Pesa las opiniones, no las cuentes,
(Seneca)
El ajedrez, al cabo del tiempo, ha adquirido una impecable reputación cultural e intelectual. Pero no siempre fue así.
En nuestros días, muy pocos dudan de su valor educativo, de ser parte importante de la cultura (con expresiones artísticas y literarias que lo invocan desde casi todos los ángulos posibles), con su proverbial asociación a conductas morales y a valores asociados al pensamiento.
En esas condiciones, queda ubicado en el podio de las actividades deportivas o recreativas más apreciadas, con reconocimiento de todas las personas, casi sin excepciones, más allá de los incondicionales que puntualmente caen en la magia de su habitual práctica.
Pero, mirando hacia el pasado, incluso con conexiones que se dieron en tiempos no muy lejanos, esta mirada amable del juego no siempre ha estado vigente.
Muy por el contrario, por momentos hubo voces provenientes de las profundidades de la historia, que no solo no lo apreciaron, sino que, incluso, aborrecieron y condenaron al ajedrez, incluyendo posturas prohibicionistas con fuente en diversas religiones.
Se ha dicho que quizás el primer intento de interdicción del ajedrez pudo haber sido del año 655 de la era cristiana, cuando el califa Ali Ben Abu-Talib (598-661), primo y yerno de Mahoma, advirtió que no podía admitirse que las piezas estuvieran representadas por ídolos que contrariaba las prescripciones del Corán.
Con todo, la cosa puede remontarse a mucho antes. En tiempos del ashtápada indio (antecesor del chaturanga y este, como es sabido, punto inicial en la evolución del ajedrez), esa práctica fue prohibida a los devotos del brahmanismo conforme el Sutrakrilánga, texto por el cual se ordenaba a los creyentes a no aprenderlo ya que los hombres sabios debían abstenerse de todo tipo de peleas, como las que pueden motivarse por disputas basadas en el dinero.
En el mundo cristiano, se les prohibió a los clérigos y hombres de leyes el ajedrez, además del juego de tablas y de azar, en el marco de la quincuagésima regla de los cánones surgidos en el año 680 por el Tercer Concilio de Constantinopla, que fuera presidido por el emperador romano de Oriente Constantino IV (649-685).
Regresando a los dominios musulmanes vemos como, hacia el año 780, el tercer califa abasí Muhammad ibn Mansur al-Mahdi (744-785), decidió renunciar al ajedrez, a los dados y a la arquería, no solo por la imaginería que involucraba aquel sino, también, por las apuestas que lo rodeaban. Por cierto, su hijo Harum al-Rashid (766-809), revirtió la situación, ya que era muy aficionado al juego (otro mérito para el calificativo de justo que recibió el soberano).
Con todo, otro califa, Al-Hakim Bi-Amr Allah (985-1021), el primero en nacer en Egipto, no solo ordenó destruir la Iglesia de la Resurrección de Jerusalén, sino también supo prohibir el ajedrez, cosa que hizo en el 1005 cuando mandó incinerar los tableros y piezas.
En la Europa cristiana las cosas podían no ser mejores. El cardenal católico de la orden de los benedictinos, san Pedro Damián o Petrus Damiani (1007-1072), obispo de Ostia, hombre rígido que quería combatir la relajación en las costumbres (fue representado por Dante en la Divina Comedia como anacoreta), como el obispo de Florencia en vez de dedicarse a enseñar catecismo y a preparar sermones pasaba las tardes jugando ajedrez lo sancionó imponiéndole varias penitencias.
De paso, en 1061, este prelado le escribe una carta al papa Alejandro II pidiéndole la prohibición del juego al asegurar: «Yo me avergüenzo enumerando los vicios…y sobre todo la pasión por los dados y el ajedrez (scachorum)… que hacen de un sacerdote un arlequín».
Más tarde, en 1128, san Bernardo de Claraval (1090-1153) lo prohibió expresamente a los caballeros templarios. El futuro santo no quería distracciones en el marco de los objetivos planteados para la Segunda Cruzada.
Siempre en el mundo católico, los obispos de París, Guy y Eudes Sully, en 1208 impulsaron la inclusión del juego de ajedrez como anatema (entendida como maldición más que como ofrenda), lo que fue recogido en el Concilio de París de 1212, oportunidad en la que se condenan los juegos en general. Esta medida fue posteriormente confirmada por el rey Luis IX de Francia (1226-1270).
Más al norte, en 1240 el sínodo realizado en Worcester, Inglaterra, incluye la decisión de prohibir el ajedrez, al que se considera «un vicio atroz». A quienes pecaban por seguir practicándolo, se los castigaba con tres días a pan y agua. Es que, en los debates filosóficos de la época, se podía asegurar que el principio de la voluntad de san Agustín debía prevalecer por sobre la razón proclamada por Aristóteles. Se sumaba a ello la austeridad franciscana, por lo que todo podía conducir a cierta animadversión hacia el ajedrez, juego que podía ser más asociado a la racionalidad que a la voluntad y, también, a la vanidad (y no al recato).
