Siempre se encuentra el momento y el espíritu de la época oportuno para que algunas técnicas cargadas de «filosofía» —comillas, cursiva, más comillas, sic— se pongan de moda. Si además proceden de culturas y lugares alejados del nuestro, la técnica en cuestión se enriquece como hipotética terapia para todo lo que no sabemos cómo resolver. Una de estas tendencias es el kintsugi, que en japonés significa «reparación de oro» y consiste en arreglar, con un pincel de kebo o makizutsu, roturas de objetos cerámicos a base de barniz de resina y polvo de oro, plata o platino.
Por supuesto, en su dificultad descansa su doctrina: qué mejor que una «filosofía» de la bella reparación con minucioso esfuerzo para resarcir de su voracidad a un grupo social que consume obsesivamente objetos, experiencias y cuerpos. La técnica del kintsugi se da en cinco pasos: el accidente (que comprende la fractura del objeto y el acopio de sus partes diseminadas por el golpe), el armado, la espera, la reparación y la revelación. Es curioso, más o menos la mitad de este proceso artesanal no se hace con las manos. Y el mensaje —en línea con una también de moda lectura metafórica— viene a ser este: las cosas se rompen, sí, pero podemos arreglarlas, y podemos además embellecer y reivindicar sus cicatrices. Y ahí en la Red tenemos kits y packs con todo el material que, por un precio que parece razonable para el caso, en cuestión de horas alguien nos llevará a casa. No hay tiempo que perder. Tampoco oportunidad, porque, como era de esperar, si importamos la técnica, necesitamos la ocasión, y así se dice que esto que nació de la necesidad y el apego por los objetos significativos ha llevado a algunas personas a romper cerámicas para poder repararlas con este proceso enriquecedor. Al final, se ve que lo que cuenta es la estética, y vale más una pieza de cerámica que ha pasado por esa reconstrucción que una que sencillamente no se ha roto. He ahí, al menos, un mérito de lo quebrado.
Esto puede ayudarnos a pensar en algo aparentemente difícil de romper: la literatura. Y hay un fascinante tipo de escritura dislocada, casi siempre breve, serial y en proceso de desvelarse. Preguntémonos entonces por la naturaleza del fragmento.
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Es cómodo pensar en lo pequeño como algo incompleto que aún no ha crecido —semilla, bebé, aventura—, pero no siempre es así, porque también puede haberse desgajado de algo más grande —trocito de vidrio, miga de pan, grano de arena—. Con el fragmento en la escritura sucede que no se sabe bien si fue antes un cuerpo literario al que pudiera pertenecer o el propio texto breve con su paradójica autonomía. «Muchas de las obras de los antiguos se han vuelto fragmentos. Muchas obras modernas son fragmentos en cuanto las escriben», sentencia Friedrich Schlegel en sus Fragmentos del Athenaeum, y ahí radica toda la complejidad de esta escritura que no se sabe si ha adquirido la categoría de género o permanece en el presunto despiste de la anotación suelta.
En efecto, podría tratarse —y es lo lógico— de un pedazo o astilla de un texto más extenso, tal como ocurre con gran parte de las obras que hemos recibido de los autores de las antiguas Grecia y Roma, y así leemos entrecortadamente a Safo, por ejemplo, tratando de reconstruir en la imaginación el corpus total de su obra a partir de esas pistas que han llegado hasta nosotros: «cuando rezo… / esa palabra… / yo quiero…». El fragmento es entonces y por definición una «parte pequeña de alguna cosa quebrada o dividida», una «parte extraída o conservada de una obra artística, literaria o musical». Es bello este abordaje, porque el fragmento precisaría para su existencia no tanto de su nacimiento como de su ruptura con lo que lo precede. Una nueva vida surge del quiebro, de la pérdida de algo mayor que de este modo permanece, y eso está bien.
También hay casos en los que la ruptura del texto no implica pérdida, sino que responde a una voluntad de dosificación. Rompemos el vino al beberlo a sorbitos y no de un solo trago y rompemos la tarta para no devorarla; rompemos el discurso para hacerlo más ligero; rompemos felizmente un romance en sus inicios viendo en pequeñas dosis al sujeto de la atracción, sobreponiéndonos al deseo de que colonice nuestros días; rompemos el tiempo en fragmentos de trabajo y fragmentos de libertad que nos van dando una falsa sensación de equilibro… Y son todas estas rupturas agradables, sabias de un modo intuitivo, visceral en su conocimiento del cebo que necesitamos. Continuando en lo literario, los folletines y las novelas por entregas inauguraron la serialidad que hoy disfrutamos sin reserva devanando el ovillo de la espera, la anticipación de la trama que continuará. Durante el siglo XIX se desarrolló y popularizó esta forma de publicar las novelas en fragmentos que el lector iba leyendo a medida que aparecían, poco a poco y no en un único tomo. Cada capítulo de la novela —que a veces estaba cerrada de antemano y en otras ocasiones se iba ampliando según el feedback del público lector— se imprimía periódicamente en secciones de revistas, generando gracias a la fragmentación una curiosidad que se saciaba poco a poco. La clave del fragmento era aquí la precisión, saber exactamente dónde romper el texto completo y entregar una historia de amor en píldoras muy breves, con finales álgidos para mantener la tensión y el deseo de leer más en la siguiente entrega.
Hasta aquí, si volvemos al kintsugi y su invitación a la metáfora, el libro completo es la pieza de cerámica. La pieza de cerámica se cae —o la tiramos— al suelo y se divide en mil pedazos. Esos mil pedazos son los fragmentos y, cuando volvemos a unirlos con ayuda de quien lee, recuperan la totalidad de la que vienen.
Pero hace falta un problema, y tomando el pensamiento que nos ofrecía Schlegel, en el camino inverso lo tenemos, hay juego: existe un segundo tipo de fragmento, el que nace como tal, el que es fragmento en cuanto es escrito. Aunque no lo parezca, estamos entonces ante un texto muy diferente de los anteriores, porque puede crearse aislado, casi bastándose a sí mismo, y solo a posteriori, en una lectura que lo aglutine junto a otros como él, conforma el sentido completo, la unidad mayor de un libro al que se adelantó. Hablamos entonces de escritura fragmentaria. Esta etiqueta ha servido durante demasiado tiempo —tanto que aún se utiliza así— para apresar en parte lo inclasificable, lo híbrido, lo que desordena nuestras bibliotecas. Porque, fijémonos: cada vez que alguien habla de «libro híbrido» hay un altísimo porcentaje de probabilidades de estar hablando de un libro roto, hecho de fragmentos. Y esa rotura es la que hace que a los lectores les parezca diferente —a veces, demasiado diferente—, porque exige su participación no más que en otras ocasiones, pero sí de forma más explícita. Digamos —con una imagen no demasiado hermosa, pero sí más precisa que la del kintsugi— que el lector es el encargado de poner el mortero entre los ladrillos que son los fragmentos, pero en realidad el libro ya viene bien construido, sus paredes son sólidas; la propuesta es sentir que las reerigimos entre todos, a nuestra manera, a través de los silencios-espacios entre cada unidad.
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(Continuará)