«Bums on the outside, libraries inside». Se trata de una de las frases que la película de François Truffaut reproduce literalmente a partir de la nove la homónima de Ray Bradbury. Y es que, desde el momento en que aquella se estrenó, lo mismo que vista medio siglo después, resulta imposible hablar de esta película de 1966 (a partes iguales ensalzada y denostada por la crítica) sin remitirse a la novela de 1953 que le dio vida.
Dejando aparte aciertos y errores o semejanzas y diferencias concretas con la novela (aspectos que han sido comentados hasta la saciedad), el espíritu que anima la obra de Ray Bradbury, grandísimo ratón de biblioteca y escritor autodidacta que con esta obra pasa de la ficción popular a la categoría de clásico, está presente en la película desde el primer fotograma: a saber, la destrucción de la Cultura con mayúsculas, la que (por cierto) reside en la gente y no tras los altos muros de los colleges, en un mundo inexorablemente banal e idiotizado. Nadie que pronuncie hoy la expresión «Fahrenheit 451» deja de evocar precisamente eso que el autor predijo sin necesidad de apelar ya a precedentes históricos, tales como el saqueo e incendio de la biblioteca de Alejandría o las medidas contra los libros tomadas por Hitler o McArthur: «No hace falta quemar libros para destruir una cultura. Basta con que la gente deje de leerlos», proclama Bradbury tajantemente en 1979. Su distopía, forjada veinte años atrás, iba tomando forma en el mundo real.
La película de Truffaut presenta todas las incongruencias comunes del género de ciencia ficción en su época: anacronismo tecnológico (y ello a pesar de haber eliminado gran parte de los inventos que aparecen en la novela), fundidos coloristas de estética psicodélica, y un cierto aire reconcentrado, propio del cine de autor, que la hace excesivamente morosa en ocasiones. Sin embargo, traduce con acierto al lenguaje visual esa pintura futurista de una sociedad lobotomizada por su de pendencia de las «pantallas», y sometida al férreo control estatal sobre cualquier sospechoso de sedición intelectual; es decir, todo aquel que, como individuo, aspire a elevarse sobre la espantosa mediocridad que le rodea. En este sentido, si Bradbury es brillante profeta, Truffaut es indiscutible ejecutor. Curiosamente, tampoco este último procede del mundo académico y, como en el caso del escritor, concibe la cultura ante todo como una forma de superación personal.
Las conexiones entre el texto y el filme son especialmente fructíferas precisamente desde ese amor compartido por la cultura y el temor ante su progresiva degradación. Cuando Montag, bombero-quemador de libros reconvertido en lector furtivo y protagonista de la obra, toma conciencia de lo que está sucediendo a su alrededor, Bradbury escribe lo siguiente: «Se estaba desplazando desde una irrealidad aterradora hacia una realidad irreal, en tanto que nueva». La enrevesada frase no es tal si se lee desde las teorías contemporáneas sobre la cultura del simulacro: en nuestras sociedades ultravisuales, la virtualización de la realidad por parte de los medios de comunicación, que la sustituyen, desvirtúa la percepción de la realidad y anula la capacidad de respuesta crítica. Caer en la cuenta de esto produce por fuerza un desconcierto atroz, de dimensiones epistemológicas. Pero veamos como esto toma forma en la película: en una escena posterior al momento en que Bradbury escribe esas premonitorias palabras, pero tan reveladora como ellas, un Montag lúcido hasta el espanto observa cómo la televisión «fabrica» un final para él con el que satisfacer a un público adormecido en sus reflejos, que no aspira a otra cosa que a una felicidad simplona (impagable el personaje del capitán de bomberos ensalzando las virtudes de dicha felicidad vicaria). El contraste entre las violentas escenas retransmitidas por televisión y el rostro del protagonista reproduce, en cuestión de segundos, páginas y páginas de pensamiento bradburiano. No menos, por otra parte, que la ominosa música de Bernard Herman acompañando al camión de bomberos en sus salidas en busca de libros por quemar, o el lirismo del paisaje que acoge a los hombres-libro, maravilloso símbolo de la capacidad de resistencia, individual y organizada, del ser humano.
Más sombría al principio que la novela, mostrando a un circunspecto Montag aplicado al ritual de la quema de libros (cuando en las páginas iniciales de Bradbury este aparece risueño y despreocupado, incluso silbando, de camino a su casa), la cinta de Truffaut se vuelve más esperanzadora en su final que el texto que la inspira. Fue galardonada con el León de Oro en el festival de Venecia de 1966. Justo premio, creo, a pesar de los inequívocos signos del paso del tiempo ya señalados. El supuesto principal, en novela y película, sigue vigente: no venimos al mundo a ser estúpida y engañosamente felices, sino a aprender algo, a vivir conscientes. A ello nos ayudan (o nos ayudaban) los buenos libros, antes de que la sociedad del entretenimiento, letal como el fuego, hiciera tabla rasa de todo. Bibliotecas por dentro, sí. Porque por fuera, antes o después, a todos nos delata nuestra condición de vagabundos.