No hay una Italia sino cien; mil; hay tantas como habitantes vivieron en algún momento por la península transalpina y sus islas. No lo vi pero creo firmemente que, sin excepción, todos cantaron mientras construían ese país de países. Compusieron música en lujosos salones burgueses. Cantaban mientras nacían y eran arrojados a ese país ingobernable, como se queja cualquier español que resida en él. Tarareaban mientras volvían de algún frente. Se canturreaba, como en Los Malavoglia, mientras remendaban las redes de pesca, ya fuera en puertos bajo dominio aragonés o griego, ya mientras atronaban los vivas y caían rosas desde los palcos de los teatros.
El sur de Italia es una tierra cantarina, ruidosa, pachanguera y ceremoniosa. Nos regaló a Renato Carosone y a Domenico Scarlatti. Raffaella Carrá cantaba que para hacer bien el amor había que venir al sur, de donde eran Domenico Modugno, Enrico Caruso, Anna Pirozzi, Franco Battiato, la tarantella y a Farinelli. De tal modo empapa el terreno que, mientras viajábamos por la región de la Puglia, el sur del sur, la música había pasado de ser el acompañamiento hortera de la radio del coche a un modo de comprender mejor el territorio. La música popular de la Puglia explicaba el relato de treinta siglos: es la banda sonora de una plaza iluminada y un mecanismo de aplacar los ánimos. La gente no se subleva con el cuchillo de cortar cacioricotta en mano sino que escribe una coplilla hiriente, ridiculiza y suelta bilis y a otra cosa.
¿Pero es que no existe otro modo de atajar la insidia? El pensamiento jurídico napoleónico dejó ya un cuerpo legislativo y algo tendrá que haber calado el derecho romano por el país. «¿Romanos? Nosotros no somos romanos: somos griegos», contestó un guía de la zona. Escribía Carlo Levi, que en 1935 fue desterrado al sur calizo y pobre por el régimen fascista, que incluso en rostros de las aldeas interiores no se veía rasgo alguno que los conectase con las civilizaciones antiguas. Que debían pertenecer a una estirpe paleolítica. Claro que hablaba de la Basilicata inhóspita y troglodítica. Pero hemos venido a hablar de música y a ella nos giramos en cinco ejemplos.
Uno
Suenan Pavana lachrymae de John Dowland y el Benedicam Domino de Heinrich Scheidemann en el órgano barroco de una iglesia de Monopoli. Se trata de un discreto festival organista que se celebra en la Iglesia de Santa María del Suffragio, que es totalmente blanca por fuera y por dentro porque la influencia del barroco leccese fue grande. Esta macabra iglesia, a la que los turistas acudimos un poco con la mosca detrás de la oreja, exhibe las momias de un grupo de monjes. En el sur está muy presente el culto a la muerte. Producto de su época, las iglesias del Suffragio se erigían para ofrecer oraciones por las almas de los difuntos.
Nos hallamos en una red de callejuelas que evoluciona desde el siglo VII a. C. sobre un puerto singular, una colonia única, mono polis. Por tanto, el historial de fallecidos de esta población costera no es corto. No por haber sufrido grandes pestes o guerras, que también, sino por la longevidad de esta joya amurallada y habitada desde la época de la Grecia clásica.
La relación con la dama de la guadaña, la Signora in nero, vista como chiste esquivo o como piedad infinita. Todo lo que usted haya leído sobre superstición mediterránea, todas las historias que le hayan contado en su familia sobre los difuntos, tuvo un apogeo artístico durante los siglos XIV y XV bajo la denominación de danzas macabras. «A la dança mortal venid los nascidos / que en el mundo soes de qualquier estado», canta el texto castellano de principios del cinquecento. El organista, Christian Tarabbia, nos explica la importancia del meneo como modo de sacarse de encima el estigma de la enfermedad global, la no tan lejana peste negra o el mal rollo de la muerte que asolaba la vieja Europa. Pero también es un recordatorio entre las clases populares: de la parca no se libra ni Dios.
