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‘¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!’ contra ‘Soylent Green’

¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio!
¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio!, de Harry Harrison. Imagen: Minotauro.

Agosto de 1999, o el «futuro lejano» que cantarían Flight of the Conchords, la Tierra se encuentra a orillas del colapso como consecuencia de una sobrepoblación que ha drenado casi por completo los recursos del planeta. En las entrañas de Nueva York, más de treinta y cinco millones de personas se agolpan entre los callejones, duermen en las escaleras de portales ajenos, buscan refugio entre los cementerios de coches o en los barcos abandonados a lo largo del río Hudson, se marchitan bajo los puentes y finalmente se desploman sin vida sobre el asfalto a la espera de que los servicios sanitarios se hagan cargo de sus cadáveres. Las migajas de galletas y los sucedáneos de alimentos, elaborados a partir de productos marinos, se han convertido en el sustento habitual del enjambre de seres humanos que agonizan en la urbe. Pero tanto el agua como la comida son bienes cada vez más escasos, racionados en extremo por las autoridades gubernamentales. Tan solo una élite adinerada compuesta por empresarios, políticos y mafiosos sobrevive con cierta soltura, disfrutando de lujos como los filetes de vaca o las duchas diarias.

En esa Gran Manzana podrida, un hombre llamado Andrew Rusch malvive sirviendo entre las filas de la policía neoyorquina, lidiando con las constantes revueltas de una población moribunda y encarando los numerosos delitos que se cometen a diario. Durante una de aquellas jornadas laborales, Andy recibe el encargo de investigar un asesinato consumado en el lujoso bloque de apartamentos del parque Chelsea, uno de los escasos refugios de la clase alta en la ciudad. En 1999, los homicidios en Nueva York se han convertido en algo preocupantemente habitual, y tanta sangre derramada ha sobrepasado las capacidades de las mermadas fuerzas del orden, obligando a las comisarías a acumular casos sin resolver en los despachos. Pero el crimen al que ha sido asignado Andy es un asunto especial, porque la víctima es una figura importante de los negocios turbios de la ciudad, y eso conlleva que muchas personas con cargos muy importantes y manos muy sucias estén interesados en descubrir al culpable y sus motivos.

Y todo esto es tan solo el punto de partida de la novela ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! de Harry Harrison (1925-2012). El libro que desde su publicación en 1966 se ha acomodado como uno de los grandes incombustibles de la ciencia ficción distópica. Aquella historia que sería adaptada a la gran pantalla adoptando la forma de la überpopular película Cuando el destino nos alcance (o Soylent Green en su versión original) protagonizada por Charlton Heston. Ese clásico setentero del séptimo arte que, y esto no todo el mundo lo sabe, pervirtió el texto original y nunca fue capaz de hacerle justicia.

Desmontando a Harry

Harry Harrison nació en 1925 en Stamford, Connecticut, a tiro de piedra de una Nueva York a la que sus padres se mudarían cuando la criatura tan solo sumaba dos años. La familia aterrizó inicialmente en Brooklyn para poco después trasladarse a Queens, el distrito donde el chico iniciaría su formación escolar entre los pupitres de la Forest Hill high school. Pero el paso por las aulas no resultó agradable para un pequeño Harry que ni tenía amigos ni interés alguno por aquellas asignaturas que no versaran sobre ciencia. Como vía de escapismo, el chaval se refugió en las revistas pulp de la época y en la literatura de acción: las hazañas bélicas, las historias ferroviarias, las novelas de Cecil Scott Forester, las narraciones de John Buchan, las tropelías de Doc Savage, las andanzas del agente secreto Operator #5, las aventuras del justiciero The Spider y, sobre todo, cualquier relato de ciencia ficción que cayera en sus manos. «La ciencia ficción es algo fantástico cuando eres joven, y tiene un impacto no muy diferente al que se recibe al meter el dedo en un enchufe de la luz», explicaría el autor, «Solo poseo memorias vagas de la mayor parte de mi infancia, pero sí que conservo un recuerdo muy claro y nítido: el momento de leer mi primera historia de ciencia ficción. La radio antigua con forma de catedral, el sol en la ventana, la textura de la alfombra sobre la que me recostaba, todo está tan claro como ayer. Mi padre me dio un ejemplar tamaño grande de Amazing stories, que parecía aún más gigantesco entre mis manos de siete años, como si fuera una sábana con aspecto de revista. Me sumergí en esas páginas repletas de cohetes, máquinas del tiempo, antiguos extraterrestres y extraños inventos, y al volver toda mi vida había cambiado. Para mejor, espero».   

