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Thomas Cook: un tren para dejar de beber

Thomas Cook un tren para dejar de beber
Londres, 1863. (DP)

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 47 «Locomotive»

We are sorry to announce that Thomas Cook has ceased trading with immediate effect. This account will not be monitored.

Thomas Cook (@ThomasCookUK), September 23, 2019.

Era una muerte anunciada. Hacía mucho tiempo que el turoperador más antiguo del mundo venía perdiendo fuerzas, le faltaba combustible para seguir o, siendo más precisos, capitales. Y así fue como el 23 de septiembre de 2019 la agencia británica Thomas Cook, con sede en ciento veinte países, con mil ochocientas oficinas y con millones de clientes alrededor del mundo, anunció su quiebra dejando a más de seiscientos mil turistas varados y una deuda monstruosa.

De haberlo visto, al viejo Thomas Cook le habría dado un ataque pero ha tomado la precaución de morir hace mucho más de cien años, ya anciano, exitoso —al modo discreto, como solo puede hacerlo un protestante— y con el legado de una empresa pujante: Thomas Cook & Son, travel agency.

El problema del alcohol

Thomas Cook nació casi con el siglo XIX en un pequeño pueblo del centro de Inglaterra. La vida era apacible en esa parte de Europa. Mientras en el continente las revoluciones sacudían a sus pueblos, en Gran Bretaña nada estallaba. Había tiempo para ocuparse de otras cosas. La Corona se mantenía estable y segura, los barcos llegaban cargados de productos desde las colonias, los trabajadores tenían trabajo, las ciudades crecían.

Lejos del ruido de Londres, del movimiento de Mánchester, de la actividad frenética de Liverpool, el joven Thomas creció en un entorno tranquilo y bajo la vigilancia omnipresente del Estado y la Iglesia, que eran casi lo mismo. Desde muy pequeño mostró un apego obediente al trabajo y la prédica de los valores austeros de su fe y la vida transcurrió tranquila entre el taller, la familia y la parroquia. 

Uno de los problemas más preocupantes —para la Corona, para la Iglesia y también para Cook— era el descontrol, una amenaza siempre latente y a menudo palpable: los dóciles trabajadores dejaban de serlo en cuanto se emborrachaban y lo hacían cada vez más seguido. Los británicos bebían alcohol a más no poder.

Thomas Cook se mudó a la vecina ciudad de Leicester, participaba de todas las actividades parroquiales, se hizo predicador, recorrió las aldeas de la zona para llevar su palabra evangelizadora y terminó uniéndose al Temperance Movement in the United Kingdom, un movimiento social que comenzó trabajando en campañas de concientización contra los excesos del uso recreativo del alcohol y muy pronto terminó indicando la abstinencia total.

Las acciones de campaña eran diversas. Algunos miembros del grupo arrojaban el contenido de sus botellas por la ventana mientras predicaban para los transeúntes, otros enviaban largas cartas a los periódicos, otros repartían folletos en las puertas de las fábricas y perseguían a los obreros que no veían la hora de llegar a casa o al pub y servirse una copa. Thomas tuvo una idea que no iba a cambiar ni el destino de los abstemios ni el de los bebedores, pero sí el suyo. Definitivamente.

Viajar para no beber

Los del Temperance Movement se reunían periódicamente en Loughborough, un pequeño poblado a once millas de Leicester, un centro urbano con fundiciones de hierro, fábricas de lana, tintorerías, cervecerías e hileras de viviendas apretadas, sobre todo en las cercanías de la gran estación de railway, recientemente inaugurada. Cada día llegaban toneladas de carbón para el suministro urbano y a Cook se le cruzó por la cabeza aprovechar esas vías y esas máquinas para otra cosa. ¿Qué pasa si organizo un viaje exclusivo para que muchas personas puedan asistir a la reunión de los abstemios? Convenció a la empresa de ferrocarriles para que habilitara un tren específico, un horario concertado y una serie de vagones para pasajeros que él mismo se ocuparía de llenar. Repartió propaganda, cursó invitaciones y se encargó de promover la asistencia a su excursión entre posibles aspirantes a la abstemia. Apenas un chelín el viaje de ida y vuelta que incluía, además, emparedados de jamón, agua y una serie de juegos para pasar el tiempo a bordo. 