Dos
Poco más al norte, pasamos un par de noches en Bari: es la gran capital pugliese; es el final de la peregrinación ortodoxa y católica de los devotos de San Nicolás de Bari, amén de último puerto en la partida de las cruzadas a Tierra Santa. Tiene la única playa del mundo con un nombre derivado del hambre atroz que se pasó en la posguerra: Pan e pomodoro. Bari pasma al viajero. Fue modernizada y expandida urbanísticamente por Joaquín Murat, mariscal ilustrado y cruel, ejemplo de cuñado imperial por excelencia pero que aún da nombre a todo el ensanche de la ciudad. Puerto que mira a Albania, los Balcanes y a Macedonia, acoge al teatro Petruzelli, construido a finales del XIX y que ardió en 1991.
Conseguimos unas bancadas sin numerar por cuatro perras en el loggione, el gallinero. Donde del mismo modo se aúlla y posteriormente se brama apasionadamente. Desde donde estudiantes, gacetilleros clases populares prendían la mecha y hacían que la función se caldease. Dies irae. Bari es la salida y entrada en la ruta hacia Tierra Santa. Asistimos a El Ángel de Fuego de Serguei Prokófiev. Es una historia de idas y retornos imposibles, de un amor incendiario e imposible. Bari, que es una mezcla del Reino de Nápoles, Bizancio, dinastías suevas y angevinas, es un tórrido escenario donde una purificación sepulta la anterior. Así que Bari se encuentra con que el teatro echa a arder por un incendio provocado. El himno latino canta, predictivo: Dies iræ, dies illa. Solvet sæclum in favilla. (¡Será un día de ira, en que el mundo se reduzca a cenizas!).
Las cosas vinieron envueltas en llamaradas. Se supo que el director interino del Petruzelli mantenía el teatro sin asegurar. Un caballeroso pacto judicial exoneró a la familia propietaria pero restituye la propiedad del teatro a la ciudad. Los costes de la rehabilitaciones, se supo después, se habían incrementado un 150 % dado que alguien colocó como comisario extraordinario de las mismas al viscoso Angelo Balducci, político procesado más tarde por varios delitos de corrupción. Todo bailaba en equilibrio sobre delgados cables en suspensión..
Tres
La Academia del Belcanto Rodolfo Celletti pone sobre la mesa un martes cualquiera la vida y obra de Farinelli. Estamos en la coqueta ciudad de Martina Franca, cogollo barroco de color blanco donde se celebra anualmente el festival operístico Valle d’Itria. En esta sesión del curso académico, dos sopranos y una mezzosoprano (una atronadora Saori Sugiyama), estudiantes residentes de la Academia, exhiben la hipérbole del barroco hasta que se nos desencajan las mandíbulas del asombro. Es el exceso que analiza en una relajada charla el periodista Sandro Capelletto, que ha actualizado su biografía sobre Carlo Broschi, Farinelli, figura culminante del poder de la corte, del arte y de las posibilidades de la voz.
El autor nos sorprende sirviéndonos la expiación que está experimentando del idioma italiano, que vivió doscientos años pensando que su belleza era la culminación del artificioso belcantismo, pero que un día despertó conociéndose traidor a los derechos humanos de la infancia. Ay, la culpa judeocristiana. El motor del día a día y la única medicina que hace seguir adelante a tiranos y pecadores. Farinelli fue un caso más entre la castración de miles de niños necesarios para que toda la ópera barroca floreciera con voces divinas. Una industria que, solo en Nápoles, mantenía a pleno funcionamiento seis escuelas que suministraban angelical carne picada para el canto celestial que exigía la iglesia católica. Un horror que terminó decayendo cuando el público exigió más a los autores veristas: si Alfredo Germont tenía que tener voz de fontanero, pues adelante. Y, tal como vinieron los castrati, se difuminaron en el pasado nebuloso. Igual que la culpa.
Cuatro
Son las fiestas de la María Annunziata en Castro. En el programa están los Bersaglieri, banda de trompeteros del ejército que actúan en la plaza, un rosario que replica los mantras en sinuosos ciclos vocales, misa mayor que también nos tragamos (fuera llovía torrencialmente) y pescado en escabeche gratis para toda la concurrencia. No nos resistimos a regresar a casa porque una verbena noventera remata la noche: en ella se repasa todo ese fondo de armario hortera que ponemos cuando la fiesta se embala. Lo mismo saltan de sus ataúdes musicales temas de Pino Donaggio, Nina Simone, que el Please don’t go o Easy Lady de Spagna. Ah, el pasado.
