Un señor de casi setenta años, de pelo y bigote blanco, con traje gris y corbata oscura, está entrando por el acceso principal de la sede del Partido Comunista Italiano (PCI), en la romana Via delle Botteghe Oscure, en junio de 1984. La presencia del señor de pelo blanco no está dejando indiferente a nadie. El casi septuagenario en cuestión —quien ya había realizado una llamada exploratoria antes de personarse— nunca había cruzado, en toda su vida, el portal de los comunistas transalpinos. Se trataba de algo totalmente inédito. De ahí que el ambiente, fuera y dentro de la sede, fuera de enorme perplejidad. Fue recibido por dos altos dirigentes del partido, uno de los cuales era Giancarlo Paglietta, en su día partigiano de la Resistencia. Tras unos quince minutos de conversación, el hombre de traje gris y corbata oscura se coloca frente al ataúd de madera clara. Se persigna y realiza una reverencia, mientras los presentes asisten con miradas de asombro. La escena durará poquísimos segundos. En pleno silencio.
El señor de pelo blanco era Giorgio Almirante. El controvertido líder del Movimiento Social Italiano (MSI) —el partido de los nostálgicos del fascismo transalpino, convertidos a la Italia democrática tras el final de la Segunda Guerra Mundial— fue un dirigente de Benito Mussolini en la República Social Italiana. Para Almirante, así pues, el PCI representaba la razón de la propia existencia del partido missino, en cuanto formación anticomunista. Pero siguiendo aquel lema de que lo cortés no quita lo valiente, el jefe del MSI, acercándose a la sede del PCI, quiso saltarse los esquemas rindiendo homenaje no tanto a un enemigo antropológico. Sino a un noble adversario.
Cuando decidió salir de la sede comunista, Almirante lo hizo por una puerta secundaria. Pero el simbolismo de esa visita fue tal, que diferentes equipos audiovisuales le pidieron el favor de repetir su marcha del edificio. Ante un director de cine allí presente admitió: «No he venido aquí para promocionarme». Segundos después, argumentando escuetamente su presencia en Via delle Botteghe Oscure, resumió en tres palabras a quien fuera, hasta ese momento, el secretario general del PCI: «He venido para despedirme de un hombre extraordinariamente honesto». Ese hombre, extraordinariamente honesto, era Enrico Berlinguer.
Nacido en Sassari en 1922, entró en el Partido Comunista Italiano (PCI) con veintiún años y perteneció a la dirección del mismo cinco años más tarde, hasta liderar, en 1949, el Movimiento de los Jóvenes Comunistas durante otros siete años. Su entrada oficial en la vida pública transalpina tuvo lugar en 1968, cuando fue elegido parlamentario de la Cámara de los Diputados del Parlamento italiano. Su punto de inflexión en la historia política de su país se materializó en 1972, cuando se convirtió en el secretario general del PCI.
En el marco de su relación política con el entonces líder del Partido Comunista de España (PCE), Santiago Carrillo, Enrico Berlinguer visitó España un total de cuatro veces: la primera, en 1977 reunido en Madrid con el líder del PCE y del Partido Comunista Francés (PCF) Georges Marchais; la segunda, en 1978 en la Plaza de Toros de Barcelona en un mitin con Santiago Carrillo; la tercera, en 1979 en Madrid siempre con Santiago Carrillo y también el socialista Felipe González; y la cuarta, en 1980, siempre en Madrid, junto a Dolores Ibarruri y Santiago Carrillo en conmemoración de los sesenta años de la fundación del Partido Comunista de España (PCE).
Enrico Berlinguer era tímido y austero, pero a la vez carismático. Hablaba de forma pausada, con concreción. Su carácter templado le aportaba una gran solidez intelectual y moral; algo que se apreciaba tanto en los palazzi de la política italiana, como a pie de calle en la opinión pública de su país. A su persona se le asociarán dos conceptos políticos que pasarán a la historia contemporánea italiana y europea: el compromiso histórico y el eurocomunismo. Serán la quintaesencia de su legado político.
