Viene de «Gemidos y resoplidos: el blues del ferrocarril (1)»
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La estremecedora versión que grabó Vera Ward Hall del blues «Railroad Bill» (1948) alimentó el mito del forajido Morris Slater: nacido esclavo, su fama le llegó como ladrón de trenes que regalaba a la gente pobre los bienes sustraídos. En «J. C. Holmes Blues» (1925), Bessie Smith cuenta la historia real de este otro maquinista, sobrado de fama y kilos, al que su chica le ha sido infiel y al que ya no le importa morir a bordo del tren, pero también la de miss Alice Bry, «una mujer errante con una mente errante». La ramblin’ woman es otra figura arquetípica del blues de ferrocarril, otra figura en los márgenes. El tren era sinónimo de movilidad para los trabajadores del Sur y de amenaza para sus parejas. Como señala la historiadora y productora musical Rosetta Reitz en sus notas para el recopilatorio Women’s Railroad Blues, las blueswomen culpaban a la vía férrea de destrozar sus hogares: «Para las mujeres, el tren era un monstruo imposible de matar, un demonio que se tragaba a sus hombres».
Una mujer, Elizabeth Cotten, escribió la primera canción popular dedicada a un tren de mercancías, el folk «Freight Train», alrededor de 1904, cuando apenas tenía once años y el eco del convoy se metía en su casa de Carolina del Norte inundándolo todo. Dos decenios después, Trixie Smith describía sin tapujos el miedo de las mujeres a ese sonido: «Cuando una mujer se pone triste [gets the blues], va a su habitación y se esconde. / Pero, cuando un hombre se pone triste, se sube a un tren de carga y se va», se queja amargamente en «Freight Train Blues» (1924), que grabó para uno de los sellos race de la época: aquellos que difundían música negra en un mercado que segregaba las expresiones artísticas, aunque a la vez esa separación les permitía ser más deslenguadas que las canciones comercializadas para blancos.
Aquel blues se convirtió en un gran éxito y conoció prontas versiones de otras intérpretes, como la de Josie Miles y los Choo Choo Jazzers o la de Clara Smith. Esta misma cantante, «la Reina de las Lloronas», prestó su voz a otra canción-lamento, «The L & N Blues» (1925), que retorna a la fantasía de las mujeres de mente divagante; aquellas que ansiaban seguir las andanzas de sus maromos en la ruta hacia el norte. Ahonda en esa herida «I Hate that Train Called the M & O» (1934), tajante título para una de las figuras emblemáticas del dirty blues, Lucille Bogan —también conocida como Bessie Jackson—, que esta vez dirige sus groserías a la línea ferroviaria que se lleva lejos su amor, el tren que le pasa por encima. En estos temas, explica el historiador especializado en blues Paul Oliver, el ferrocarril funcionaba como «chivo expiatorio» en ausencia de una explicación lógica al mal de amores o el desigual albedrío entre géneros.
Más gráfica es la metáfora de Memphis Minnie en «Chickasaw Train Blues» (1934), donde la locomotora encarna a una «perra sucia y rastrera» que le roba a su hombre, y se los roba a otras en cada estación. La letra contiene imágenes sexuales bastante obvias, como el doble sentido de ride —«montarse» en el tren y «montar» a alguien—. En realidad, el asunto de los cuernos es un clásico del blues y, pese a lo ridículo o detestable que pueda parecernos hoy un ataque de celos así, estas canciones suponían en buena medida una reivindicación de autonomía para las mujeres; aunque solo fuera por el hecho de que se plantearan subirse a otros trenes. Pero el ferrocarril también tiene connotaciones positivas en los blues liderados por mujeres. En «Dixie Flyer Blues» (1925), Bessie Smith lo presenta como una oportunidad de reconectar con sus raíces, de regresar al hogar y volver a encontrarse con su mammy en Dixieland.
