Para aquellos a los que todavía resulta paradójico que se paguen millonadas por unos rayajos de Picasso, la teoría del arte contemporáneo rescató del latín el sustantivo unicum porque, en la era de las reproducciones gráficas y de las falsificaciones fáciles, poseer un objeto artístico puro, en el sentido de ser producción directa de un reconocido artista —aun cuando haya tirado de taller—, es ser el elegido, admirado y envidiado tipo único capaz de lograrlo.
Y digo tipo porque hay pocas tipas, aunque haylas, como las meigas, tan etéreas y discretas que rara vez merecen la atención de los medios, excepción hecha de reportajes morbosos sobre asaltos y robos. En el mundillo inaccesible a los simples mortales del mercado del arte cool se dice que ellas suelen disfrutar de sus obras colgándolas en sus paredes o colocándolas sobre una mesita de su sala de estar, mientras que ellos acaban guardándolas en una caja fuerte o en un almacén suizo dotado de máximas medidas de seguridad, siempre a la espera de su conversión en seguro de vida para sí o sus descendientes. Por supuesto, recurro a los tópicos más banales para preguntarme, también de manera simplista, si el término unicum se usa exclusivamente para la obra o es extensible a su poseedor/a.
El unicum suele ser de artista muerto y adquiere más valor cuanta más antigüedad se le reconozca; sus poseedores también suelen ser únicos, aunque sean sucesivos, como los matrimonios de Liz Taylor. En la actualidad existe una fórmula para encajar que la obra única no pertenezca a un único poseedor y desaparezca: es su pase a manos públicas. Obvio. He ahí el trabajo del estado de derecho cuando legisla para que ciertos bienes sean de titularidad pública, o sea, de nadie y de todos. No es una entelequia, el derecho civil distingue la propiedad de la posesión y del precario y estos conceptos, heredados de nuestros abuelos romanos y en principio aplicables a los bienes inmuebles, se han utilizado por similitud para proteger de apropiación indebida, de pérdida o de desaparición aquellas obras que, a veces pomposamente, se describen como patrimonio de la humanidad.
El nuevo y anónimo propietario del Ecce Homo ya definitivamente atribuido a Michelangelo Merisi di Caravaggio ha consentido —y es posible que hasta alentado— que el cuadro se exponga en el Museo del Prado durante nueve meses (desde el 28 de mayo a octubre de 2024) y que posteriormente salga de gira por España, cual obra de teatro, para goce y deleite de todo aquel que quiera contemplar esta joya que lo es por dos razones: la primera, porque es una de las sesenta y ocho pinturas (algún entendido rebaja la cifra a sesenta y seis) que se conocen del milanés, y la segunda porque su descubrimiento y novelesca atribución constituyen una historia en la que se unen el jugoso mercantilismo que prima en los hallazgos rarísimos y el placer mental extremo que produce el contacto con su protagonista.
Este cuadro, que mide 111 x 86 cm, se encontraba en regulero estado de conservación en una vivienda del barrio de Salamanca de Madrid y pertenecía a los Pérez de Castro, tres hermanos que decidieron ponerlo a la venta con el convencimiento de que se trataba de un lienzo de la escuela de José de Ribera, el «Spagnoleto», que vivió y pintó en Nápoles durante el siglo XVII cuando esta ciudad formaba parte de la corona española. Lo cierto es que, si se mira desde la perspectiva de su obra, la barba que luce el personaje de la izquierda —un soldado, aunque bien pudiera tratarse de José de Arimatea— se parece bastante a las que pintaba el setabense cuando estos hipsters eran frecuentes en su entorno.
La cuestión es que los Pérez de Castro encargaron su venta a la casa de subastas Ansorena, que la incluyó en su catálogo con un precio de salida de 1500 euros. En el mundo interconectado de las ventas de segunda mano y de las antigüedades, la imagen del Ecce Homo corrió como la pólvora entre los galeristas y pronto comenzaron las sospechas sobre la verdadera autoría y, por lo tanto, el deseo desenfrenado de hacerse con ella. No solo podía ser un descubrimiento insospechado, también se convertiría en un negocio multimillonario para el que consiguiera el preciado botín. Varios expertos en Caravaggio, y especialmente la doctora italiana Cristina Terzaghi, dictaminaron que el lienzo había salido de las manos del pintor en la época de su primera estancia en Nápoles, en 1605 y, a partir de ahí, a la pugna entre marchantes se unió el Museo del Prado, como representante institucional del Estado, para quedarse con ella.
La investigación sobre su procedencia y autoría tiene varias vertientes, empezando por el estudio del estilo, la composición, la pincelada —suelta y poco empastada— y el gran impacto dramático de la escena, características que bien pudieran atribuirse a un copista meritorio, pero que dejan poco lugar a las dudas a pesar de que el lienzo presentaba varios repintes, el óleo reseco se había despegado de algunas zonas y el reentelado trasero estaba muy estropeado. Lo siguiente era bucear en documentos antiguos, inventarios y legajos patrimoniales las referencias que pudieran existir, dado que la familia que lo había heredado carecía de ellas.
