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Ajedrez con loas, diatribas y prohibiciones: Boccaccio y Petrarca por caso discreparon sobre el valor del juego (y 2)

Ajedrez con loas, diatribas y prohibiciones. Boccaccio y Petrarca por caso discreparon sobre el valor del juego
A Tale from Decameron por John William Waterhouse, 1916.

Viene de «Ajedrez con loas, diatribas y prohibiciones: Boccaccio y Petrarca por caso discreparon sobre el valor del juego (1)»

Si para Dante Alighieri, alguien que no dejó en la Divina Comedia de mentar la leyenda de la creación del ajedrez (la de la recompensa de crecientes granos de trigo por cada escaque del tablero como recompensa para su creador), la oposición entre razón y pasión hace que esta sea preferible en tanto fiel consejera, contrastante con un Platón para quien la razón debe gobernar la pasión. Petrarca decanta por la postura de que la razón no sirve para frenar al amor («che ‘il freno della ragion Amor non prezza»). 

El amor es el continuo compañero del poeta, siempre presente, incluso después de la muerte de su amada Laura. Esa tragedia y ese fatalismo conducen a una suerte de pesimismo. Por caso, cuando utiliza la nave como metáfora de la vida, la navegación es siempre en invierno y con una fuerte tempestad que, naturalmente, está condenada a naufragar, estrellándose contra las rocas. En estas condiciones, su crítica ácida al ajedrez, no nos resulta extraña.

Petrarca, una mente caracterizada por un humanismo que fue exponente de una sociedad que pasaba del teocentrismo al antropocentrismo, no supo ver que el ajedrez es un símbolo claro de la búsqueda del ser humano de la belleza y la verdad. Juego que, de todos modos, practicaba, el que se cree aprendió en la corte papal de Avignon, una ciudad mundana y rica, en donde el ajedrez era un pasatiempo que se disfrutaba con cierta fruición.

El escritor se preguntó cómo era posible que se perdiera el tiempo con un juego al que consideraba muy aburrido, en el cual los adversarios se sentaban horas y horas, moviendo de vez en cuando la cabeza, como si se tratara de algo de suma importancia.

En Dè rimedi dell’una e dell’altra fortuna (en el latín original De remediis utriusque fortunae; en español, Las medidas de la fortuna), trabajo escrito entre 1354 y 1366, incluye el capítulo XXVI dedicado a «Los juegos de mesa y el ajedrez», donde presenta el siguiente diálogo entre la Alegría y la Razón:

La Alegría: Me gustan los juegos de mesa y el ajedrez. / La Razón: Los de mesa son perjudiciales y el ajedrez es vano… / La Alegría: Con mucho gusto me gustaría jugar al ajedrez. / La Razón: ¡Oh, estudio pueril!, ¡Oh, tiempo perdido!, ¡Oh, preocupaciones superfluas!, ¡Oh, proclamas que crujen!, ¡Oh, necios placeres, ira que hace reír! Ver viejos mudos perder el tiempo ante el tablero y en pequeños bosques, vagabundos del ajedrez…

Y continúa la invectiva de la Razón contra el ajedrez. Petrarca, apoyándose en Plinio (se supone que el Viejo) y en los antiguos, asocia el juego a la práctica de robar y a actitudes simiescas. 

Es que, a su juicio, es propio de monos mezclar y transportar las piezas y golpearlas contra las del compañero; es propio de monos agitar las manos para luego retirarlas; es propio de monos insultar al adversario, es decir al compañero con el cual juega, y rechinando los dientes; es propio de monos amenazar al rival, cuestionarlo, rumorar en su contra.

En cuanto al vínculo del ajedrez con el hecho de robar, evidentemente se hace alusión al pasatiempo ludus latrunculorum de los romanos, que literalmente significa «juego de los ladrones», una actividad que solo ligeramente se la podría considerar emparentada al ajedrez, que está bastante alejada (y es temporalmente anterior) a los valores estratégicos que caracterizan al ajedrez.