Principios de los años setenta. Enrico Berlinguer, quien ya era número dos del PCI, no tenía dudas de que la Unión Soviética (URSS) era una dictadura contraria al Estado de derecho. La histórica formación comunista transalpina, durante las décadas de liderazgo de Palmiro Togliatti (1927-1934 y 1938-1964), fue abiertamente estalinista y filosoviética. Un ejemplo de ello fue la postura del propio Togliatti a favor de la invasión soviética en Budapest durante la revolución húngara de 1956, país que trató de encontrar una tercera vía entre comunismo y capitalismo. No todos estuvieron de acuerdo con Togliatti, dado que unos ciento uno intelectuales comunistas italianos, de hecho, disintieron de la línea del entonces líder del partido. Considerando, el suyo, un error histórico.
Menos de una década después, Moscú reaccionó de forma análoga en la Primavera de Praga de 1968. Pero en aquella ocasión el sucesor de Togliatti, Luigi Longo (1964-1972) estuvo en el lado correcto de la historia denunciando lo que estaba ocurriendo en Checoslovaquia. Como hicieron, de igual manera, otros partidos comunistas occidentales.
El mundo, en plena Guerra Fría, se encuentra dividido en bloques. Para el PCI, así pues, el adjetivo comunista pesaba. Y mucho, en ambos lados del Telón de Acero. Italia, a todos los efectos —con el Partido Comunista más importante de Occidente en su arco parlamentario—, era la bisagra política entre este y oeste. El problema de fondo, para el PCI, era que la necesaria denuncia antisoviética relativa a los acontecimientos de Praga era algo bien distinto a que la separación de Moscú fuera algo efectivo y estructural del Partido Comunista Italiano. El PCI se encontraba en una delicada situación: siendo una anomalía occidental dentro del comunismo. Y una anomalía comunista dentro de Occidente.
Enrico Berlinguer sabía, a partir de la primavera de Praga, que antes o después había que cortar definitivamente con la Unión Soviética (URSS). En una entrevista concedida años más tarde al conocido periodista Giampaolo Pansa, del Corriere della Sera; Berlinguer, ya siendo líder del PCI, pronunció la célebre frase: «Me siento más seguro a este lado», refiriéndose al Pacto Atlántico de la OTAN. El propio periodista italiano, hace tan solo unos años, confesó que en ese momento de la entrevista no había sido consciente del alcance histórico de esas palabras.
La historia quiso finalmente que Berlinguer fuera nombrado secretario general del Partido Comunista Italiano (PCI) en 1972, donde su determinación política, en relación a Moscú, no cambió de un milímetro. La clave teórica fue recuperar a Antonio Gramsci, fundador del propio PCI a principios de los años veinte. Y esculpiendo un concepto clave: la vía italiana del socialismo, que ahora tenía incluso las herramientas doctrinales para desvincularse de los soviéticos. Volver a los orígenes, para dibujar el futuro.
Fundamentando su base politológica en la renovación del pensamiento de Gramsci, Berlinguer legitimó su narrativa tanto dentro como fuera de su partido. Y de su país. Todo ello, recuperando el legado de un precursor de un comunismo —italiano, democrático y occidental— opuesto al de los soviéticos: el comunismo europeísta tenía que ser parte y defensor del Estado de derecho. El espíritu de la vía italiana del socialismo, impulsada por Enrico Berlinguer, fue motivo de inspiración también para el Partido Comunista de España (PCE) de Santiago Carrillo y el Partido Comunista Francés (PCF) de Georges Marchais. La idea de base que les unía era la importancia de llevar a cabo reformas económicas y sociales de corte socialista, pero siempre dentro del marco de las democracias parlamentarias capitalistas y del Estado de derecho. Había tomado forma el eurocomunismo.
Septiembre de 1973. El general chileno Augusto Pinochet toma el poder en el país andino destituyendo al entonces presidente Salvador Allende. Perplejo por los acontecimientos de Santiago de Chile, Enrico Berlinguer manifiesta su preocupación acerca de una posible deriva autoritaria en Italia. En ese momento, la formación que lideraba la política transalpina era la centrista Democracia Cristiana (DC), el partido italiano por antonomasia que protagonizó la vida pública del país de forma ininterrumpida durante más de medio siglo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta principios de los años noventa. Para dar una idea, el peso hegemónico de la DC hizo que, periodísticamente, se le conociera como la ballena blanca.
