¿Qué es lo que hace única a una película? Esta pregunta, que puede hacerse en realidad sobre cualquier obra de arte, se vuelve doblemente pertinente (y complicada) cuando se aplica a eso que la industria actual llama «franquicia». La lógica del mercado es implacable, y si un film tiene éxito (especialmente si pertenece a algún género popular) automáticamente comienza a hablarse de secuelas, precuelas y spin-offs que puedan perpetuar a la gallina de los huevos de oro con el máximo número posible de productos derivados. Algo parecido sucede con los remakes, reboots y demás obras derivadas de un título previo supuestamente original. En la mayoría de los casos, el espectador se dará por contento con una recreación solvente de greatest hits, y es de justicia reconocer que muchas continuaciones han sido magníficas sin necesidad de salirse de los parámetros de sus antecesoras. Ahí están Terroríficamente muertos (Evil Dead 2, Sam Raimi, 1987) o Terminator 2: El juicio final (James Cameron, 1992) para atestiguarlo. Pero, a veces, la repetición de la fórmula se vuelve demasiado evidente o conduce a un agotamiento creativo que convierte a cada nueva película en una fotocopia desvaída y anémica de lo que vino antes.
Un vistazo superficial a Un lugar tranquilo: día 1 podría situarla en este último grupo. Al fin y al cabo, nada hay en su premisa posapocalíptica o en su mecánica de survival horror que no hubieran contado las dos excelentes películas anteriores firmadas por John Krasinski a las que sirve de precuela. Una invasión de monstruos ciegos que se guían por su oído hiperdesarrollado (y que en sí ya beben claramente de los ‘chasqueadores’ del videojuego The Last of Us) servía como premisa a Krasinski para entregar dos de las películas de terror más estimulantes de los últimos tiempos, gracias a una puesta en escena portentosa que vehiculaba una emotiva historia de supervivencia familiar. Michael Sarnoski regresa al punto de origen de ese mundo para mostrar cómo empezó todo, pero incluso eso ya estaba narrado a modo de flashback en el prólogo de Un lugar tranquilo 2. Así que, ¿qué sentido tiene esta enésima operación recaudatoria de Hollywood?
Pero ese vistazo superficial obviaría la pregunta crucial que abría estas líneas. Porque bajo su apariencia de déja vu, la nueva precuela se revela como una obra completamente distinta de sus predecesoras. Sí, ahí están las carreras, las muertes, la cortante tensión del silencio impuesto por los monstruos… pero todo ello al servicio de un corazón temático nuevo y poderoso. En sus filmes, Krasinski construía hábilmente un discurso sobre la incomunicación a través de esa dinámica de un padre y su hija sordomuda en un mundo donde la palabra está poco menos que proscrita. En ese sentido, la cinta original era algo así como un relato spielbergiano disfrazado de película de zombis. Y la gran virtud de Sarnoski es utilizar los mimbres heredados de aquel para hablar de otra cosa. Bajo su nivel puramente denotativo (de nuevo, las persecuciones y la lucha por la supervivencia), Un lugar tranquilo: día 1 juega sus cartas en el plano simbólico para hablar de un tema mucho menos común, pero no menos importante: el sentido de la vida humana ante la inevitabilidad de la muerte. Samira (Lupita Nyong’o) sabe que, con monstruos o sin ellos, va a morir pronto a causa de su cáncer terminal. El apocalipsis, para ella, ha comenzado mucho antes de la llegada de los alienígenas. Pero es que otro tanto podría decirse de todos y cada uno de nosotros: la cuenta atrás para nuestra muerte empieza en el momento mismo de nuestro nacimiento. Así pues, pregunta el cineasta: ¿tiene algún sentido el tiempo que pasamos sobre la tierra?
Esta cuestión existencial, que en pantalla se plantea en forma de un grito inarticulado de desesperación bajo la tormenta en una de las escenas más potentes del film, encuentra su eco en el otro protagonista, Eric (Joseph Quinn), para quien la posibilidad de morir se convierte en un terror paralizante. Las expectativas de sobrevivir a cualquier apocalipsis son escasas, y de nuevo esa estadística es aplicable a cualquier persona en cualquier situación, con cifras aún más implacables si cabe: ninguno sobreviviremos a nuestra vida. Cero por ciento de probabilidades de éxito. Game over: your time is up. Cuando Orson Welles señaló que escribir un final feliz era cuestión de saber cuándo detenerse, en realidad estaba afirmando que el único desenlace que nos espera es criar malvas, irnos al hoyo, doblar la servilleta. Entonces, ¿por qué habríamos de seguir levantándonos cada mañana para pelear contra facturas, hipotecas, salud, dinero o desamor?
Quizá, responde Michael Sarnoski, por un trozo de pizza.
Y es que en Un lugar tranquilo: día 1 el objetivo de los dos protagonistas no es alcanzar la inmortalidad; ni siquiera llegar con vida al cartel de The End. Y es precisamente ahí donde reside la grandeza de la cinta. Ambos parecen asumir que se encuentran al final de sus respectivos caminos, de los que, además, poco sabemos. Particularmente en el caso de Eric, sobre cuya historia tan solo se ofrecen un par de frases oblicuas. Son individuos con poco pasado y puede que ningún futuro, lo que los convierte por definición en puro presente. Y el cine es un arte del presente continuo: los personajes siempre están haciendo ante nuestros ojos, y desaparecen al apagarse el proyector. Samira y Eric, por tanto, son únicamente lo que hacen, y encuentran su consuelo en los momentos que comparten: ya sea una pizza fría o un juego de prestidigitación. La vida es eso (parece decir Sarnoski) y no necesita más. El cine tampoco. La vida, como las películas, encuentra su sentido pleno solo mientras está transcurriendo, y la llegada de los créditos finales no le resta un ápice de validez. Solo la hace más preciada en su única e irrepetible fugacidad.