Petrarca abunda diciendo que Horacio ya había advertido que quienes juegan al ajedrez, mientras lo hacen, se rascan la cabeza, se muerden las uñas; en fin, hacen todas las cosas necesarias para hacer reír a los que pasan por ahí. Como los simios. 

Petrarca recomendaba practicar otros juegos, de los que a su juicio no cabría avergonzarse y, en ese marco, refiriéndose al ajedrez, se vuelve a pontificar que es pueril y comporta una pérdida de tiempo. Ello se deriva de la siguiente pregunta que le formula la Razón a la Alegría: «¿No es que has estado jugando, así de afligido y de atormentado, casi como si  estuviera en peligro tu propia salud o la de la República?». (en el original, y más ampliamente: «Oh studio puerile! Oh tempo perduto! Oh sollecitudini superflue! Oh gride sconcissime! Oh stolte letizie, corucci da ridersene»).

Contrariando esta postura crítica de Petrarca sobre el ajedrez, tenemos a su contemporáneo Boccaccio, alguien que es considerado el pionero de la prosa del país, creador de la novela y el primer escritor renacentista.

De su importante obra, trascendió especialmente por la célebre Decamerón (también se la conoció con el nombre de Príncipe Galeotto) la cual, más allá del clima erótico y por momentos lujurioso que pareciera rodearla, muestra una cuerda del todo profunda al sugerirse, en todo momento, los latentes y permanentes dilema entre la virtud y el vicio; entre la vida y la muerte. Un agonal enfoque que, bien sabemos, el ajedrez refleja con particular aptitud.

Boccaccio ambienta este trabajo en las afueras de la hermosa Florencia, en 1348, momento en el que diez jóvenes buscan alejarse de la peste bubónica que azotaba a la ciudad, se refugian en una villa de campo que sirve de escenario de la trama.

Allí, buscarán motivos de placer, por lo que el erotismo tendrá un sentido catártico de quienes, en cualquier caso, buscan que la vida muestre su mejor cara ante los peligros de la enfermedad y de la muerte. 

En ese contexto, el ajedrez será otra de las posibles vías de escape para lo que no se quería ver o recordar o, al menos, para lo que se pretendía dejar lejos y atrás.

Estatua en el exterior de las Galerías Uffizi en Florencia

De esa forma, se conformarán un centenar de relatos en un texto que, en esa concepción, tiene algunos ecos del clásico oriental Las mil y una noches, uno donde el ajedrez tiene acto de presencia y en donde, quizás contrariando a Petrarca, un mono sumamente dotado e inteligente (que en rigor era una persona que había sido objeto de un acto de encantamiento) juega al ajedrez («Un juego que invita a pensar en el amor y en la vida: el ajedrez en Las mil y una noches»).

En la primera jornada se verá al personaje de Pampinea invitar a los contertulios a compartir un espacio bueno y fresco en donde hay tableros y piezas de ajedrez en donde cada uno puede «según lo que a su ánimo le dé más placer, encontrar deleite…». 

Y de eso se trata, precisamente, la propuesta de Boccaccio, ubicar al ajedrez dentro de una de las fuentes posibles de placer (también mencionando que era parte de la educación de los caballeros), con la frescura de que podía facilitar el encuentro de personas de distinto sexo y, con ello facilitar, el amor, posibilidades gozosas y absolutamente antitéticas a las planteadas contemporáneamente por el bueno de Petrarca en cuanto a las situaciones que podían rodear al ajedrez.

Boccaccio le asignó al ajedrez aún más fuerza dramática, siempre vinculándolo a las leyes del amor, en un trabajo previo titulado Filocolo, novela escrita entre 1339 y 1341, a la que muchos consideran la primera en su género en toda la literatura europea.

