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Guevara, Burroughs y Arango: tres relatos de carretera

Ernesto «Che» Guevara. (DP)
Ernesto «Che» Guevara. (DP)

Guevara, un beat sudaca 

Ricardo Piglia exploró el lado beat de Ernesto «Che» Guevara en su ensayo Ernesto Guevara, rastros de lectura. La lectura es la del joven Ernesto que sale al camino y aún no se encontró a Fidel Castro para convertirse en el Che; hablamos del estudiante de medicina que partió de Buenos Aires en el 52 junto a Alberto Granados, y que terminó su primer viaje latinoamericano en Venezuela. «El Guevara que va al camino y escribe un diario no se puede asimilar ni al turista ni al viajero en el sentido clásico», escribe Piglia. Hasta aquel momento, el joven Ernesto deseaba convertirse en escritor, los diarios de motocicleta son prueba de ello.

Después de dejar a la poderosa en Santiago, Guevara escribe en el diario: «Ahora, ya no éramos más que dos linyeras con el mono a cuestas y con toda la mugre del camino condensada en nuestros mamelucos». Con el abandono de la motocicleta, Ernesto y Alberto Granados se convierten en algo más emparentado con los autoestopistas. Los dos linyeras siguen hasta el norte de Chile para cruzar a Perú. Siempre con una carta de recomendación de un médico guardada en la mochila y que es, a su manera, lo que abre las puertas para sobrevivir en la ciudad futura que proyecta el camino. Hay una marca beat no solo en la decisión del joven Ernesto Guevara por levantar el dedo en la carretera, y que quizá es la más evidente, sino en la correspondencia como impulso del viaje. En On The Road de Kerouac, por ejemplo, Sal Paradise busca el camino después de recibir una carta de Dean Moriarty. 

Guevara y los beats hacen lo mismo, viajan y escriben sobre lo que les pasa, escribir lo que se vive, según Piglia. Tanto así, que no hay mucha distancia temporal entre las visitas del joven Ernesto a la amazonía colombiana y otro beat como William Burroughs, aunque con diferentes motivaciones. Guevara se encuentra con las oscuridades políticas de la experiencia latinoamericana (indispensables para su posterior conversión en el Che); Burroughs con una serie de tropiezos que le dificultan el acceso a los efectos de la ayahuasca, objetivo final de su novela Yonki, de 1953. «Decidí ir a Colombia a buscar yagé. Bill Gains se ha enrollado con el viejo Ike. Mi mujer y yo separados. Me siento dispuesto a irme al sur en busca del éxtasis ilimitado que se abre en vez de cerrarse como la droga. El éxtasis es ver las cosas desde un ángulo especial. Es la libertad momentánea de las exigencias de la carne temerosa, asustada, envejecida, picajosa. Tal vez encuentre en la ayahuasca lo que he estado buscando en la heroína, la yerba y la coca. Tal vez encuentre el fije definitivo».

Colombia, dos búsquedas, un golpe de estado y una huida 

Desde Bogotá y después de haber ingresado a la amazonía colombiana a través de la peruana, el joven Ernesto escribe a su madre. En la capital su actitud es otra y no desea quedarse mucho tiempo. Antes estuvo en Leticia, ciudad última de la amazonía colombiana, y junto a Alberto trabajó como técnico de fútbol de un equipo amateur en el que termina atajando un penal que, a su criterio, será recordado en la historia del pueblo. El fútbol es quizá lo más colorido de su paso por Colombia. Al penal atajado, le suma la asistencia al partido que jugaron el Millonarios de Di Stefano contra el Real Madrid en el Campín de Bogotá. Algo que contrasta con lo que escribe a su madre sobre la situación política del país. «Este país es el que tiene más suprimidas las garantías individuales de todos los que hemos recorrido, la policía patrulla las calles con fusil al hombro y exigen a cada rato el pasaporte, que no falta quien lo lea al revés, es un clima tenso que hace adivinar una revuelta dentro de poco tiempo. Los llanos están en franca revuelta y el ejército es impotente para reprimirla, los conservadores pelean entre ellos, no se ponen de acuerdo y el recuerdo del 9 de abril de 1948 pesa como plomo en todos los ánimos; resumiendo, un clima asfixiante, si los colombianos quieren aguantarlo, allá ellos, nosotros nos rajamos cuanto antes».