En mayo de 2021, la comisión de Patrimonio de la Real Academia de BBAA de San Fernando emitió un informe en el que figuraban dos reseñas, una de 1631 perteneciente al inventario de bienes que D. Juan Lezcano, embajador ante la Santa Sede, y otra de 1657 en el inventario de García de Haro Sotomayor y Guzmán, conde de Castrillo —virrey de Nápoles en aquel período— en el que aparece un Ecce Homo cuya descripción se asemeja muchísimo al que apareció en Ansorena; de ahí pasó a la Academia en cuyos inventarios de 1817, 1819 y 1821 aparecen, con más o menos similitud y diferentes ubicaciones, unos cuadros que deben tratarse del mismo aunque descritos por diferentes relatores.
¿Cómo llegó este lienzo a la familia Pérez de Castro? Según los testimonios documentales, había sido un encargo del cardenal Massimo Massimi, perteneciente a una poderosa familia muy interesada por el arte, que llegaría a España en una época en la que los reyes demandaban gran cantidad de obras de arte para decorar sus palacios. El cuadro acabaría formando parte del patrimonio de la Real Academia del que era académico de honor desde 1800 un personaje singular llamado Evaristo Pérez de Castro. Este vallisoletano, de familia acomodada, era diplomático y anduvo en varias legaciones hasta el estallido de la guerra de la Independencia, cuando de Lisboa se trasladó a Cádiz donde fue nombrado secretario de la comisión de redacción de la Constitución de 1812.
En la historia de la primera mitad del siglo XIX su nombre es recurrente en acciones de carácter liberal y en sucesivos exilios debido a sus querencias reformistas: fue el encargado de ir a Bayona a preguntarle a Fernando VII cuáles eran sus intenciones reales antes de volver a España, y se convirtió en ministro de Estado una vez que el conocido como el Felón regresó; no aguantó más de un año en el puesto, que abandonó camino de Lisboa aunque no perdió el contacto con la Real Academia ni con su gran afición al coleccionismo. La reina María Cristina, de la que fue cómplice de sus primeros amoríos con Fernando Muñoz, le nombró presidente del Gobierno, cargo que ocupó desde 1838 hasta 1840, en que cayó en desgracia.
Mientras tanto, en su pasión coleccionista, se enamoró del Ecce Homo que se guardaba en la Academia de San Fernando y consiguió que el patronato le permitiera llevárselo a casa a cambio de un Alonso Cano de orden menor. Así llegó al barrio de Salamanca, donde ha permanecido casi un par de siglos hasta que sus tarataratanietos decidieron limpiar las paredes después de la pandemia.
La revolución que se produjo en 2021 paralizó la subasta y retiró el cuadro. Los vendedores tomaron otras posiciones, encargando a la galería Colnaghi de Madrid y, especialmente a su director Jorge Coll, las gestiones de restauración y venta de la joya redescubierta que, a partir de ese momento, también interesaba a las instituciones.
El interés del Museo del Prado se vio avalado por las leyes de protección del patrimonio, tanto la norma estatal, la Ley 16/1985 de 25 de junio en su título IV como la autonómica Ley 8/2023 de 30 de marzo de Patrimonio cultural de la Comunidad de Madrid en sus títulos IV y V, de manera que fue declarada BIC (Bien de Interés Cultural) y, por lo tanto, inexportable, aunque sí vendible siempre y cuando el comprador tuviera residencia en España. El precio se disparó y las ofertas alcanzaron cifras altísimas, llegando a superar los 26 millones de euros.
Por su parte, la familia puso como condición para su venta que el cuadro se presentara al público, algo a lo que accedió el anónimo comprador, parece ser que vivamente interesado en ello; hay que recordar que un BIC expuesto tiene garantizada su guardia y custodia y que con esta acción se amplían las figuras derivadas tanto del Código Civil —propiedad y posesión— como de la LAU —tanteo y retracto—. Nace una situación nueva: el lienzo es propiedad de una persona física o jurídica que la presta a una o varias instituciones para su exhibición, bajo la figura civil de la posesión y debe entenderse que sin contraprestación económica. Habría que conocer las condiciones de dicha entrega y si se ha incluido la posibilidad de una compra futura o es un préstamo sine die.
Hay quien se pregunta por qué el comprador prefiere que cuelgue de las paredes de un museo antes que tenerlo en casa, lo que tiene varias respuestas, tantas como coleccionistas, mecenas y patrocinadores, todos aquellos que deciden compartir antes que guardar o que rentabilizan sus colecciones a través del préstamo o el alquiler sin perder la propiedad y sin dejar de ser, a la postre, los únicos propietarios de un unicum.
No concibo la experiencia de tener un Caravaggio borroso en mi casa: por un lado, sí, pero por otro me viene de inmediato a la memoria la entrevista a Lorenzo de Medici en Onda Cero (2022), en la que expresaba su deseo de tener una vivienda en Barcelona, donde vive, decorada con muebles de IKEA porque estaba un poco cansado de ver los mismos cuadros en su casa, en la de sus padres y en las de sus abuelos, y que hay legados que mejor transferir a lo público para el disfrute de la inmensa mayoría de los mortales, para dar de comer a los productores de merchandising y para vivir con sencillez sin el peso de la historia en tu propio hogar.
Solo puede expresarse así alguien que posee muchas obras de arte; todavía no conocemos las circunstancias del benefactor que nos permitirá caer rendidos ante el magnetismo de los personajes de Merisi, y quién sabe si permanecerá en el anonimato paseándose por las salas del Prado observando las reacciones de los visitantes. Tanta peripecia no puede tener otro final.