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El tiempo en sus manos

El germen de Elogio de las manos (Seix Barral, 2024) parece estar, al menos si nos fiamos de su narrador, en el verano de 2015. Se ha cocinado lento, en idas y venidas, como todo aquello que requiere paciencia y maduración; como el amor. Durante ese discurrir reposado a su autor, Jesús Carrasco (Olivenza, 1972), debe de haberle asaltado con bastante frecuencia un tema tan presente en el día a día, y en la literatura. Uno mismo, en el trance desde que empezó a leerlo hasta que escribió esta reseña, se encontró varias lecturas alusivas, de las que citaré solo dos, muy distantes. Una del siglo XIII, El libro de los secretos de Farid ud-Din Attar: «A aquel cuyo arte es fruto de sus encallecidas manos, / cómprale una obra por un tesoro». Otra de este 2024, Ocaso y fascinación de Eva Baltasar: «El mundo se pudre donde no hay manos». Por el camino hubo otras citas a este asunto, aunque no igual de reveladoras.

Elogio de las manos comienza con una de Gabriel García Márquez, de sus conversaciones con el periodista Plinio Apuleyo Mendoza, en la que acaba diciendo que «el trabajo manual ayuda a veces a vencer el miedo a la realidad». Y si aquel libro del nobel colombiano (El olor de la guayaba) desvelaba su proceso creativo y el mundo que habita su obra, el nuevo libro de Jesús Carrasco muestra parte de las ideas que han acompañado su trayectoria y que han desembocado en sus dos últimos libros. Contienen una especie de ars poetica estas páginas que, si bien no hablan tanto del oficio literario, sí lo hacen de los procesos, incluido el de gestación de este libro. Hablan de la creatividad y también de ese hermano tenido por menor, el ingenio, aplicados a la tarea manual. Hablan, en su voluntad de juego o de experimento, de una mirada sobre las cosas que importa tanto o más que la técnica.

Elogio de las manos, de Jesúsn Carrasco. Imagen Seix Barral.
«Elogio de las manos», de Jesús Carrasco. Imagen: Seix Barral.

Volviendo a la respuesta de García Márquez, pareciera que Carrasco le ha perdido el miedo a la realidad, no porque sus anteriores obras no la tuvieran, sino porque aquí se atreve a mezclarla descaradamente con la ficción, mostrando la tramoya. Y en este punto conviene quitarnos de encima el temor que Laia Jufresa describe con gracia en Veinte, veintiuno, a propósito de incluir a su familia en su obra: «¡No, no, no escribimos autoficción, carajo!», se dice a sí misma. Como puede sugerir su título, Elogio de las manos iba para ensayo, pero terminó en novela con elementos autobiográficos y metanarrativos que —esto es lo verdaderamente importante— determinan el modo en que se desarrolla la ficción. Al final habremos de admitir, con Jufresa, que no tenemos «la más pálida idea» de cuál es la diferencia entre la autoficción, la no ficción y la sí ficción (pero todas acaban igual). 

Más allá de taxonomías, lo que prima en la novela de Jesús Carrasco es una noción documental de la literatura. No solo en la observación y descripción de las labores de reparación de una casa rural ruinosa, y del entorno natural y sus habitantes —humanos o no humanos—. También, por ejemplo, en diálogos que no necesitan ir a ningún lado (en el avance de la trama) para decirnos cosas sobre quienes hablan o su relación; como ocurre en el día a día. Su cuaderno de campo se nutre tanto del estudio de las plantas convivientes como de la comprensión de los saberes, haceres y decires de los aldeanos. No es casual que el narrador de esta historia entienda la vida como parte de un ecosistema y el medioambiente como un entramado cooperativo: su modo respetuoso de acercarse a una y otra especie es similar porque las contempla con amplitud de miras y, a la vez, con todo detalle. 