Años más tarde, siempre en la isla, vemos en 1380 a William de Wickham (1324-1404), fundador del New College de Oxford, Obispo de Winchester, quien llegó a ser canciller de Inglaterra, que también lo prohíbe.
En Alemania las cosas no eran mejores: en el marco del Consejo de Trier, en 1310 se prohíbe jugar al ajedrez, impedimento que se mantiene solo a los clérigos, pero no a los feligreses, tras el sínodo de Wurzburg de 1329.
Hacia 1375 el rey Carlos V de Francia (1338-1380) a quien, paradojalmente, llamaban «el Sabio» y era aficionado al ajedrez, lo termina prohibiendo. Habría que esperar a Carlos VII (1403-1461), «el Victorioso», para que volviera a ser permitido.
Dentro de la Iglesia Ortodoxa de Oriente, advertimos cómo se prohíbe el juego en 1093, especialmente en Rusia, bajo el argumento de que el ajedrez era una expresión (una reliquia) del paganismo. Para más, John Zonares, un capitán de la guardia imperial bizantina, que servía a Alejo I Comneno (1048-118), que fue un emperador muy entusiasta del ajedrez, pese a esta afición de su protector, al convertirse en un monje (asceta) de la Iglesia Ortodoxa de Oriente, emite en 1125 una directiva prohibiéndolo, al considerarlo como una clase de depravación.
En esa línea, en Rusia se dicta una homilía en el siglo XIII, destinada a los jóvenes prelados de la iglesia ortodoxa, prohibiendo varias actividades, entre ellas jugar al ajedrez. La misma se ratificaría en otras oportunidades posteriores: de hecho, existen constancias de la continuidad de esta clase de interdicciones hasta bien entrado el siglo XVII.
Por caso, en 1549 el protojerarca Silvestre en Rusia expresó que los cultores del juego irían al infierno en el cielo y debían ser maldecidos en la tierra al ser cultores del juego. Y en 1551 el zar Iván IV, «el Terrible» (1530-1584) lo prohíbe, mientras que el clero de Moscú hace lo propio.
También en el mundo del judaísmo el ajedrez tuvo sus detractores. En 1195 el rabino Maimónides (1135-1204) quien, pese a ser reconocido por su inmensa sabiduría (fue uno de los principales filósofos y teólogos de la Edad Media, además de médico y escritor), desalentó el juego de ajedrez, en la medida en que estuviera implicado el dinero. Llegó por ello a señalar que los ajedrecistas profesionales no debían ser merecedores de confianza. Esta interdicción era particularmente importante en lo que concierne a los días sábados (en Sabbath) en los cuales, se sabe, no podría haber contacto físico con el dinero.
A fines de la Edad Media, solía identificarse al ajedrez con la vanidad, motivo por el cual se ordenaba quemar tableros, siguiendo la prédica, entre otros, del franciscano san Bernardino de Siena (1380-1444) y del temible Girolamo Savonarola (1452-1498). Habría que esperar a la Edad Moderna, y al papa León X (1475-1521), hijo del magnífico mecenas cultural Lorenzo de Medici, para que comenzara a rehabilitarse, en un camino que, con excepciones, será definitivo.
Desde la Edad Moderna, en cambio, se fue imponiendo una línea unívoca sobre las virtudes del ajedrez, más allá de algunos detractores puntuales. Sin embargo, el juego seguirá pudiendo ser objeto de prohibiciones incomprensibles, como la ordenada en China en tiempos en que Mao Zedong había dejado las riendas del gobierno en manos de la llamada Banda de los Cuatro (en la que se incluía a su esposa Jiang Qing).
En el marco de una inconvenientemente denominada Revolución Cultural, se supo generar interdicciones a la música de Beethoven y al ajedrez. De hecho, si los ajedrecistas jugaban en la calle, eran multados y, para completar el clima de terror, la policía registraba sus casas para quemar los libros y las revistas especializadas. Dos años antes de la muerte de Mao, que ocurrió en 1976, esta persecución se relajaría. ¡Y pensar que poco después el ajedrez se regenerará como virtuoso en una China que hoy es dominadora del panorama mundial, con campeones mundiales (absoluto y en mujeres) de ese origen!
Más recientemente, vemos cómo en 1981 el ayatolá Ruhollah Jomeini en Irán lo condena, porque sostiene que el ajedrez afecta la memoria, puede causar daño cerebral y hasta puede ser una contribución para generar la mentalidad de un mercenario de guerra. Esa prohibición duró casi toda una década y, como corolario, el ajedrez será reivindicado y el país se ha convertido en otra de las potencias mundiales del mundo del ajedrez.
En 1996, el régimen integrista de los talibanes en Afganistán expresó que el juego era tan nocivo como el alcohol, por lo que lo prohíbe, cosa que se extendió a múltiples actividades, como el fútbol, los juegos de cartas e internet. Debían decomisar los objetos correspondientes, en nuestro caso los tableros y piezas de ajedrez, interviniendo un Ministerio por la Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio. La proclama respectiva decía, entre otras cosas, lo siguiente: «Se prohíbe cantar. / Se prohíbe bailar. / Se prohíben los juegos de naipes, el ajedrez, los juegos de azar y las cometas. / Se prohíbe escribir libros, ver películas y pintar cuadros…». Sin palabras.