Berlinguer cree que hay que dar un salto cualitativo para evitar cualquier solución reaccionaria, como fórmula para proteger el Estado de derecho italiano. Todo ello en el marco en el que los Estados Unidos —con el histórico secretario de Estado Henry Kissinger al mando de exteriores en la administración de Richard Nixon— entonces estaban apoyando regímenes dictatoriales latinoamericanos para impedir el auge de movimientos políticos socialistas en el continente y así proteger su área de influencia en plena Guerra Fría.
El secretario general del Partido Comunista Italiano (PCI) es consciente de que, estable en torno al 25 % de los votos, su formación posee un enorme capital político; pero destinado básicamente a ser una oposición estructural de la Democracia Cristiana (DC), con un liderazgo hegemónico difícil de arrebatar. El capital político de los comunistas transalpinos está siendo desaprovechado; y Berlinguer considera que podría ser invertido a favor del país, en un clima en el que Italia es un país occidental crucial en la frontera entre este y oeste en un mundo dividido en bloques.
Unas semanas después del golpe de Estado en Chile, en otoño de 1973, Enrico Berlinguer escribirá un refinado artículo en Rinascita, la revista oficial del Partido Comunista Italiano (PCI), que cambiará el curso de la historia de su país. En él, el líder comunista italiano habla de la necesidad no de una «alternativa de izquierda», sino de una «alternativa democrática» para promover una acción reformadora en el país, con un acuerdo a largo plazo entre comunistas y católicos. El Partido Comunista Italiano (PCI) estaba dispuesto a abandonar su rol de eterna oposición, confiando en la fuerza popular y reformadora de la Democracia Cristiana (DC). Evitando futuras involuciones autoritarias y reaccionarias, a ojos de Berlinguer, se reforzaría el sistema democrático italiano. Esta noble causa democrática será bautizada, para siempre, como el compromiso histórico. Una visión de futuro que precisaba de su alter ego democristiano. Aldo Moro.
Los años setenta de la política italiana estarán marcados por el compromiso histórico propuesto por Berlinguer, en un espíritu de colaboración resumido en la idea de solidaridad nacional; donde el apoyo parlamentario del Partido Comunista Italiano (PCI) contribuirá a la acción legislativa de la Democracia Cristiana (DC) durante los gobiernos de Aldo Moro (1974-1976) primero y Giulio Andreotti (1976-1979) después. Enrico Berlinguer, de este modo, había capitalizado sus objetivos democráticos: a nivel interno, a través del compromiso histórico; y a nivel internacional, con la apuesta definitiva por la vía italiana y el eurocomunismo. Enrico Berlinguer había contribuido al espíritu democrático de su país y, a la vez, había aumentado la legitimidad política del PCI. Todo ello a través de una noble fórmula: anteponiendo los intereses de su país a los de su partido.
El consenso político aumentó de forma sustancial: en las elecciones generales de 1976, el Partido Comunista Italiano (PCI) de Enrico Berlinguer obtendrá el 34 % de los votos, tan solo cuatro puntos por debajo de la todopoderosa Democracia Cristiana (DC). Del mismo modo que las consecuencias electorales fueron positivas para el prestigio de ambas formaciones, tanto Enrico Berlinguer como el democristiano Aldo Moro fueron objeto de atentados.
A tan solo un año desde su entrada a la secretaría del partido, Berlinguer fue víctima de un atentado en Bulgaria en octubre de 1973. Rumbo hacia el aeropuerto de la capital para volver a Roma, el coche en el que viajaba el líder del PCI fue objeto de un accidente provocado por un vehículo militar búlgaro, provocando la muerte de tres personas que iban con él y varias heridas leves para el mandatario transalpino, que estuvo hospitalizado en Sofía. Berlinguer, cuentan quienes lo conocieron, fue siempre muy reservado acerca de lo ocurrido; porque sospechaba acerca de una posible autoría de los servicios de inteligencia soviéticos.
Aldo Moro, por su parte, representaba el ala más moderada, aperturista y reformista dentro de la Democracia Cristiana (DC). Un proyecto político truncado por su secuestro en 1978, llevado a cabo por los terroristas de extrema izquierda de las Brigadas Rojas, que mantuvieron al exjefe del Gobierno italiano raptado durante cincuenta y cinco días. Un calvario humano que provocó la conmoción de la comunidad internacional, donde fueron inútiles los llamamientos del entonces secretario general de las Naciones Unidas (ONU), el austriaco Kurt Waldheim; y del papa de aquel momento, Pablo VI. Tras casi dos meses de secuestro, el cuerpo del ex primer ministro transalpino fue encontrado en un maletero de un coche en Via Caetani, en el centro de Roma. El asesinato de Aldo Moro, en el imaginario colectivo, representa todavía hoy una de las páginas más grises de la historia del siglo XX de Italia, Europa y Occidente. Algo que no impidió borrar su legado político, marcado por la importancia de la concordia.