Su trama se inspira en el muy popular «Le conte des Floire et Blanchefleur», un cantar francés que quizás tenga un origen o, al menos, una gran influencia oriental: bizantino, griego o, incluso, moro. Con todo, es de ignota autoría, y tendrá adaptaciones a numerosos idiomas, del alemán al inglés, pasando por el noruego, el islandés y el húngaro. En español, será la conocida historia de Flores y Blancaflor y, en italiano, precisamente, se transformará en el Filocolo de Boccaccio.

En el relato galo, que es de los años 1160 a 1161, se ve a Blanchefleur, una dama cristiana que había sido vendida a los babilonios, prisionera en una torre, en tierras correspondientes a la corte de un emir. Hasta que Floire, su amante y futuro salvador, va en su rescate, pudiendo ingresar a la fortaleza tras ganarse la confianza de uno de los cancerberos que la protegían, a partir de la relación de amistad establecida gracias a las partidas de ajedrez que disputan. Los amantes, en acciones ubicadas en ese caso en el siglo VIII, con el tiempo lograrán su propósito: el de unirse. Y los jóvenes serán los padres de Berte, la madre de Carlomagno.

Boccaccio, por su parte, no exento de algún que otro anacronismo que hace que los hechos no se corresponden necesariamente con la verdad histórica, en cambio presenta las cosas en el siglo VI, poniendo el eje en Florio, hijo de Felice, un sarraceno que supuestamente habría sido rey de España (en Sevilla). Sin embargo, ya sabemos, en ese momento, ni los árabes estaban aún en Hispania, ni los musulmanes tenían entidad (esa religión fue fundada en el año 711). Pero lo que importa, siendo una novela, es la fuerza del mito del relato y no la rigurosa precisión en los acontecimientos históricos reales.

Biancifiore, la amada, había nacido en esa corte, tras perder a su padre primero, y a su madre más tarde, quienes fueron capturados cuando estaban en peregrinación a Santiago de Compostela. Es que querían agradecerle al apóstol por el embarazo de una futura niña a la que no verán nacer ni crecer.

Aquella, y el propio Florio, alumbran el mismo día. Son criados juntos, se transforman en amigos íntimos y se enamoran, por lo que estarán por siempre indisolublemente unidos. Más allá de las circunstancias que les tocará afrontar.

Una hermosa edición de «Il Filocolo»

A Biancifiore se la intenta matar. Se salva providencialmente. Pero no de otro cruel destino: el de ser vendida como esclava, teniendo como destino final la distante ciudad de Alejandría, muy lejos de su amado Florio quien, desesperado, va en su búsqueda, para lo cual adopta un nombre figurado: el de Filócolo (en griego antiguo significa «fatiga de amor»).

Luego de diversas peripecias, llega el joven a destino. Para acceder a la fortaleza, donde su amante estaba confinada, jugará tres partidas con el custodio de los accesos, un castellano llamado Sadoc, quien tenía una debilidad, ya que «sobre todas las cosas del mundo, se deleita jugando al ajedrez, y vencer». Ese era el punto que el joven sabría explotar. Debería ganar su amistad a partir de los encuentros que disputen sobre el tablero escaqueado.

Comienza el primer desafío, sentándose los rivales sobre una alfombra encima de la cual se dispone el tablero y las piezas, y apostándole una moneda de oro. Filócolo, que conducía las piezas negras, y que era evidentemente mejor en el juego que su contrincante, en vez de dar mate en una jugada con uno de sus caballos, opta por retirar su torre, permitiendo que sea el blanco el que le asestó la estocada final a su propio rey. Todo sea para complacer a Sadoc.

Desde la lógica ajedrecística, la situación presentada resulta particularmente interesante ya que se la podría considerar como una virtual composición bajo la modalidad de «mate en una jugada con autoayuda», probablemente la primera planteada en toda la historia del juego.

En el siguiente desafío, nuevamente Filócolo adquiere ventaja decisiva, pero, desde ya, opta por no ganar, provocando en este caso la igualdad.  El tercero representa el momento crucial ya que Sadoc, advirtiendo que el joven estaba reservándose lo mejor de sí, insta a su rival a jugar como realmente sabe, por lo que deciden redoblar la apuesta monetaria. Filócolo se ve obligado, en esas circunstancias, a sacar a relucir sus recursos.