En el libro se cita a la documentalista Agnès Varda y, siguiendo con el cine, a uno le viene a la cabeza la obra de otra brillante cineasta, Kelly Reichardt, y la economía de lenguajeaudiovisual— de sus ficciones, que tienden de modo reciente (véase Showing Up, 2022) a cierta ligereza y resaltan su enfoque humanista. Al mismo tiempo, podría decirse que comparte con el autor extremeño una evocación de la vida en comunidad, por un lado, y la trascendencia oculta en lo cotidiano, por otro. Esa intuición de que el modo en que hacemos las más mínimas cosas las define y nos define tiene que ver con la mirada de la que hablábamos antes. Como reflexiona el narrador, en lo práctico puede haber mucha belleza y, añadiríamos, mucha poesía, pero para que se revelen debe haber alguien dispuesto a notarlas y, en el caso de la literatura, anotarlas. En eso consiste la poética de Jesús Carrasco, en su capacidad de registrar, interpretar y traducir en palabras, con inusual clarividencia, esas formas de vida invisibles, los sabios usos manuales que a duras penas perviven y conservan practicantes.

Elementos de estima literaria

Aunque salvo en algún matiz puntual el narrador no compara el oficio de escritor y la labor con las manos (manos «liberadas» de la necesidad y la urgencia del trabajo, aclara, dedicadas a tareas que no le dan de comer), intuimos esa misma «pequeñez minuciosa» de las tareas manuales en la concepción de esta pieza literaria, humilde y cuidada. Pero en el empeño de Elogio de las manos, Premio Biblioteca Breve 2024, reluce sobre todo la capacidad de transmitir la sensación de curiosidad y de asombro como verdadero impulso creativo. «Cada cosa ordinaria es un elemento de estima», escribe el poeta brasileño Manoel de Barros en un verso que se convierte en leitmotiv de la novela. En eso es en lo que más se identifican el narrador de ficción y el autor real: en la atención a los pormenores y el descubrimiento de que la sencillez y la proximidad contienen lo más precioso. 

En este sentido, el último libro de Jesús Carrasco resulta muy revelador de su propia evolución como escritor. Tras dos primeras magníficas novelas, como refrendaron el impacto incontestable de su debut (Intemperie, 2013) y el Premio de Literatura de la Unión Europea obtenido por la segunda (La tierra que pisamos, 2016), el autor pacense inauguraba con la siguiente (Llévame a casa, 2021) un nuevo poso en su escritura, quizá vinculado a un viraje hacia una mayor naturalidad en su forma de concebir la creación: «Cuando un texto brotaba solo, recelaba, y, por lo general, lo tiraba a la papelera», recuerda el narrador de Elogio de las manos sobre sus comienzos. La escritura natural, si no se quiere insulsa, implica un esfuerzo y un bagaje considerables, claro. El oficio de Carrasco es fruto de más de diez años —muchos más, suponemos— tallando palabras. Hoy su estilo desprende una serena belleza. Su fraseo, lejos de contorsiones, sugiere caminos poco trillados sin necesidad de señalar con una flecha aquí hay un autor

Se diría que huye adrede de lo ostentoso y lo grandilocuente para transitar por lo heterodoxo, lo intuido, mediante un uso del lenguaje proporcionado y sustancioso. Veamos algunos ejemplos azarosamente elegidos para esta reseña: «Los añadidos, que no terminaban con el almacén, denotaban impremeditación y vida»; «Los movimientos involuntarios del cuerpo durante el sueño enredaban todas esas mantas, las revolvían con las sábanas y las piernas como si durmiéramos en un lodazal textil»; «Un día incluso cayó una tormenta que le sacó a la tierra, seca y caldeada, aromas que eran una ofrenda cada vez más infrecuente». Como cuando leemos una novela de un ámbito concreto (por ejemplo, el de la mar), hay un placer sonoro en acceder al argot propio de los trabajos manuales, complementado por expresiones certeras: los objetos se presentan para la tarea, las plantas prosperan, surgen en la casa llagas, heridas o cicatrices, como en un cuerpo.

