Música

Gemidos y resoplidos: el blues del ferrocarril (1)

blues del ferrocarril
Bessie Smith, 1936. Fotografía: Getty.

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 47 «Locomotive»

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Para empezar está el hecho de que W. C. Handy estaba esperando el tren cuando por primera vez oyó, medio adormilado, algo parecido al blues. Era en la estación de Tutwiler, Misisipi, año 1903. Un tipo empezó a tocar la guitarra a su lado: «Su ropa eran harapos; sus pies asomaban por fuera de los zapatos. Su cara tenía algo de la tristeza de los siglos». Haciendo slide con un cuchillo, daba forma a la música más extraña que hubiera llegado a oídos de Handy, quien no podía imaginar que años más tarde popularizaría ese estilo, del que se le considera padre, en sus arreglos para bandas y orquestas. Aquel sonido se le clavó en el alma, aquel «Goin’ where the Southern cross’ the Dog» repetido tres veces, como un salmo. Los versos que acabó adaptando, junto con un ragtime anterior de Shelton Brooks, en su «Yellow Dog Rag» (1915), más tarde renombrado «Yellow Dog Blues», que aludía a una de las líneas de ferrocarril que cruzaban el sur de Estados Unidos.

Si se considera que el blues nació en aquel apeadero, es por la leyenda de Handy; nada excepcional, porque en el blues casi todo es leyenda, y toda leyenda contiene alguna verdad. Muchas de sus historias cantadas y sus melodías, durante las primeras décadas del siglo XX, se nutrían del paisaje surgido en torno a las infraestructuras ferroviarias. Podría decirse que el ferrocarril le dio forma al blues y también su fondo, un modo de tocarlo. Una mitología fascinante cuyos protagonistas eran la propia maquinaria y los especímenes que se movían alrededor de ella —trabajadores y viajantes, pero también quienes solo acudían al andén para decir adiós—, sus ilusiones, sus desdichas. Sobre todo estas últimas: hablamos de blues, el reino musical de la tristeza.

Los primeros blues asociados a este medio de locomoción surgieron como work songs —canciones de trabajo— en el contexto de la colocación y la reparación de las vías. Uno de los más conocidos, sobre todo desde que Leadbelly lo grabase con la misma desnudez a capela del tradicional, fue «Linin’ Track» (1941). Su cadencia, apoyada en la estructura de llamada y respuesta, acompañaba la labor de desplazamiento de los raíles, marcando los tiempos para una reacción coordinada. Este patrón —nunca mejor dicho—, heredado de los esclavos africanos, era el que guiaba a los gandy dancers: miembros de las cuadrillas ferroviarias que asumían esa faena rompespaldas, bailando sobre las vías al compás que señalaba el caller. Por ese carácter rítmico, por su capacidad de improvisación y de entretenimiento, se ha comparado estos blues a las salomas o canciones de marineros y a las de los recolectores de algodón, nutriente de la música del Delta. 

En las canciones del ferrocarril detecta el etnomusicólogo Alan Lomax «una especie de ternura» particular. La amable voz del caller, dedicado en exclusiva a esa función, buscaba consolar a sus hombres y evitarles daño. A menudo eran inmigrantes, afroamericanos —a quienes aún se les negaban derechos básicos—, presidiarios. Fue en la cárcel donde Alan, que acompañaba a su padre, John, en el célebre proyecto de preservación de las músicas tradicionales del Sur, descubrió a Leadbelly. Los investigadores quedaron impresionados ante su talento y la energía que desprendía. Una vez en libertad, el bluesman acompañaría a los Lomax en otras grabaciones en penitenciarías estatales, y juntos registraron «Rock Island Line» (1934), compuesta un lustro antes por empleados de aquella línea ferroviaria. En la versión de la Cummins State Farm, Arkansas, un celestial coro de convictos responde al canto de un delincuente de poca monta llamado Kelly Pace.