Es que era todo tan reciente. Tan mágico que parecía increíble. Una máquina imponente soplando vapor desde sus entrañas, capaz de tirar hasta ocho vagones cargados y llevarlos, sobre unas líneas paralelas de hierro, a una velocidad de fantasía a lo largo del país. Todavía resuenan las palabras de uno de los afortunados pasajeros de aquel recorrido que unió Liverpool y Mánchester en 1830: «Volábamos por el país a una velocidad de veinticinco millas por hora, la tierra, con sus franjas de hierro, parecía una enorme cinta que se desenrollaba a medida que avanzábamos». El vértigo era incomparable a cualquier otra cosa que se hubiera vivido. 

Hasta la reina se ha subido a uno. 

Victoria, sobria y cauta como siempre, prefiere los carruajes. No puede ocultar su desconfianza ante la velocidad que desarrollan los trenes, pero su entorno le ha recomendado subirse a uno; insisten en que sería un gran gesto hacia el pueblo y hacia una nación entera que ha sido capaz de crear la maquinaria prodigiosa que cambiará el mundo. Subirá en la estación de Slough, al oeste de Londres, cercana al castillo de Windsor y se apeará, entre encantada y temerosa, en el centro de la capital, en Paddington, donde la espera una multitud. De ahí en adelante, así hará sus recorridos por el reino, a bordo del Royal Train: coches especiales en cada una de las compañías privadas, ostentosamente decorados y de uso exclusivo para la familia real.

Volviendo a los abstemios, el 5 de julio de 1841 partieron cuatrocientas ochenta y cinco personas desde la estación Leicester Campbell Street. No podían sospechar que pasarían a la historia como los primeros excursionistas en tren, prologuistas del turismo organizado. Aunque perdió dinero, para el entusiasta Cook, ese fue un viaje iniciático.

Todas las comodidades disponibles

A bordo de aquel portento sobre rieles, Cook supo que aquella no sería su última excursión sino la primera de muchas. Vio el negocio. Con el tren como aliado, no había límites para la imaginación. El mundo estaba a un tique de distancia.

En 1845, cuatro años después del bautismo, organizó su primer viaje comercial, desde Leicester hasta la populosa Liverpool. Diez veces más largo, mucha más gente, metódicamente trabajado, visionariamente planeado, increíblemente rentable. La novedad de la oferta y la calidad de las prestaciones causó sensación entre el público, que muy rápido agotó los mil doscientos billetes disponibles. A Cook se le ocurrían ideas que nadie más hubiera soñado; no quería solo vender viajes, su obsesión era el servicio. Cada viajero que se subió a aquel tren hacia Liverpool recibió un pequeño libro de tapa verde: Handbook Railway Trip to Liverpool. 

Más de treinta páginas que él mismo escribió y mandó a imprimir con recomendaciones, información sobre todo lo necesario para el viaje y hasta una guía de hoteles en Liverpool. En la primera página, un detalle de cada una de las localidades por las que pasarían y una tabla con las distancias que el tren debería sortear: cuatro millas hasta Syston, tres más hasta Sileby y otras tres hasta Barrow, dos hasta el viejo y conocido Loughborough, y así con el detalle de cada una de las estaciones. Los pasajeros podían seguir el trayecto real por las ventanillas y el relato en sus guías, podían anticiparse y saber que a las ciento cuarenta y tres millas estarían en Mánchester y que con solo treinta más alcanzarían su destino.

Fue tal el éxito que, a las dos semanas, Cook tuvo que repetir el viaje. Mientras la inmensa mayoría veía en los trenes un transporte de carga —algodón, maderas, carbón—, él descubrió una mina de oro. 

Es que el tendido ferroviario se expandía mes a mes, año a año; no había mapa capaz de actualizarse al ritmo de esos trabajadores encorvados sobre el suelo británico tendiendo vías y uniendo destinos. Para 1850, la red cubría siete mil quinientos kilómetros y había más de trescientas compañías ferroviarias en todo el Reino Unido, algunas esperando la autorización del Gobierno para empezar a operar. Sin demasiadas restricciones técnicas ni operativas, la única obsesión estatal era evitar el monopolio, nacían empresas grandes y pequeñas cada día, llegaban más lejos, competían y lograron ponerse de acuerdo en el único aspecto necesario: el ancho de vías debía ser el mismo para todos. Inglaterra no solo había parido la Revolución Industrial sino también el medio de transporte para extenderla por el mundo. 