Tanto en Diario del primer viaje, como en las Cartas del yagé, se lee, de fondo, el inminente golpe de estado que en Colombia dará el general Rojas Pinilla en junio de 1953. Guevara y Burroughs se están moviendo en la periferia de un territorio que solo cinco años atrás, en abril de 1948, vivió la conmoción política que dejó la mayor cicatriz en el imaginario colectivo colombiano: el Bogotazo, origen aparente del conflicto armado que, en adelante, sufrió el país. El golpe de Rojas Pinilla impondrá la única dictadura del siglo XX en Colombia y que, ocho años después tras su caída, devendrá en una huida, la de otro beat, pero colombiano, el nadaísta Gonzalo Arango. Son tres modos del relato de viajes o de carretera; distintos entre sí y que confluyen en Colombia, dibujando en su territorio una suerte de simetría en tanto que Ernesto Guevara viaja desde el sur, Burroughs desde el norte y Arango se mueve, en círculos, en el país que conecta las Américas. Tres tránsitos que producen tres textos: Diario del primer viaje, Las cartas del yagé y el Manifiesto Nadaísta

En aquella carta del 6 de julio de 1952 de Guevara también se lee y percibe el estado de sitio que Laureano Gómez, aquel presidente a quien apodaban como «el monstruo» y «el basilisco», había impuesto a nivel nacional desde el Bogotazo. Ese mismo clima restrictivo lleva a Guevara a salir cuanto antes del país. En no menos de un año desde el envío de aquella carta, Rojas Pinilla tomará el poder (el 13 de junio del 53) y pacificará el país, que viene desbordado en violencias generadas por el gobierno conservador y sus paramilitares. Burroughs había llegado a esa misma ciudad unos meses antes, en enero del 53. El 25 de enero describe a Bogotá, en una carta a Allen Ginsberg, como una ciudad lúgubre y sombría donde el peso de la antigua corona española todavía se siente. Burroughs marca desde la primera de sus cartas aquel tono desencantado y puntilloso con el que se referirá a Colombia durante el viaje hasta el Putumayo, en la frontera amazónica con Perú. Mientras busca los efectos del yagé y su don comunicativo, que presume telepático, arriba a Pasto y allí escribe a Ginsberg la primera de sus impresiones sobre el clima político. «La Policía Nacional es la Guardia del Palacio del Partido Conservador (el ejército cuenta con un buen porcentaje de liberales y no merece completa confianza). Querido, la P.N., es el cuerpo de jóvenes más unánimemente horroroso sobre el que jamás haya puesto los ojos. Son algo así como el resultado final de las radiaciones atómicas. En Colombia hay millares de esos extraños y rústicos jóvenes; solo he visto a uno que pudiera considerarse elegible y ése tenía el aire de sentirse incómodo en su puesto. Si algo bueno puede decirse de los conservadores no lo he oído. Son una impopular minoría de repelentes soretes». 