La analogía de la vivienda como espacio anatómico la propone el mismo autor. En su relato importan la arquitectura, el plano y la radiografía de esta casa que respira y vive, tiene órganos, enferma. Una casa que sufre y goza, hace preguntas y habla, no siempre para bien, pues es capaz de sembrar la duda. Una casa con alma: «Una cocina abierta nos pone en contacto con un concepto al alza, el de cuidado, y otro en regresión, el de proceso». Ya hemos mencionado la importancia en este libro de la idea de proceso, del propio camino aunque conlleve algún meandro —también narrativo—, y conviene sumarle la de los cuidados, que como en Llévame a casa (donde se erigía en asunto central) vuelven a estar presentes y dan forma a algunos de los momentos más emotivos. Decimos que es un libro que remite al cuerpo humano también en tanto que medida del tiempo, realidad palpable que marca los ritmos de vida y que incluso roba a la mente atributos como el del recuerdo. Una convicción a contrapelo, porque aunque hoy el culto al cuerpo supera al de la mente, solemos presentarle más obligaciones que estímulos. 

Por varias de estas cuestiones y aun siendo obras muy distintas, la digestión de Elogio de las manos me ha traído a la mente libros recientes como Gozo, de Azahara Alonso, y Deshabitar, de Lara Moreno, que en buena medida hablan, cree uno, del tiempo y del espacio, cuestiones fundamentales de la existencia, pero desde un tono y un estilo opuestos a la gravedad. Y que tienen algo de manifiesto de resistencia contemporánea. También, en ciertos pasajes, al asombro en la mirada a su entorno de naturliteratos como el biólogo David George Haskell o la ambientalista Terry Tempest Williams. Con ellas y ellos comparte el libro de Carrasco el sustrato de sus implicaciones políticas. A priori nadie diría que esta es una novela política porque carece de subrayados, pero lo es desde el momento en que dibuja imaginarios que cuestionan el modelo hegemónico. Podría decirse que habla de una forma de entender la vida que no cabe en este, aunque lo hace contando una historia, y lo que cuenta tiene forma de propuesta, de invitación, más que de llamada a la acción.

No se le puede acusar de haber escrito un libro rencoroso ni revanchista hacia estos tiempos. Elogio de las manos es una novela antinostalgia, al igual que es una novela anticonsumo. «No quiero poseer ese objeto», dice un narrador que huye expresamente del sentimiento de melancolía, algo que recuerda al ensayo El tiempo perdido de Clara Ramas, quien defiende que eso que se pierde (aquellos años, aquel paraíso, lo vivido allí) no es algo que, en efecto, se pueda poseer. El libro de Jesús Carrasco abre vías de diálogo con el pasado, pero es un libro de presente y de futuro. También de condicional, que usa en ciertos momentos, como si la fabulación quisiera hacerse explícita en el relato, por lo demás mucho más cercano al diario o la crónica que a los dramatismos novelescos. Hay imaginación en lo que narra y en cómo está narrado, y ni siquiera rehúye la hoy tan temida romantización como acicate para asomarse a otras realidades. Del mismo modo, a veces se desmitifica la apacible estampa rural: la burra Beleña es «la impugnación de Platero», los buitres se dan un festín de «carne pútrida». Esto no es un anuncio de Casa Tarradellas. 

Conciencia de final y de relevo 

Lejos de ser una novela complaciente (lo que en Estados Unidos llamarían «feel-good»), desde bien pronto sabemos que será la crónica de una derrota segura. «¿Por qué no reservamos la esperanza y las fuerzas para objetivos más plausibles?», se pregunta el narrador, consciente de la inutilidad de un gesto que, de nuevo y en ese sentido, tiene mucho de poético. La anunciada demolición de la casa, no obstante, se presenta como si fuera una enfermedad terminal que lleva al protagonista y su familia a vivir intensamente el ahora, a apreciarlo en esa recta final cuya longitud desconocen. La novela avanza mientras vemos al fondo la muerte, que pasa de metáfora a literalidad, apenas registrada como parte connatural a la existencia y no como tragedia. Llegado un punto, ese acto de registrar la experiencia, de narrarla, es el mejor modo de asumir la inminente estocada de la pérdida. El protagonista se halla en ese momento de lucidez y «consciencia plena» del instante previo a que algo concluya y una porción de nosotros se resquebraje.      