Cook estaba encantado. Atrás quedaron la parroquia y la vida de misionero, se había convertido en un hombre de negocios hecho y derecho, un emprendedor que para la mitad del siglo ya había llevado a miles de personas por todos los lugares imaginables en las islas británicas. ¿Por qué no del otro lado del canal? No había fronteras que lo detuvieran, tendría que dar un paso hacia el continente. 

Cuatro años le llevó planificar la primera «gran gira circular» por Bélgica, Alemania y Francia que culminaría con una visita a la Exposición de París de 1855. El cálculo que hacía Cook era este: el tendido ferroviario garantiza buena conectividad, los trenes son grandes y pueden ofrecer confort a bajo precio y brindan la seguridad que ningún otro medio es capaz de alcanzar, incluso para las mujeres, hasta entonces excluidas y condenadas socialmente si se aventuraban a un viaje en solitario. Europa estaba al alcance de la mano y, aunque su primera intención había sido vender solo los tiques, muchos interesados comenzaron a consultar por alojamiento, el cambio en las monedas extranjeras, qué se podría hacer en cada uno de los destinos, sitios que visitar y cosas como esas. Parece complicado, dijo Thomas, pero no lo es para mí: por cinco libras más puedo organizar todo para cada uno de los viajeros. Y así la agencia de viajes se fue convirtiendo en un operador turístico: planificación y diseño, descuentos en hoteles, una guía de sitios para comer y divertirse, cupones para reemplazar el efectivo. Todo previsto y pagado por adelantado.

Definitivamente, necesitaría un espacio en la capital para radicarse y agrandar el negocio. Se instaló en un local comercial en Fleet Street y, junto a la oficina, montó una tienda: guías turísticas, telescopios, binoculares, equipaje, paraguas, sombrillas, calzado. Todo para el excursionista. Con la ayuda de su esposa, Marianne, regenteaba en el piso de arriba su propio hotel para abstemios —único recuerdo de sus inicios— al tiempo que iba iniciando a su hijo John en el negocio familiar.

Un negocio sobre vías

El tren se expande por todo el continente. Bélgica ve en el tendido ferroviario la posibilidad de volverse fuerte frente a sus vecinos poderosos y construye novecientos kilómetros en poco más de diez años, el Segundo Imperio francés proyecta y construye cientos de ramales que van y vienen por todo el territorio con París como centro, Alemania construye miles de kilómetros: unen Prusia con Berlín, de ahí, una red al Imperio austrohúngaro y otra hacia Varsovia. Después vendrán Holanda y los países nórdicos, Piamonte y el Reino de Italia y también el de España. 

Cuando las máquinas comenzaron a cavar los túneles que permitirían atravesar las altas montañas, Thomas Cook comprobó que su apuesta por el tren llevaría a su empresa turística mucho más lejos de lo que hubiera podido soñar, se asociaría con las navieras para llegar a América, a Egipto, a los rincones de Asia que hasta entonces eran destino exclusivo de exploradores y comerciantes. A todas partes llevaría él a sus contingentes organizados, cada uno de sus turistas con la guía impresa, el itinerario delineado, los hoteles reservados, las vistas panorámicas disponibles, las tiendas de recuerdos expectantes. Para 1871, la agencia ya había armado un tour de europeos hacia Estados Unidos y estaba organizando la primera vuelta al mundo exclusivamente diseñada para turistas. Poco después Thomas Cook se retiró y así siguieron sus herederos y su marca por ciento setenta y ocho años hasta ese 23 de septiembre de 2019 en el que enviaron un último comunicado a sus clientes. 

La paradoja es que la empresa con el nombre del hombre que se anticipó al siglo XX no supo afrontar el XXI y quedó reducida a un contraejemplo para el marketing y los analistas de mercado: «La Thomas Cook fracasó porque no supo evolucionar con el tiempo».

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