La sci-fi despertó en Harrison el interés por visitar otros mundos, pero no por crearlos: el único afán artístico que mostraba aquel niño era cierta pasión por dibujar, y la idea de convertirse en literato ni siquiera se había pasado a saludar por su cabeza. Harry prefería seguir celebrando el género desde la grada, en modo fanboy cuando aquella palabra aún no se había inventado: a los trece años se convirtió en uno de los fundadores de la Science fiction league de Queens, una agrupación de hooligans de la ciencia ficción que, en una época pre-internet, permitía a dicha comunidad de lectores mantener el contacto. En 1940, el magazine Captain future publicó una carta donde el Harry adolescente evaluaba las aventuras del semanario y divagaba sobre los viajes en el tiempo. Doce meses después, se estrenó como dibujante sobre las páginas del fanzine Sun sports retratando a un simpático robot al que bautizaría «X21-85».

¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio!
Harry Harrison en Moscú allá por 2008. Imagen: CC.

Tras rematar sus estudios en 1943, Harrison fue reclutado por el Ejército de las fuerzas aéreas durante Segunda guerra mundial. «Por un accidente temporal y espacial, nací en el estado de Connecticut, en Nueva Inglaterra, y crecí en la ciudad de Nueva York», explicaría el hombre veinte años después, «Mi madre era de Rusia y mi abuela paterna de Irlanda, por lo que es bastante fácil visualizar algún pliegue temporal que podría haberme llevado al ejército ruso, en lugar de al estadounidense, o a acabar plantando patatas para ganarme la vida». Durante su etapa vistiendo uniforme, el chaval ejerció como técnico e instructor de artillería, como policía militar, como conductor de camiones y se especializó en trastear con los prototipos informáticos que comandaban las torretas guerrilleras y los visores de bombardeos. La vida militar le proporcionó alguna medalla de carácter técnico, pero lo verdaderamente llamativo es que sirvió para plantar firmemente en la sesera del chico dos certezas: que aborrecía lo militar y que adoraba el esperanto. Lo primero tenía su lógica, y lo segundo, su explicación: «Asistí a una conferencia y adquirí un libro del ponente titulado “Aprenda esperanto en diecisiete sencillas lecciones”. Estaba tan aburrido en el ejército que acabe escribiendo y hablando esperanto para mantener la mente despierta». Con el tiempo, defenderse con el esperanto dejaría de ser un pasatiempo para convertirse en una afición y una lengua a defender como buen ideolingüista.

Harrison comenzó a chapotear en la ciencia ficción firmando dibujos en lugar de párrafos, ejerciendo como ilustrador de una serie de cómics para las revistas Weird science y Weird fantasy junto al guionista y entintador Wally Wood. A principios de los cincuenta, el declive de ventas en el noveno arte le llevó a currar como redactor fantasma en novelas de la saga El Santo, a guionizar las tiras de Flash Gordon y a comenzar a publicar sus propias historias cortas en prosa. En aquella época, comenzó a frecuentar también el Hydra club, un punto de encuentro en Nueva York para autores de ci-fi por el que también se asomó gente como Isaac Asimov, Judith Merril, Anthony Boucher o Theodore Sturgeon.

A la larga, Harrison se estableció como una pluma importante de la ciencia ficción, y los ecos de su paso por el ejército retumbaron en sus historias: el esperanto hacía acto de presencia en la saga de libros La rata de acero inoxidable, y el sentimiento antimilitar era el motor de su Bill, el héroe galáctico, una space opera que nació como sátira consciente de la fascistoide Starship troopers de Robert A. Heinlein. Las mentadas novelas asentaron a Harrison como un habilidoso autor cómico, pero lo cierto es que no toda sus obras apuntaban a la narrativa humorística y el hombre también era bastante ducho lidiando con los relatos serios. Dentro de la producción del escritor alejada de la comedia, ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! tiene el honor de ser su creación más famosa.

¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!