Esta canción se encuentra, además, en el grupo de esos blues que incorporan los sonidos propios del ferrocarril como auténticas onomatopeyas musicales: papel de lija para recrear su marcha. El tren ya no es solo contenido, sino también forma musical. El transporte ferroviario cambió la percepción del tiempo, y el blues de esta época lo refleja en su cadencia. El crítico Albert Murray observa la presencia del resoplido del motor o el gemir de su silbido en estilos como el boogie-woogie. El «tren polirrítmico» en el que transformaron su instrumento aquellos pianistas «de manos gruesas», en palabras de Alan Lomax, se aprecia en el famoso «Honky Tonk Train Blues» (1927), de Meade Lux Lewis. Ambos sonidos del expreso los mimetiza el armonicista DeFord Bailey en su «Pan American Blues» (1927). Y también experto imitador, aunque sin otro instrumento que sus cuerdas vocales, fue «Billiken» Johnson, que en temas como «Sun Beam Blues» (1928) exhibe su peculiar técnica para emitir chiflidos ferroviarios con sorprendentes armónicos.
Dando un acelerón en el tiempo, nos encontramos con la reinterpretación de «Flying Crow Blues» (1941) por cuenta y riesgo de Washboard Sam, vocalista que se acompaña del instrumento que le dio su nombre artístico —la «tabla de lavar»— para sugerir el ritmo con el que el tren avanza. La canción, que aludía a la publicidad de un tren de pasajeros cuyo trayecto era «tan directo como el vuelo del cuervo», la grabaron por primera vez Oscar «Buddy» Woods y Ed «Dizzy Head» Schaffer, pioneros del bottleneck blues; el slide que aquel tipo de Tutwiler hacía con un cuchillo. Este dúo de guitarristas se había ganado cierta fama acompañando, bajo el nombre de Shreveport Home Wreckers, al cantante blanco de country Jimmie Davis, quien años más tarde sería gobernador de Luisiana. Un mestizaje, inaudito para su época en términos artísticos y sociológicos, que tomaba como referente el country blues que otro blanco, otro Jimmie, popularizó entre 1927 y 1933, año de su temprana muerte.
Jimmie Rodgers, al que llamaban «The Singing Brakeman» por su pasado como guardafrenos, entre otros empleos del ferrocarril —aunque también había tenido su etapa de hobo—, volcó su imaginería en canciones como «Waiting for a Train», «Train Whistle Blues» o «Southern Cannonball». En su corta carrera musical logró llevar a todos los rincones del país los sonidos de la tradición rural, tamizando las esencias del hillbilly. Su estilo sería clave para las músicas de raíces estadounidenses en general y para algunos grandes bluesmen negros en particular. Pero su inspiración no solo procedía de una amplia colección de discos: Rodgers se empapó de los cantos de sus colegas ferroviarios y de los negros a los que siempre había oído en el Misisipi, donde creció. Del mismo modo, muchos de los blues de ferrocarril serían revisitados, desde los años sesenta en adelante, por estrellas blancas como Johnny Cash, Bob Dylan, The Beatles, Rolling Stones, Van Morrison, Grateful Dead, ABBA… Muchos nos son familiares por esas versiones. Y, sin embargo, este género se halla profunda e íntimamente ligado a la historia y la cultura negra.
Quizá por la tristeza de los siglos de aquel fantasma que se le apareció a W. C. Handy y que impregna todo el repertorio del blues; que incluso le da nombre. Ni siquiera el ferrocarril, con su promesa de una vida mejor, se libró de esa visión melancólica. En «Mr. Conductor Man» (1932), otro de los más prolíficos autores del railroad blues, Big Bill Broonzy, empieza contando que se despertó con el silbido del tren, le hizo pensar en su chica, «de verdad que quería ir» a buscarla. En el verso posterior, coge su maleta, y lo siguiente que sabemos es que la suelta en el andén. Le implora al revisor que lo deje subir: «Me marcho esta mañana», le dice; no tiene dinero para el billete, pero está dispuesto a palear el carbón en el motor del tren hasta que llegue a su destino. Cuando suena la campana y el revisor grita «viajeros al tren», recoge su maleta del suelo y empieza a caminar, resignado: «Me marcho esta mañana», se despide, «de verdad que no quiero irme», como si le hablara al propio tren mientras se aleja: «La mujer a la que amo ya no me quiere». Y no sabemos si es porque él no ha podido coger el tren o porque ella no ha querido hacer el trayecto de vuelta para salvar la distancia que los separa. Tal vez algunas distancias sean insalvables.