Viene de «El fragmento: una literatura rota (1)»
Algo así ocurre cuando leemos libros como el monumental Pequeños tratados, de Pascal Quignard. Es natural desconfiar cuando el propio autor nos plantea su obra como inclasificable, porque no suele pasar de coquetería intelectual, pero no lo es en su caso, especialmente cuando, más que declarar, confiesa que «Los Pequeños tratados no son ni ensayos ni ficciones. Eran algo que no cabía en ningún género. Eran cortos argumentos desgarrados, contradicciones que se dejan abiertas, manos negativas, aporías, fragmentos de cuentos, vestigios […] Siempre he amado las cosas rechazadas». El fragmento es, por tanto, lo que más se acerca a la naturaleza común de los escritos que integran esta obra elegantísima y estimulante. Son astillas textuales de las que destacan cientos de frases en relieve, como si con su contundencia y belleza quisieran contradecir la duda nuclear que habita sus páginas. La relación que mantienen entre sí responde a una disposición rizomática: su orden no es jerarquía, es pensamiento desplegado en la relativa libertad que le permite la escritura, y cada uno de esos fragmentos remite y afecta a cada uno de los otros. La paciencia que se demore en el incuestionable goce de esta lectura será la que acceda al espacio relacional que se abre ante sí en cada detalle. Porque lo que Quignard escribe es un «antepaís silencioso, quimérico, del que nadie guarda recuerdo, aunque muchos conserven la nostalgia». La escritura de Quignard es ese antepaís, pero también una reflexión exhaustiva en torno a temas capitales de lo humano, que observa y escruta desde lo literario: de ahí su recurrencia a la página, a la literatura, al carácter de lo elocuente, a las bibliotecas, a las lenguas muertas, a la traducción casi imposible del pensamiento a la letra. Y no se trata de un sistema, nada más lejos: «Sistemas enteros parecen reiterar: horror al vacío. “¡Una respuesta mejor que nada! ¡Una pesadilla, una tiranía, no importa qué, una guerra, un amor, una superstición, todo antes que la falta de sentido!”. Pero no son más que vacío. Son el sonido que produce el vacío. La amenaza no proviene del vacío sino del miedo al vacío». No es sistema la alarma desde ese vacío para reconocerlo como tal. Es, en todo caso, el uso del lenguaje —violentado hasta sus límites— para decir lo impensable, lo inimaginable, lo indecible. Lo que se ha roto.
Ocurre también, desde lo narrativo, con la escritura de Maggie Nelson, de cuyo libro Bluets —y a pesar del anterior, Los argonautas— se ha seguido preguntando la crítica si es un ensayo poético, una autobiografía, un relato excéntrico… Precisamente la forma y la estructura de su contenido es, al mismo tiempo que motivo de confusión, uno de sus grandes atractivos. ¿Por qué frotarlo hasta quitarle el brillo? Bluets puede leerse como un libro en el que la estructura fragmentaria da lugar a que la escritura de Nelson entreteja también varios temas y argumentos, con una coherencia interna —el color— para la diversidad que reúne. Impreso en tinta azul, el libro Bluets está marcado por un total de doscientos cuarenta fragmentos que, como tales y a pesar de su aparente autonomía, pertenecen a un orden de sentido mayor. Esta retícula despliega una variedad azul tan personal como compartible, que colorea el fin de una relación y su insistente permanencia en la memoria, la nostalgia, la enfermedad de una amiga a quien los pies se le quedan «azules y suaves por desuso» y la tradición de los que, como Nelson, pensaron en los colores como hilos capaces de conducir y dar significado a su vínculo con el entorno: «1. Supongamos que comenzara diciendo que me he enamorado de un color. Supongamos que fuera a hablar de esto como si fuese una confesión; supongamos que hago añicos mi servilleta mientras hablamos. Empezó paulatinamente. Una apreciación, una afinidad. Y, un día, se tornó más serio. Entonces (mirando una tacita vacía, su fondo manchado con un delgado residuo marrón enroscado en forma de caballito de mar) se volvió de algún modo personal». A partir de ahí, todas sus piezas encajan.
Por suerte, hemos leído un suficiente número de vibrantes y hermosos libros construidos a conciencia a partir de fragmentos para afirmar sin reservas que hay autores y autoras que escriben una sólida literatura rota. Tenemos a Pascal Quignard y a Maggie Nelson, pero también y sobre todo a Walter Benjamin y su fragmentada Infancia en Berlín, a Theodor Walter Adorno y sus ciento cincuenta y tres relámpagos en Minima moralia, a Georges Perec y sus interminables y divertidísimas listas, zoom in y zoom out, a Chantal Maillard o La mujer de pie pensando en ráfagas, a María Negroni y una entrecortada forma de narrar El corazón del daño, a Carlos Edmundo de Ory y sus aerolitos, a Roland Barthes y los autoproclamados Fragmentos de un discurso amoroso.
Y si queremos seguir buscando problemas, que de eso se trata, no podemos obviar que el fragmento, en literatura, nos lleva a valorar siempre la brevedad, y por eso, a veces, a este tipo de texto se le confunde con otras formas concisas —entendiendo que estas también están rotas, extraídas—, como el aforismo. Sin embargo, el aforismo ni está roto ni es una extracción, por más que pueda jugar con otros con los que aparece en un libro (también lo hacen los poemas en un poemario, al fin y al cabo); se presenta autónomo y no precisa de sus adyacentes para tener un sentido, para captar un todo. No aspira a una totalidad. El fragmento, por el contrario, sin carecer de sentido en su unidad, solamente es pleno cuando lo leemos en conjunto, en el desarrollo de la obra sujeta al tiempo.
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Entonces ¿es el fragmento un género? ¿Es una carencia? Es ruptura, pero ¿qué rompe? ¿Y qué recompone si lo unimos a otros? Claro que el fragmento es controvertido para quienes lo leen, también para quienes lo escriben, pero al final es fácil —inevitable— volverse fanático de él. Hemos entendido el fragmento como una esquirla, la estela de lo que se rompe, testimonio pequeñito de atributos mayores. Pero ¿y si el fragmento, además de pieza resultante, es el martillo blando que rompe no solo un texto sino la idea misma de la literatura dilatada, aparentemente compacta? Un buen texto, un buen libro quiebra siempre lo dado. Rompe, incluso, con uno mismo. Así lo dice Brian Dillon: «La fuerza y la unidad de una obra fragmentaria son precisamente el resultado del enfrentamiento y la disparidad entre sus partes […] Decir de manera adecuada lo que se quiere decir también puede significar permitirle a tu texto, permitirte a ti mismo decir muchas cosas contradictorias al mismo tiempo». Y también, aún con más certeza, lo escribe Ramón Andrés: «Fragmentarse para escribir fragmentado. No pensar en una sola dirección». No ser de una pieza y, precisamente por eso, renunciar al barniz de resina, al oro que embellece y a la cicatriz.