Caía la tarde del 6 de febrero de 1916 en Zúrich (Suiza) cuando un grupo de autoconvencidos artistas, reunidos en fraternidad el Cabaret Voltaire, cocidos de cócteles y sustancias, decidieron poner nombre al movimiento que unía sus desvelos intelectuales. Y, en atención a la ironía, el absurdo y la anarquía que tendrían por bandera, abrieron al azar un Petit Larousse para que uno de los asistentes dejara caer de un cuentagotas una sola gota que fue a parar a la palabra dadá, vocablo que, en el lenguaje balbuceante de los niños, nombraba a los caballos. Según escribiría en 1927 Jean Arp, testigo del acto fundacional, fue Tristan Tzara el inventor del título con el que pasaron a la historia «… estando yo presente con mis doce hijos en el Café de la Terrasse y llevando un brioche en mi orificio nasal izquierdo…» en una descripción de aquel trance bien pringada de surrealismo.
En el entorno prebélico de la Primera Guerra Mundial, las primeras vanguardias se expresaban con todo el vigor reactivo propio de los momentos históricos muy convulsos. Los dadá son solo un ejemplo de hasta qué punto el arte es expresión de un tiempo y sus gentes, especialmente cuando es revolucionario, contracultural y se rebela ante determinados usos sociales con la pretensión de cambiar la vida de los que lo practican y, por ende, modificar las estructuras en las que se desenvuelven.
Impresionismo, cubismo, dadá, surrealismo, informalismo, abstracción y un largo etcétera de denominaciones con las que se bautizaron los grupos de artistas que desde finales del siglo XIX revolucionaron la forma de hacer arte, siguen sonando a modernidad en el siglo XXI. Y todavía subyace en el saber popular que a unas épocas de sobriedad racionalista les suceden otras de explosión sentimental, y a estas las que retornan a lo clásico, en una más que previsible sucesión de estilos. Pero la lógica de este ritmo, a su vez tan racional, se vio frustrada cuando desaparecieron la composición y el objeto, se llevaron al lienzo imágenes poco amables o se colocó un urinario en el centro de una sala de exposiciones. ¿Qué era eso? Desde luego, no era lo que se entendía como arte, ni esos tipejos tan raritos respondían al tipo tradicional del artista. Innovar, significarse y superar a los maestros son actitudes indeleblemente unidas a la esencia del arte y sus creadores. En todas las generaciones ha existido ese interés por aportar algo nuevo, incluso cuando el que tomaba un pincel o esgrimía un buril era un artesano más en el mundo de los oficios.
No fueron los primeros. Si atendemos al método cientifista que los primeros padres ya utilizaron para clasificar las humanidades, las creaciones artísticas transitarían por fases semejantes a las de los seres vivos, es decir, nacer, desarrollarse y morir para dar paso a nuevos modelos contradictorios con el mundo del que provienen. Esta concepción, que pervive en los manuales de historia del arte, ha calado en la sociedad hasta el punto de justificar que lo que apareció como rompedor en una época —juventud—, madure y se asimile en años posteriores integrándose con toda naturalidad entre sus coetáneos, que han seguido el mismo proceso vital: recuérdese a Alaska presentando Cine de barrio (2020-2023), escoltada por dos perros de porcelana gigantes de estilo Lladró años 70, casi cuarenta
años después de haber sido una de las protagonistas de la movida madrileña.
El compás cíclico que resulta tan apropiado para sistematizar las artes hasta finales del siglo XVIII se trastorna cuando entramos en el XIX y cruzamos la frontera que nos sitúa en la llamada Edad Contemporánea. En la simplificación a la que obliga este pequeño espacio, hay que recordar que los cambios radicales que traerían las revoluciones de 1789, 1830, 1848 y 1871 en lo político y lo social tuvieron su paralelismo en lo cultural y, cayendo en la tentación de seguir a Winckelmann, se puede afirmar que las artes atravesaron una larga adolescencia de la mano de aquellos que renegaban de lo institucional y perseguían el sueño utópico de cambiar el mundo con su imaginación, sus fantasías y sus personalísimos estilos de vida. En Europa, ombligo de nuestro universo, aparecieron las hermandades, formadas por creativos, en el más amplio sentido del término, que huían de las directrices marcadas por las academias y miraban atrás buscando en la tradición colectivista del antiguo sistema gremial la pureza de una época, la medieval, que se les antojaba pacífica frente a la inseguridad del entorno; y no solo deseaban compartir sus revolucionarias ideas, también sus vidas debían transformarse como alternativas a una sociedad que cambiaba de estamental a capitalista pero en la que persistían las estructuras de poder de unos individuos sobre otros.
