno a llamadas a la venganza para limpiar de fascistas Madrid en nombre de la revolución, en cuanto pudiera escapar se volviese sobre la situación que acababa de abandonar para definirse como víctima posible de aquellos de los que había sido colaborador. Y lo es porque lo que parece que nos está susurrando ahí Chaves Nogales es: si llegan a descubrirme no tengo salvación. Aparte del derecho a cambiar de parecer que asiste a todo el mundo, es evidente que Chaves era un gran actor y durante meses, seguramente por causas personales, por salvar el pellejo y hasta poner a salvo a los suyos, tuvo que hacer el paripé de que ideológicamente estaba con la revolución. Puede incluso que estuviera con la revolución sin necesidad de hacer paripé y sin recibir la menor amenaza. Por las actas de los Consejos Obreros que ha consultado Mateos, se diría que Chaves o sobreactuó o tenía muy claro que la principal misión en una guerra es ganarla y si para ello hay que favorecer el crimen, adelante. En cualquier caso, lo que sabemos es que huyó en cuanto le fue posible. En el coche en que se va de Madrid, una vez que se traslada la capital a Valencia, va con Paulino Masip, Clemente Cimorra y Jesús Izcaray. Estos dos últimos, llegados a Valencia, se consideran a sí mismos unos cobardes por dejar abandonada la ciudad sitiada y deciden volver a Madrid, donde la redacción de Ahora, al parecer, consideraba que Chaves había ido a Valencia en viaje de negocios y que no tardaría en volver para seguir comandando el diario, cosa que, a pesar de algún dislate propuesto por Cintas en su defectuosa biografía, a la que Mateos le da unas cuantas collejas formidables, no sucedió nunca.
Lo cierto es que la situación daría para una novela: una guerra civil estalla mientras un periodista, subdirector de un periódico, anda por esos mundos, cuando vuelve el periódico en el que trabajaba ya es otro, los obreros se han apropiado de él y lo nombran «camarada director», y él, aparentemente contra sus convicciones políticas, escribe o da por buenos una serie de editoriales que dejan claro que apoya, no tanto la defensa de la República atacada por el golpe militar, como la oportunidad que ese golpe brinda para hacer la revolución, cosa que hará durante unos meses hasta que se le plantea la posibilidad de marcharse, lo hace prometiendo regresar —no lo hará— decepcionando a quienes defendían que era uno de los suyos, lo que servirá para que desde ese momento sea atacado por los dos bandos, los del bando nacional seguirán considerándolo un rojo peligroso, los del bando comunista lo considerarán un cobarde y un traidor, lo que le empujará a escribir una serie de relatos adelantados por una confesión en la que se reconoce como alguien que, al no pertenecer a ninguno de los bandos y brindar lealtad a una República que murió el 18 de julio, podía ser asesinado por cualquiera de los contendientes.
Quienes veían en Chaves la figura de un héroe que daba un ejemplo moral, encontrarán en este libro argumentos para rebajarle el pedestal a ras de suelo. Habrá quien piense que flaco favor se le hace. No soy de esos: me parece que, en efecto, Chaves se vuelve más complejo e interesante como personaje, sin perder de vista que la única razón verdadera por la que poco a poco ha conseguido hacerse sitio en el canon no hay que buscarla en su comportamiento heroico o disimulado, sino solo en la evidencia de que escribió algunas de las mejores piezas de nuestro periodismo, es decir (para que nos dejemos ya de la tontería de distinguir al periodismo de la literatura como si, de chavales, no hubiésemos estudiado a Larra en clase de literatura) de nuestra literatura.
A mí siempre me ha hecho mucha gracia que a un tipo que se mantuvo fiel a la República, pero tuvo la lucidez y la honestidad de reconocer y denunciar que en la retaguardia (ay los héroes de retaguardia) de esa República se cometieron todo tipo de desmanes y de asesinatos, le tachen de “equidistante”.
He leído con placer El maestro Juan Martínez (y en él ya dejaba claro lo que se puede esperar de una revolución) y A sangre y fuego. Tengo pendiente la biografía de Belmonte.
Me parece que esa lista que comentas al principio no la hiciste tú solo, Juan. Hay que ser agradecido. Papini y Bret Harte no se te ocurrieron a ti. Pero gracias por Chaves Nogales, Mishima e Invitado a una decapitación, de Navokov. Un saludo.