También Leadbelly hizo famoso el blues «Midnight Special» (1934), sobre un tren nocturno que baña con su luz «siempre viva» la cárcel de Sugar Land, Texas, al pasar frente a ella. Los reclusos creían que, si los faros de ese tren llegaban a apuntarles, serían liberados. Hay quien interpreta que esos versos sugieren, en cambio, que el preso prefiere ser arrollado por el tren a pasar un día más entre rejas. Da igual; el ferrocarril encarnaba en aquellos blues la posibilidad de huida, una esperanza de nuevos horizontes. Especialmente para la población negra y sureña, el tren suponía una manera de dejar atrás la segregación. No es que no existiera en otros estados; los propios trenes solo admitían pasajeros afroamericanos si incluían un vagón para los de color. Pero ciudades como Chicago representaban una oportunidad de lograr trabajo, por indigno que fuese. Eran, para muchos, una suerte de tierra prometida. La metáfora religiosa no es vana: la manejó Sister Rosetta Tharpe en su gran éxito de góspel blues «This Train» (1939). «En este tren, ya sabes, no cabe ninguna deportación, ningún Jim Crow, ninguna discriminación», canta la vocalista y guitarrista precursora del rock and roll.

El góspel, estilo basado en los cantos espirituales que comparte con el blues sus raíces negras y esclavas, bebió de aquella visión iluminadora y liberadora del ferrocarril, incluyendo con frecuencia imágenes alusivas a un trayecto hacia la salvación. Ya en el siglo XIX se había consolidado un subgénero de temas góspel dedicados al Underground Railroad, red abolicionista clandestina que ayudaba a los esclavos a escapar de las plantaciones de algodón e instalarse en ciudades libres, compartiendo con ellos información a través de mensajes en código ferroviario: maquinistas tan comprometidos como la activista Harriet Tubman —conocida como la «Moisés» del movimiento— usaron también la música para sus comunicaciones cifradas con los pasajeros fugitivos.

Los fuera de la ley y de la sociedad desempeñan un papel central en la historia del blues. Y el ferrocarril se convirtió, para muchos de ellos, en patria móvil, hogar portátil, un lugar emancipado del suelo y de reglas férreas, o donde, al menos, la velocidad del trayecto permitía saltárselas. Incluso literalmente: la expresión ride the blind, que oímos en el «Walkin’ Blues» (1937), de Robert Johnson, describe la costumbre de saltar al hueco entre vagones de un tren de mercancías —espacio ciego al control de pasajeros— para viajar sin billete. Era cosa de vagabundos o hobos, migrantes empobrecidos que cruzaban el país buscando trabajos temporales y a quienes no les importaba jugarse la vida o la libertad; poco de ambas tenían. Considerado dentro de ese grupo, que tantos miembros sumaría con la Gran Depresión, las canciones de Johnson reflejan su existencia nómada, su constante huida hacia delante. Como este blues, una versión del que había compuesto otro músico ambulante, Son House, que lo grabó (1930) justo después de haber cumplido condena por homicidio.

De héroes y antihéroes, de golfos y libertadores está escrita la leyenda del blues, y también las leyendas que contribuyó a esparcir. Sus personajes inspiraron más de un alias artístico y se convirtieron en símbolos de la opresión, racial y económica, sufrida por la población afroamericana en aquellas décadas. En «Spike Driver Blues» (1928), Mississippi John Hurt narra la historia de John Henry: un steel-driving man —encargado de horadar la roca para excavar, mediante explosivos, los túneles ferroviarios de fuerza sobrehumana, que, batiéndose en duelo con una nueva máquina taladradora a vapor, murió por exceso de brío. A otro ídolo trágico del pueblo le canta Furry Lewis en «Kassie Jones» (1928): un maquinista que dio su vida por los pasajeros del tren que conducía, a toda velocidad, al evitar que chocara contra otro. Las desgracias ferroviarias eran una infausta rutina aquellos días y material literario de primera.

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