En una reciente entrevista en la televisión italiana, el exalcalde de Roma y fundador del Partido Democrático (PD), Walter Veltroni, afirmó que tanto Berlinguer como Moro fueron criticados, tanto dentro como fuera de sus respectivos partidos, por su «excesiva lentitud» política a la hora de apostar por aquella solidaridad nacional que debía conjugar los intereses de comunistas y católicos; algo aparentemente imposible en lo que el propio Aldo Moro definía de forma hiperbólica como convergenze parallele. Veltroni, sin embargo, subraya el enorme valor de la propia contradicción que ambos representaron en la historia italiana, europea y occidental: «Berlinguer y Moro se adelantaron al año 1989, ya en 1976. Aquella lentitud, paradójicamente, les proyectó al futuro», visualizando el mundo después de la caída del Muro de Berlín. Una visión que, sin embargo, puso en peligro sus vidas.
Padua, junio de 1984. Berlinguer está pronunciando un discurso público donde poco a poco, empieza a hablar con cada vez más dificultad. Parece una situación fruto del momento, de un cansancio de ese concreto instante político. Sus pausas, sin embargo, se hacen cada vez más frecuentes y largas; mientras los asistentes, con intención de animarle, gritaban «¡En-ri-co!¡En-ri-co!¡En-ri-co!». Poco a poco, se percibe el enorme esfuerzo para terminar su discurso, como si tuviera que hacerlo defendiendo su personal sentido del deber, con ética política, con vocación pública. Como si hubiera que cumplir con el cometido, hasta el final. Al poco tiempo, será trasladado al hospital de Padua donde será ingresado por un ictus que le dejará en coma. Su repentino fallecimiento, el 11 de junio de 1984, conmocionará a la opinión pública italiana y a la comunidad internacional. A día de hoy su funeral, ante la presencia de más de 1,5 millones de personas en la Plaza de San Juan de Letrán en Roma, es el más multitudinario jamás vivido en Italia. Superado solo por el de Juan Pablo II en 2005.
Hace unos meses, aquí en Roma, tuvo lugar una exposición dedicada al secretario general del Partido Comunista Italiano (PCI) con título I Luoghi e Le Parole Di Enrico Berlinguer (en italiano, «Los lugares y las Palabras de Enrico Berlinguer»). Los medios de comunicación transalpinos, dos días antes del cierre de la exposición, se vieron sorprendidos por la presencia de la actual jefa del Gobierno italiana, Giorgia Meloni, líder de la formación ultraconservadora de Hermanos de Italia (2012), partido político heredero de Alianza Nacional (1994) de Gianfranco Fini, a su vez sucesor del Movimiento Social Italiano (1946) de Giorgio Almirante. La primera ministra transalpina, en su visita, se detuvo a observar las fotografías, los documentos y los discursos del dirigente comunista.
A esa exposición tuvo acceso también Jot Down, preguntando tanto a los ciudadanos que vivieron la era de Berlinguer, como a los más jóvenes, sus impresiones acerca de uno de los políticos más respetados de la historia italiana y europea. Berlinguer fue muy estimado no solo entre sus filas, sino también entre sus adversarios. Una consideración que pervive en el imaginario colectivo transalpino, independientemente de la sensibilidad política de cada uno de sus ciudadanos. El líder italiano no solo inspiró a la izquierda, sino a todo un país. Marcando una época en la que, a pie de calle, se resume en la frase quando c’era Berlinguer. En italiano, «cuando vivía Berlinguer».