La caída de Rojas Pinilla echa a andar al tercer escritor, que sale de casa porque huye. Arango había leído Viaje a pie de Fernando González. Sin embargo, Arango no va de Medellín a Cali siguiendo esa pulsión de transformación que subyace en el viaje. No está buscando la droga, ni la experiencia panamericana. «Fui al Chocó y me quedé como buscando dioses. Para un psicópata que no cree en el psicoanálisis, el Chocó es la tierra prometida. Luego de aterrizar en un potrero y pasar una noche de tormentas en la selva, llegué a Quibdó, capital de este paraíso tropical». Hay algo en el semblante de Arango que lo acerca más a Kerouac que a Burroughs o a Guevara. No es solo su físico, que sugiere un raro juego de dobles con el autor de On The Road, ni el incómodo estatus de gurús juveniles que iban a adquirir ambos en los años siguientes a sus viajes. Su movimiento es religioso, Arango se desapega del viejo credo católico y conservador que lleva consigo cuando llega desde el Chocó a Cali. «Era conservador y católico. La virtud me tenía jodido. Por eso lo fundé: para olvidar todo lo que sabía y lo que ignoraba. Para empezar a vivir, de la nada (…). Porque estaba varado en Cali y no tenía dónde dormir». En Cali encuentra otro tipo de dios, uno que baila, el dios del desparpajo y la alegría, atrás queda toda pesadez. Sal, protagonista de On The Road y alter ego de Kerouac, por su parte, está siguiendo a Dean Moriarty en las carreteras de Norteamérica y Dean, a su vez, sigue a Dios y cree en él. «Cuando cruzábamos la frontera entre Colorado y Utah vi a Dios en el cielo —dice Sal— en forma de unas resplandecientes nubes doradas sobre el desierto que parecían señalarme con el dedo y decir: Ven aquí y continúa, vas camino del cielo». Si Kerouac lo ve a Dios en los parajes abandonados de las carreteras gringas, Arango encuentra su necesidad estando en la selva chocoana. «Pero si no crees en nada, lo más seguro es que te lleve el Diablo. Para no perecer en este pánico irracional, hay que tener fe en algo, en lo que sea. Si eres religioso, te aconsejo reces el Yo Pecador, pues sientes que la hora de tu muerte ha llegado. Si eres panteísta, abrázate al dios de las tormentas y espera un milagro del azar».

El destino de Burroughs no es el yagé, si no sus efectos. Es curioso cómo no se interesa ni por los rituales alrededor de la planta, ni por los simbolismos que conlleva su ingesta. Todo podría resumirse y explicarse en el ejercicio seudocientífico que pretende hacer extrayendo los alcaloides de la planta. Burroughs quiere la síntesis, pero no quiere la selva; le importa el efecto en el propio cuerpo (otra forma del viaje, la droga) y no tanto el territorio. Sin embargo, en su andar narra, cada tanto, la punta del iceberg de la violencia política colombiana. «Frente a la oficina de correos había afiches del Partido Conservador. Uno de ellos decía: «Campesinos, el ejército lucha por vuestro bienestar. El crimen degrada al hombre y luego su conciencia le impide vivir. El trabajo lo eleva hacia Dios. Cooperad con la policía y los militares. Ellos solo necesitan vuestras informaciones». La mayoría de las menciones sobre el conservadurismo las hace mientras está en Pasto. Otro corto mostraba una reunión del Partido Conservador. Todos parecían congelados, como una costra helada sobre el país. La audiencia guardaba un completo silencio. Ni un solo murmullo de aprobación o de disentimiento. Nada. Propaganda desnuda que moría en un silencio mortal». La última de ellas, cuando vuelve a Bogotá después de no haber encontrado la planta. Burroughs está en uno de esos bares del centro bogotano donde el caretaje imposta modos y vestimenta inglesa en el páramo andino. Allí ingresan tres tipos y uno de ellos comienza a gritar ¡Viva el Partido Conservador! con la esperanza de provocar a alguien y de matarlo. Sin embargo, «Todo el mundo pagó y se marchó dejando que el tipo siguiera gritando en el local vacío». Tampoco se preocupa por indagar e ir más a fondo en la lectura del territorio, no hay menciones a lo que pasó, sobre todo en Bogotá, cinco años atrás en 1948 cuando los conservadores mataron a Jorge Eliecer Gaitán y detonaron el Bogotazo. Y si alguien se lo dijo, tampoco da a entenderlo. El relato de carretera de Burroughs no está signado en los caminos o en sus impresiones cuando, a sus ojos, se abre un pueblo o nueva ciudad de llegada. Esto le da un tono sombrío a su figura de viajero, que conlleva esa rutina antes mencionada de habitaciones, bares, calenturas y habitaciones de nuevo; todo siempre escrito con esa ansiedad del consumidor que sueña, supone y presupone los efectos de la droga. La última de las cartas que Burroughs envía a Ginsberg está fechada el 15 de abril del 53. Dos meses después, vendrá el golpe del general, que también será derrocado. 