En ese mismo año, y en los Estados Unidos de América, se observa que por influencia del movimiento de los mormones se lo prohíbe en algunas escuelas secundarias y en clubes de la ciudad de Salt Lake City, la capital del estado de Utah.
Por último, apreciamos que, en Irak, el gran ayatollah Ali al-Sistani en el 2005 prohibió absolutamente el ajedrez en forma selectiva a las mujeres, dado que se pretendía evitar que estrechen las manos de los varones. Además, y en forma más general, se lo incluyó junto a otros juegos que debían ser prohibidos, ya que se los asocia a las apuestas. Como en tiempos perimidos.
Frente a estas posturas tan extremadamente adversas al ajedrez, pueden invocarse numerosas opiniones que lo celebran. Para Napoleón Bonaparte, por caso, era un juego regio e imperial; Simón Bolívar lo recomendó para la educación de los jóvenes, gracias a su utilidad y honestidad; el cineasta Stanley Kubrick lo valoraba porque le ayudaba a pensar objetivamente frente a los problemas; Benjamín Franklin rescataba los valores de circunspección, cautela y previsión que insufla; Stefan Zweig barruntó que una divinidad se lo regaló a la Tierra para matar el tedio, aguzar el espíritu y estimular el alma; Jorge Luis Borges (re) descubrió su naturaleza metafísica; Goethe lo conceptuaba como la piedra clave de la inteligencia y, para Arthur Conan Doyle, sobresalir en el ajedrez era reflejo de una mente intrigante (creemos que estamos en presencia de un elogio).
León Tolstói, por su parte, se compadece de quién no lo conociera (destacando a la vez que le daba al aprendiz alegría y gran placer al veterano); Marcel Duchamp definía que todos sus cultores eran artistas y, por fin, en una enumeración que podría extenderse sin solución de continuidad para nuestro solaz, digamos que para Diderot: «El juego de ajedrez que todo el mundo conoce, y que muy poca gente juega bien, es de todos los juegos mentales, el más instruido, y uno en el que la extensión y la fuerza del espíritu se puede notar más fácilmente».
Contrariamente, a lo largo de la historia, hubo quienes, desde una perspectiva intelectual, lo minusvaloraron o incluso cuestionado. Por ejemplo, Albert Einstein confesó que le rechazaba el espíritu competitivo del ajedrez y, en el caso de Herbert Wells (que sin embargo en su obra literaria lo evocó una y otra vez), lo consideró una actividad absorbente que podía aniquilar a un hombre.
En esta línea de pensamiento crítica se adscribieron, también, el científico Santiago Ramón y Cajal y el escritor Miguel de Unamuno. Ambos lo consideran un vicio claro, tras caer en las redes de su magia y de haber quedado prendados del ajedrez en algún momento de su vida. Lo que evidentemente les generó a ambos el temor al extravío definitivo.
Este último llegó a advertir de los valores perniciosos de una práctica a la que no debería adjudicarse tanta importancia ya que, a su entender, para juego era demasiado, pero para estudio demasiado poco. Una frase que, a su manera, invoca a Leibniz quien, más comprensivamente, había dicho mucho antes que el ajedrez era demasiado juego para ser ciencia y demasiada ciencia para ser juego. También, el filósofo español rechazó su valor en términos educacionales, en una conocida polémica que sostuvo con el argentino José Pérez Mendoza en los años 20 del siglo pasado.
Edgar Allan Poe, quizás influido por la máquina de jugar al ajedrez, que en rigor era una artimaña ya que el dispositivo mecánico escondía en su interior a un ajedrecista que movía los hilos de las partidas, lo cuestionó ácidamente, poniéndolo por debajo en su consideración del juego de damas o el de whist.
Voces discordantes, vemos, desde la esfera intelectual sobre un juego que, ya sabemos, en forma predominante ha sido contrastantemente cantado con loas por poetas, mereció la consideración de escritores y filósofos y fue retratado en tantas pinturas, entre otras expresiones culturales que dan cuenta de un ajedrez que estuvo, desde una perspectiva comprensiva o minoritariamente adversa, lejos de ser indiferente a las mentes lúcidas de cada tiempo.
En ese sentido, y por lo emblemático, creemos muy interesante traer al presente un debate medieval. Y, con este término, aludimos a una cuestión temporal, aunque, asimismo, podríamos con esa expresión hacer referencia a cierto anacronismo. Nos referimos al abordaje dialéctico que, sin proponérselo explícitamente, tuvo de protagonistas a Francesco Petrarca (1304-1374) y Giovanni Boccaccio (1313-1375).
(Continúa aquí)
Excelente nota de Sergio Negri!!
El dogma y las prohibiciones no pudieron con el ajedrez.
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