Ese concepto nos recuerda al mindfulness y a la tradición filosófica oriental: «Cada cosa ha sido hecha, traída o llevada por alguien. Hay un motivo que explica una ventana, una sábana limpia en un cajón, una coleta». Este espíritu reflexivo y este discurso vitalista, que la escritura de Carrasco sublima a la vez que simplifica, no recurre a la solemnidad porque tampoco se toma demasiado en serio. Cuando el relato está a punto de sucumbir a la exaltación de la experiencia, llega un golpe desmitificador, un coletazo de humor aligerante que le sienta muy bien, pues a veces las cosas son tremendamente prosaicas, y más vale que así sean; de lo más terrenales, a Dios gracias. El narrador tiene el buen gusto de reírse de sí mismo en unas cuantas ocasiones, de su ensimismamiento, del poco calado de sus enseñanzas, de sus escasas dotes para la vida de campo o de algún trabajo más bien desmañado, al estilo de la pajarera de Homer Simpson.

En su peripecia adquiere también un gusto por lo imperfecto, por esos conceptos como el de «chapuza» o «apaño» que se resignifican en la novela  (llenos de sentido frente a la vacua abstracción de, pongamos, «sostenibilidad»). El error, la inexactitud forman igualmente parte de la memoria narrativa. No es que el narrador no sea fiable, es que admite la relativa fiabilidad de su relato por el filtro que su memoria haya podido ejercer. Aunque, bien pensado, ninguna voz narrativa podría considerarse cien por cien fiable en términos de veracidad, ni siquiera las de no ficción. Volvemos, se habrán percatado, al tema de marras: ¿es su propia historia la que cuenta en estas páginas Jesús Carrasco? Según le decía a Isaac Rosa en una entrevista para la revista Mercurio, al autor le incomoda ser, él mismo, material narrativo, pero lo que sí ha hecho es acercarse a la realidad como con una lupa, desde una óptica necesariamente subjetiva y personal: «Esa aproximación, cuando lo que narra es un territorio emocional, produce una sensación de intimidad. Lo que me interesa no es contar la propia, sino tratar de activar la del lector».

Lo ha logrado en mi caso, e intentaré explicar por qué en este último párrafo de la reseña, a través de un aspecto que considero clave. De algún modo, el narrador se mueve entre apreciar el ensimismamiento, como parte de una labor concienzuda en las tareas manuales, y reparar en la importancia del trabajo colectivo [curioso, por cierto, que reparar signifique arreglar y también «mirar con cuidado»]. Elogio de las manos está escrita en primera persona porque tiene algo de novela de autodescubrimiento o revelación, pero es mucho menos una novela del yo que del nosotros. Uno de los temas que lo ha conectado a mi experiencia y más me ha emocionado es el del legado (de una forma de entender la vida) y la herencia (genética). «Sabía que las manos tenían su propia memoria, pero nunca había pensado que también tuvieran su propia estirpe», leemos. El valor de la transmisión de esos «aprendizajes sutiles» recorre el libro y el sentido de la existencia cobra el aspecto del objeto que se entrega en las carreras de relevos: «El testigo que recorre el tiempo es el amor», escribe el narrador/autor, así que es la herencia afectiva la que nos explica y nos vertebra, y se transmite no solo a los de nuestra sangre, sino a todos los sujetos a quienes nos acercamos lo suficiente.

¿Quieren un narrador fiable? O mejor aún, ¿un escritor en el que confiar, obra tras obra? Lean a Jesús Carrasco. 

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