El germen de ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! nació en el sitio más inesperado, tras una conversación muy loca con un individuo convencido de que regar la India con condones suponía un futuro boyante: «La idea vino de un indio que conocí tras la guerra, en 1946. Me dijo: “La sobrepoblación será el gran problema del mundo”, aunque en esa época aquello era algo de lo que nadie hablaba. Y me comentó: “¿Quieres ganar mucho dinero, Harry? Tienes que importar anticonceptivos de látex a la India”. No me importaba ganar dinero, pero no quería convertirme en el Rey de la Goma de la India. Lo que sí hice fue empezar a leer sobre la sobrepoblación, y entonces apareció la idea para el libro. Se fraguó en mi cabeza mientras veía cómo las tendencias demográficas tomaban el camino equivocado. Tarde ocho años en escribirlo porque tuve que hacer mucha investigación, pero valió la pena». La novela resultante se lanzaría en 1966, serializada en tres partes en la publicación británica Impulse, un magazine en formato librito que mensualmente se presentaba relleno de cuentos de fantasía y ci-fi. Un años después, llegaría a las librerías en un único volumen vestido con tapa dura. 

Harrison tenía razón, la gestación fue larga, pero necesaria. Porque gracias a ella recibimos una novela destinada a acomodarse entre los grandes clásicos del género. ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! concibió un escenario inexplorado, un planeta arrastrándose hacia el colapso por culpa de sus siete mil millones de moradores. Y situó la acción en una Nueva York inaudita e incontrolable de seres humanos amontonados, gobiernos sobrepasados y mafiosos subterráneos. La trama perseguía las desventuras del policía Andy Rusch enfrentado a un caso complicado, el asesinato de Mike O’Brien, un pez gordo que gestionaba multitud de chanchullos ilegales en la ciudad. Por el relato también transitaban Solomon Kahn, un mañoso ingeniero anciano que compartía piso con Andy; Shirl Greene, la joven novia del finado; Tad un voluminoso guardaespaldas afroamericano absurdamente fiel a sus deberes; y Billy Chung, un joven taiwanés-estadounidense que malvivía ahogado por la pobreza y se buscaba la vida en las calles.

¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio!
Los tres ejemplares de Impulse donde se serializó ¡hagan sitio! ¡hagan sitio! en 1966.

La gran virtud de ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! fue la soltura con la que reubicó en un futuro preapocalíptico los elementos del género criminal: el detective hecho polvo, los políticos corruptos, el ratilla callejero, o una dama que aquí en lugar de femme fatale es una fémina que vende su cuerpo para driblar la fatalidad. Harrison también se atrevió a desplegar la historia saltándose las convenciones clásicas de forma, narrando algunos capítulos desde el punto de vista de ciertos secundarios, configurando con ello la imagen más amplia y nítida de una función donde todos los actores estaban, en mayor o menor medida, condenados a padecer un destino trágico. En el trasfondo, el componente sci-fi se antojaba curioso y fundamentalmente especulativo, porque aquel mundo distópico era en realidad el resultado de combinar años de documentación con las hipótesis personales del autor. Y según el propio escritor, la única idea fantasiosa que podría etiquetarse como ciencia ficción en la trama era un artilugio del que hacía uso la policía, un alambre con memoria desplegado a modo de barrera para bloquear hordas de civiles asalvajados. Mezclando todo lo anterior con algunos ramalazos de la época en la que fue escrito (en ese futuro el tabaco es un lujo carísimo y escaso, pero hay LSD tras cada esquina), ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! supone un libro fascinante que se devora con facilidad.

Al margen de la eficacia narrativa, el otro acierto de Harrison fue adelantarse a la preocupación mundial por el exceso de vecinos: en 1968 el matrimonio formado por Paul R. Ehrlich, entomólogo de la Universidad  Standford, y Anne H. Ehrlich, investigadora senior de biología de la conservación en el mismo centro, publicaron el libro El problema demográfico o Bomba P. Un texto extremadamente alarmista que anunciaba décadas futuras sacudidas por crisis inevitables, hambrunas asolando todos los continentes y un planeta con la batería bajo mínimos. Bomba P se convirtió en un best-seller bastante influyente que, para bien y para mal, avivó los temores populares sobre un mundo colapsado. Eso sí, Harry Harrison reconocería años después que su ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! había pecado de ser demasiado pesimista y patinado en muchas de sus predicciones. Algo que, en el fondo, es bueno por la parte que nos toca, es decir, lo de no morirnos y tal. Los Ehrlich, en cambio, pese a ser señalados como agoreros oportunistas, continúan defendiendo que su Bomba P era en realidad demasiado optimista a pesar de que ha quedado demostrado que se pasaron de frenada. 