Como efecto de su huida, Arango funda el nadaísmo y sacude el clima señorial que impregnaba la literatura colombiana de la época. Con Burroughs, en cambio, es más difícil porque si bien busca algo, sus modos y formas son más bien propias del relato occidental hacia tierras orientales del siglo XIX. Si Guevara se encuentra con la herida latinoamericana y Burroughs con los efectos a medias del yagé, Gonzalo Arango se estrella con el nadaísmo. «La vida no es un sueño, es un viaje: un viaje a pie. Y para viajar hay que estar despierto, ¿no?». Escribió para la presentación del libro de su maestro Fernando González en el 67. González había caminado medio país en la década del 20, escribiendo Viaje a pie, quizá el primer gran relato de carreteras de la literatura colombiana. El viaje de Arango culmina en la escritura de un manifiesto: El primer manifiesto nadaísta, de 1958. De los tres textos es el más inesperado; porque las cartas de Burroughs —ya había dicho antes— pueden leerse como la continuación de Yonki y el primero de los diarios de Guevara se escribe durante la experiencia.  

La selva como carretera 

Burroughs parece repetir una rutina en los lugares que visita hasta el Putumayo. Primero se queja de los hoteles en los que se hospeda y después narra sus salidas casuales a bares y cantinas en los que él, el gringuito, es la atracción; no deja de buscar algún joven para llevarse a la cama, pero la mayoría son decepciones. En sus descripciones a Ginsberg parece que escribe un bestiario del tercer mundo. El paisaje no lo deslumbra y su correspondencia carece de ese tono romanticón con que el extranjero suele expresarse del lugar que conoce. En este sentido difiere de las descripciones y las formas de narrar la selva de Guevara cuando ingresa en ella a través del río Ucayali y del Arango que huye por motivos políticos de Medellín hacia el Chocó. Las descripciones de este último, por ejemplo, tienden a la voluptuosidad, Arango ingresa en una selva que ha tenido relativamente cerca toda la vida, pero que desconoce. Guevara, por su parte, se siente llamado por la selva y escribe una de los mejores fragmentos de su diario, cuando se encuentra postrado en cama, víctima de un ataque asmático. «Mirábamos con ojos soñadores la tentadora orilla de la selva, incitante en su verdor misterioso. El asma y los mosquitos quitaban plumas a mis alas, pero de todas maneras la atracción que el bosque virgen ejerce sobre personalidades como las nuestras hacía que todas las taras físicas y las fuerzas desatadas de la naturaleza no me sirvieran más que como incitantes de mi abulia». 

El relato de carretera y el ethos de los escritores beat podrían leerse como modos divergentes del viaje del héroe de Joseph Campbell. Si bien, en ambas formas del relato, el héroe sale buscando aventuras y escenarios que le maravillen, el transitar del beat no culmina en la victoria después del aprendizaje. El viaje beat también se abre a la derrota y tira abajo la epifanía de un lugar exotizado, es el antilenguaje del turismo. Es cierto que hay transformación y que todo viaje, en un sentido más romántico, deviene en cambio. El mismo Guevara dice cuando edita su primer diario que quien escribió aquellas notas y quien las corrige, no son la misma persona. Ernesto siguió viajando, al primero le siguió un segundo viaje que lo llevó a Centro América y al encuentro posterior en México con Fidel Castro. De los tres, el de Guevara es quizá el que más se emparenta con el viaje del héroe. En este sentido, resalta la conversión de Guevara en una figura asociada con el nuevo hombre latinoamericano y con la figura de época. El tránsito del Che corre por una línea diferente al decadentismo de los beats norteamericanos; los viajes del joven Ernesto Guevara, a su vez, tienen un efecto similar al de la lectura de On The Road en los Estados Unidos en décadas siguientes: el de una generación de jóvenes que salen a la carretera y alzan el dedo, que encarnan el prototipo de revolucionario que tuvo la segunda década del siglo pasado, salvo que unos se hicieron hippies y otros milicianos. Cabe la posibilidad de pensar que si por aquellos años se arrojase un beat al sur, este terminaría por hacerse guerrillero. 

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