Marcello, de sesenta y nueve años, estaba haciendo una foto a la portada de L’Unità, el diario del Partido Comunista Italiano (PCI), del día que falleció Berlinguer. Es muy escueto, pero aporta lo esencial: «Fue un líder gentile, amable. Fue único en la historia de este país». Alessandra, de cincuenta y seis años, quien recuerda al líder comunista con detalle, es mucho más elocuente: «Para mí Berlinguer representa la política en su sentido más ético e idealista, donde su persona fue la última oportunidad para la moralidad de una política que podía marcar la historia. Un líder que se hacía entender por todos, también los más humildes. Que tenían la posibilidad de sentirse decisivos», asegura. Tanto su padre como su madre fueron militantes comunistas en Roma y participaron en las manifestaciones de los años setenta a favor del divorcio, del aborto y de Allende. Alessandra, quien admitió que era la décima vez que visitaba la exposición —la entrada era gratuita—, resumió en una frase lo que para ella implicaba el estilo de Berlinguer: «La firmeza política, que no estaba reñida con la capacidad de pactar con el adversario. Es la esencia del compromiso histórico».
No fue fácil, a esa hora concreta de la visita de Jot Down, encontrar jóvenes que estuvieran paseando por la exposición. Pero Leonardo y Marika, pareja de veintinueve y treinta años respectivamente, que ni siquiera habían nacido en la época de Berlinguer, tuvieron claro que la exposición era una visita obligada. Pero ¿por qué unos jóvenes de entre veinte y treinta años estarían interesados en Berlinguer? «Fue un personaje histórico, que además une la tradición política de nuestras familias», explica Marika delante de su novio. «Partiendo del hecho de que no conocimos el personaje durante su liderazgo político, le tenemos mucho cariño por todo lo que representa. Porque fue un referente político y cultural, que transmitió la idea de que las cosas se pueden cambiar», comparte Marika. «Fue una parte esencial de nuestra historia», afirma Leonardo. Con algo de resignación, admite que «hoy en día falta ese tipo de líderes en todos los partidos». A última hora, Leonardo pronuncia una palabra, la palabra, que los italianos suelen pronunciar cuando aprecian aquella categoría de políticos: «Falta spessore». Es decir: «solidez», «consistencia».
En una canción titulada «Qualcuno era Comunista» (1992), el conocido cantautor italiano Giorgio Gaber enumeró más de cuarenta razones por las que alguien, en algún momento de su vida, había sido comunista. Catorce motivaciones después, llegó el verso dedicado al líder del PCI:
Alguno fue comunista porque había nacido en Emilia
Alguno fue comunista porque el abuelo, el tío, el padre […]
Alguno fue comunista porque se sentía solo […]
Alguno fue comunista porque el cine lo exigía, el teatro lo exigía […]
Alguno fue comunista porque se lo habían dicho
Alguno fue comunista porque no se lo habían dicho todo […]
Alguno fue comunista porque Berlinguer era una buena persona
Pronunciar hoy en día el nombre de Enrico Berlinguer, aquí en Italia, evoca un tipo de política que, con la distancia del tiempo, se marchó para no volver. Hablar de él en el país con forma de bota implica todavía hoy recordar una política que no estaba al servicio de intereses particulares, sino de la colectividad. El pueblo italiano, por encima del partido. El partido como herramienta, no como fin. El partido entendido como una parte, integrante, del país. La política, concebida como una acción transformadora. Destinada al bien general.
Cuatro décadas después de su muerte, Enrico Berlinguer sigue siendo un emblema de altura para los políticos de cualquier tendencia ideológica. Dependerá de cada uno de nosotros, como ciudadanos —cada cual con sus legítimos ideales—, promover de nuevo aquella política: hecha de honestidad individual y diálogo con el adversario. Reconociendo, en los principios del otro, nuestros propios principios. Por el bien común. Sería la fórmula más responsable a través de la cual la ciudadanía volvería, con entusiasmo, a votar. Sintiéndose esta parte de algo, de un todo, que construye. Conectando, en ida y vuelta, lo colectivo a lo individual. Partiendo de la idea, tan esencial como primaria, de que ser una buena persona —«extraordinariamente honesta»— debería ser el pasaporte para ser un buen político.
Otro gran comunista.
No entiendo por qué hay vocablos que causan escozor. Dejando de lado el devenir histórico o coloquial de los mismos, lo que no cambia son los motivos de su acuñación. No hay que ser muy letrado para ver en comunismo lo común o en socialismo lo social. ¿Qué tendrá de mal pensar bien de esas categorías que a la fuerza nos modelaron sin un capo que buscaban el bien común?, como en las colmenas o en hormigueros, extructuras perfectas con individuos de poco fiar.