Entretanto, en Hollywood intuyeron que ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! olía a carne de blockbuster y en 1973, siete años después de su publicación, la Metro goldwyn mayer del rugido leonino trasladó la novela al cine. Dicha adaptación llegó comandada por Richard Fleischer, un hombre que lo mismo te dirigía Tora! Tora! Tora! que Conan, el destructor, protagonizada por Charlton Heston, Edward G. Robinson y Leigh Taylor-Young, y bautizada como Cuando el destino nos alcance. Aunque hoy en día mucha gente la conoce por su título original: Soylent Green.

Desmontando Cuando el destino nos alcance

Cuando el destino nos alcance (Soylent Green) posee también un aura de clásico de la sci-fi cinematográfica tras haber calado fuerte en la memoria popular, algo de lo que tiene toda la culpa su muy recordado plot twist final. Una sorpresa que vamos a spoilear alegremente a continuación porque a estas alturas, a cincuenta añazos de su estreno, solo pueden desconocerla quienes hayan vivido durante medio siglo en una gruta bajo el subsuelo del mundo moderno: en los últimos minutos de Cuando el destino nos alcance, el detective protagonista (que aquí se llama Robert Thorn y luce la cara de Charlton Heston) descubre que el alimento conocido como Soylent Green, aquel con el que los gobiernos ceban a la población, está hecho a base de personas. Una revelación que descolocó tanto a quienes habían leído el libro de antemano, como a aquellos que se acercaron al material original tras ver la película. Porque en las páginas de ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! no había canibalismo encubierto. En la novela, el soylent (a secas) era tan solo un inocente remix de soja y lentejas. 

¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio!
Póster y fotogramas de Soylent Green.

Lo que ocurrió en la pantalla fue consecuencia de dejar al escritor de lado y a un grupete de ejecutivos hollywoodienses al cargo. El contrato de Harrison sobre los derechos de su obra le impedía meter mano a una posible versión cinematográfica y, de hecho, el hombre ni siquiera fue informado en un principio del acuerdo con la Metro. La productora decidió crear su propia versión de la historia basándose en las ideas del libro, y el resultado fue una mutación curiosa. Se respetó el escenario de una Nueva York a reventar de gente agonizante, pero se trasladó la acción del año 1999 al 2022. Se conservó el punto de partida y los personajes, pero se modificó la naturaleza del asesinato, sus consecuencias y el destino de los secundarios. Y se eliminaron la mayor parte de los capítulos para sustituirlos por nuevas pasajes, incluyendo ese final con girito sacado de alguna manga incierta. De remate, el film se apuntó al whitewashing reemplazando la etnia de un par de personajes por caras más caucásicas, y a algún guionista incel se le ocurrió la idea de convertir a las mujeres de buen ver del futuro 2022 en mobiliario, de manera literal: en Soylent Green, las chicas atractivas se consideran menaje de las viviendas (incluso son llamadas así, «mobiliario») y cualquier macho alfa puede utilizarlas a su antojo con fines sexuales. Aquellos maravillosos guionistas de los setenta, eh. 

El largometraje es peculiar porque durante sus primeros compases parece que será fiel a ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! pero, de repente, decide tomar su propia senda. Por sí solo resulta efectivo, un cuento distópico competente con un desenlace icónico. Y una obra que además supuso la última aparición en pantalla del legendario Edward G. Robinson, un actorazo que fallecería pocos días después de rodarla, convirtiendo su última escena en el film en un asunto mucho más dramático. 

Pero al colocar Soylent Green junto al libro del que había brotado, la cinta se antoja como una suerte de variante de la historia nacida en algún universo alternativo. El mismo Harrison bromeaba diciendo que de tanto en tanto la peli se parecía un poquito a ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio! y resumía su opinión general sentenciando: «¿Estoy contento con la película? Yo diría que al cincuenta por ciento». 

¿Nuestra recomendación? Leer el libro si ya se ha visto la película, o ver la película si ya se ha leído el libro. En formato pack ambos productos funcionan estupendamente como un combo de distopías paralelas de lo más entretenido. 

¡Hagan sitio!, ¡hagan sitio!
Leigh Taylor-Young como Shirl en Soylent Green. La película redefinió su personaje como «mobiliario» porque Hollywood es un poco falocentrista y bastante distópico también.

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Un comentario

  1. Maestro Ciruela

    «Harrison comenzó a chapotear en la ciencia ficción firmando dibujos en lugar de párrafos, ejerciendo como ilustrador de una serie de cómics para las revistas Weird science y Weird fantasy junto al guionista y entintador Wally Wood.»
    Wally Wood era guionista y seguro que entintaba de narices porque además, era un dibujante del copón; muchísimo mejor que el protagonista de este artículo, desde luego.

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