En el momento en que vuelve a estar ganado, su rival pierde los estribos, al advertir que deberá ceder dinero, procediendo a arrojar por los aires las piezas. Pero, completando su plan de ganarse su condescendencia, el joven le dirá a Sadoc que todas las monedas de oro le pertenecen. Dado que la generosidad y cortesía del caballero quedan patentes, los hechos se sucederán, y podrá este lograr su propósito: el de ingresar al palacio para rescatar a Biancafiore.

Al cabo se casarán, y el joven, tras convertirse al cristianismo, se habrá de coronar como rey de España, en la ciudad de Córdoba. Cerrando el círculo, juntos irán a Santiago de Compostela, ese santuario al que no pudieron nunca arribar los padres de la ahora reina.

Cosas del amor, cosas del poder, cosas de la épica y época medieval, en la que se ve que la pasión puede imponerse, por encima de todas las adversidades y de los convencionalismos sociales, políticos o incluso religiosos.

Boccaccio, con Filocolo, inició su carrera novelística estableciendo un hito absoluto en la literatura occidental. Esa senda la habrá de profundizar con otras obras, en particular con Decameron, su capolavoro de trascendencia universal y eterna, ese que nos alumbró sobre la posibilidad de la búsqueda del placer a la hora de la desgracia de la peste y de la proximidad de la muerte.

En ambas, el ajedrez es por momentos protagonista de las tramas narrativas. En el primer libro, permite el encuentro de los enamorados, en el segundo, es una de las eficientes vías de escape a la que se podía acudir en tiempos de zozobra. Al hacerlo, el admirado autor peninsular supo registrar un signo de su tiempo: la relevancia creciente que el juego había adquirido en la Edad Media en buena parte del continente europeo.

Boccaccio y Petrarca, quienes estuvieron unidos en tantos aspectos (compartieron un tiempo y lugar, fueron amigos y colegas, y habrían de trascender por sus respectivas obras enmarcadas dentro de un periodo renacentista), en lo que al ajedrez respecta, tuvieron diferencias de apreciación que podríamos creer irreconciliables. Aquel, ensalzando su valor vital, enmarcado en lima de cierto erotismo; este, con su furibunda interpelación a un juego al que simplemente despreciaba.

Ambos, aún sin proponérselo, fueron parte de un debate sobre la naturaleza del juego, el cual se saldó, al cabo del tiempo, y con absoluta claridad, en favor del autor de Decameron quien, en el ajedrez, vio prevalecer sus valores en tanto fuente de placer y luz de vida. 

En este debate entre Boccaccio y Petrarca, aquel inclinado a las loas y a la faceta amable sobre el valor del ajedrez, mientras que este decantando por la cruda diatriba, podemos apreciar posturas antagónicas sobre un juego que nunca fue indiferente a quienes expresaron sus opiniones desde una perspectiva intelectual y cultural. 

Opiniones, ambas, fundadas en la razón, y no en las oscuras posturas prohibicionistas, de quienes solo vieron males en un juego de estrategia al que probablemente temían por posibilitar desarrollar capacidades intelectuales y de pensamiento libre alejadas de las opresiones y de los fundamentalismos.

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4 Comentarios

  1. DESTROYER brazo de acero

    Gran artículo. Gracias!

  2. José Copié

    No hay palabras justas para dimensionar en su real valía este trabajo de Sergio Negri, que completa el iniciado recientemente y dado a conocer en este Sitio. Recomiendo entusiastamente su lectura, pues de la misma, tanto investigadores como el lector ávido de nuevos conocimientos, se podrá avanzar un paso más en cuanto acercarnos a la real naturaleza del juego arte, del juego de los reyes, del juego que tanto ha aportado a la ciencia e incluso al placer de millones de seres humanos en toda su historia… en fin, del juego que hoy lo practican en este mundo 1.500 millones de personas.

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