El grupo es unión y refugio además de estímulo creativo cuando se ponen en común las ideas de sus componentes: ese fue el punto del que partió en el París de 1799 la Secte de Barbus, un grupo de alumnos de Jacques-Louis David comandados por Pierre-Maurice Quay, que constituyeron una fraternidad basada en la amistad y en el cuidado mutuo; su propuesta, una vez consolidada a través de rituales y actos simbólicos, debía trascender a la sociedad para construir un mundo mejor en el que la unión con la naturaleza, la espiritualidad y la contemplación estética harían bajar a tierra las utopías santsimonianas de mejorar la existencia de las clases más desfavorecidas. Pintar, pintaron poco, la verdad, más bien se dedicaron a vivir de manera ascética, integrando elementos orientales
hasta entonces bastante ajenos al viejo continente (opio).
Su ejemplo recalaría en la ultracatólica y conservadora Viena, en la que unos alumnos de la Academia fundaron en 1809 la Lukasbund o Hermandad de san Lucas, en honor al patrón de los pintores. Friederick Overbeck y Franz Pforr sellaron su unión con un juramento y un apretón de manos tras proclamar, mediante manifiesto, su preferencia por los temas religiosos anteriores a la reforma protestante, que rechazaban de plano, y su interés por la simetría y el estatismo. A este grupo se incorporarían J. Wintergest y J. K. Hottinger, entre otros, y todos juntos se trasladaron a Roma, donde se instalaron en un destartalado convento dedicado a san Isidoro y convertido en el cuartel general de estos misóginos, que pasaron a ser conocidos como los Nazarenos por sus querencias idolátricas. En 1812 falleció Pforr y todo cambió cuando tuvieron que abandonar el monasterio por ruina y se incorporaron al grupo nuevos integrantes que no harían ascos al progreso en materia económica y de mercado.
También a las islas británicas llegaron los aires colectivistas, aunque algo más tardíamente. En 1848, John Everett Millais, Dante Gabriel Rossetti y William Hunt fundaron la Hermandad Prerrafaelita o Pre-Raphaelite Brotherhood, más conocida por las siglas con que firmaban sus obras, PRB. En el país de los revivals medievales en el que no habían tenido éxito ni el Renacimiento ni el Barroco, el regreso al medievalismo y su exaltación neogótica llevó a estos estudiantes a reunirse bajo tan significativo nombre porque la Transfiguración de Rafael Sanzio, realizada entre 1517 y 1520 y considerada su última obra, les parecía muy decadente comparada con la pureza y la sencillez devocional de los Primitivos (Giotto o Fra Angelico). La brotherhood que les unía, muy al estilo de los clubes de caballeros ingleses, los llevaba a retratarse unos a otros, a pintar en los lienzos de los compañeros y a esconder sus nombres propios tras las iniciales que los identificaba.
Curiosamente, en el siglo en el que la revolución sufragista llegó a las islas procedente de Estados Unidos, surgieron las sisterhood, integradas en principio por las mujeres que se hallaban en el entorno de los prerrafaelitas como Elizabeth Siddal, Anna Mary Howitt o Barbara Leigh Smith, todas ellas activistas muy destacadas en la defensa de los derechos de las mujeres. ¿Fueron las hermandades del siglo XIX para el arte como los ritos de paso hacia la edad adulta de los seres humanos? Si en el tiempo de las revoluciones decimonónicas los artistas buscaban el respaldo del grupo, la evolución hacia el individualismo que se hace patente a partir del último tercio del siglo se asemeja más al hallazgo de la voz propia una vez superada la adolescencia.
El sentido de la agrupación en lo que la historiografía ha catalogado como ismos respondía a intereses distintos: si las hermandades se caracterizaban por considerar la amistad como base asociativa, por hacer una reinterpretación de la idea de gremio y por la búsqueda de lo trascendente a través de la pureza de lo que imaginaron como mundo medieval, a los artistas que formaron parte de cada una de las vanguardias históricas solo es posible atribuirles una manera grupal de mirar el mundo a través de sus afinidades sentimentales e intelectuales pero, a la vez, un intenso deseo de expresarse según criterios subjetivísimos. Las ideas utópicas oscilaron de lo social a lo personal y viceversa porque la evolución así lo requería.
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