El regreso al pasado es una constante en la banda sonora del país transalpino. Hay no menos de seis emisoras que emiten continuamente música de los 60 a los 90 en el dial del coche que hemos alquilado. Pregunto a una joven camarera si no se siente ajena a horteradas como Volare o Ché idea. Por qué cantan canciones con veinte años cuando esos melocotonazos tienen ya cuarenta. «Porque nos relaja y nos sabemos las letras», contesta, divertida de su propio descubrimiento sobre este túnel del tiempo. Un agujero temporal que tiene una de sus primeras estaciones en esta plazuela, subida en un rocoso morro costero que mira de frente a Corfú, a la vieja Troya. Castro es tan pasado que tiene una iglesia románica construida sobre una bizantina que aprovecha los cimientos de un templo de Minerva. Castro es un castro (no pun intended) fortificado por unas murallas de origen micénico. A su puerto, que protege la entrada de las barcas que vienen de un mar engañosamente esmeralda, se cree que llegó Eneas, el de la Ilíada, huyendo de la batalla. Solo faltaría que se descubriese una lira clásica del Olimpo para pasarse todas las pantallas de la historia. Porque el scapece, ese majado de vinagre, pan rallado y juro que tripas de pescado que nos han dado con los peces, es claramente una versión del garum romano.
Cinco
Al día siguiente de la Annunziata toca rastrear las agendas musicales de la región. Es día de la Liberazione en toda Italia. Es 25 de abril y se celebra el final del régimen de Mussolini. En media hora llegamos a Melpignano, provincia de Lecce, donde nos han chivado que hay fiesta popular y pranzo sociale antifascista (sic) en la pradera lindante con un hermoso palacio que alguien de mucho dinero cedió al pueblo en el siglo XIX. El pueblo es lindo y discreto. Mientras un grupo de locales accede al palacio acompañados por un guía, nos escapamos para dar con una placita con pórticos, San Giorgio. En ella los mozos del pueblo beben botellines y los turistas acoplamos el capuccino a la rutina matinal. Por una de las cuatro callejas que desembocan tiene que venir la charanga del pueblo. Lo hace una brass band reducida a lo que en tu pueblo puede ser la peña de Los Pisafuerte.
Trombón, trompeta, tuba, tambor y saxofones. Los metales que son tan característicos de los compositores novecentistas italianos (no por nada mi mujer llama a Giacomo Rossini «el trompetas») no tocan clásicos pasodobles aunque el himno de Italia posee un poderoso ritmo de chunda-chunda que lo acerca mucho al verbeneo musical ibérico. La docena de fieles que estamos sentados a la sombra sospechamos que ha de llegar el momento en que el tono baje y un silencio raro se apodere de los soportales. Lo hace, muy bajito, y los mozos con sus gafas de sol, patillas y barbas recortadas comienzan a soplar el himno de los partisanos. La Puglia da la orden de detener el alegre aire de abril. Una mattina mi son’ svegliato. El aire pesa y todo, de repente, oprime el pecho. O bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao. Sea originario de los partisanos de las Marcas y Abruzzos, sea derivado de un poema llamado Fior di tomba, como menciona el historiador Cesare Bermani, la fiesta se tiñe de melancolía.
Las canciones populares son la expresión material del sentimiento frente al viaje del nunca más, del volveré, del regreso al hogar o del lloro ante los tiempos mejores. Un estupendo resumen de la raíz sur italiana que antes de ser italiana fue piamontesa, napoleónica, napolitana, aragonesa, normanda, bizantina, romana y griega. En Melpignano, sin ir más lejos, se habla griko, un dialecto que mezcla ambas grandes lenguas mediterráneas. Una constante europea meridional: despertar y encontrar que ha llegado alguien nuevo, de buenas o de malas. Y desarrollar un ánimo práctico y flexible al que desde el norte miran con desdén.
Allá y acá, la música consuela y avergüenza; es un don otorgado y su posesión exige el establecimiento de un peaje. Tras mucho esconder haber nacido en el tacco, le costó décadas a Domenico Modugno reconciliarse con su Polignano natal. La ciudad siempre le afeó que ocultase su origen. El cantante no tuvo otra que hacer una gira de madurez, sonreír a niños pequeños, pasear por los vicoli y entrar en barca por el viejo puerto antes de enfrentarse a setenta mil almas en su concierto de riappacificazione con su pueblo. Con su enemigo. Nada más acertado que el verso de la canción: Una mattina mi son’ svegliato. E ho trovato l’invasor.