En las primeras líneas de su magnífico tour de force, Juan Ignacio Pérez Iglesias confiesa que estudió Biología motivado por su excelente profesora del último año del bachillerato superior. No fue una decisión baladí, ya que, en cuarto curso de bachillerato elemental —el equivalente a lo que es hoy en día la enseñanza secundaria obligatoria—, el ahora catedrático de Fisiología de la UPV/EHU y reputado divulgador, se planteó si debía optar por Ciencias o Letras, ya que su interés se dividía a partes iguales entre la física y la historia.
Ha pasado casi medio siglo desde entonces y, a todas luces, nuestro autor tiene todavía el corazón «partío» entre ambas disciplinas. Primates al Este del Edén es, en cierto modo un libro de historia (la historia de nuestra especie y sus antepasados), pero es, todavía más, un libro de física.
¿Un libro de física? Permíteme explicarme, amable lectora, paciente lector.
Hace casi exactamente medio siglo, el autor de esas líneas se pasaba las tarde de verano devorando las novelas dedicadas a Tarzán, señor de los simios[1]. Nadie le puede negar a Edgar Rice Burroughs oficio literario e imaginación a raudales. Eso sí, los fundamentos científicos de las aventuras de Lord Greystoke eran tan tenues como los que cimentaban las andanzas de John Carter de Marte, otro de los héroes de mi adolescencia que salieron de su pluma.
Para empezar, los simios en cuestión. Nunca queda claro en las novelas si se trata de chimpancés o gorilas. El bueno de Edgar no se tomó muchas molestias estudiando las características de ambas especies y el resultado fue que sus novelescos simios eran demasiado grandes para ser chimpancés y demasiado ágiles y saltarines para ser gorilas. Naturalmente Tarzán era tan fuerte como cualquiera de ellos (tan fuerte como diez hombres, se nos asegura en algún párrafo) y tan capaz de desplazarse a toda velocidad por las copas de los árboles, saltando entre ramas y asiéndose a lianas (siempre oportunamente colocadas) como su célebre mascota, la «mona» Chita (representada en todas las películas de la saga como una hembra de chimpancé).
Burroughs se habría beneficiado enormemente de la lectura de Primates al Este del Edén. Como mínimo habría entendido que Tarzán no podía competir, ni de lejos, con los chimpancés a la hora de desplazarse por las ramas, ni con los gorilas en fuerza física. «Es la fisiología, pardillo»[2], podríamos espetarle al amigo Burroughs. Gorilas, chimpancés y hombres son máquinas biológicas adaptadas para funcionar en condiciones diferentes. Las dos primeras especies nunca abandonaron la selva y su «diseño»[3] refleja este hecho. La tercera (o más bien sus antecesores), fue expulsada del Paraíso. Y esa expulsión, de la que todavía nos lamentamos, nos hizo radicalmente diferentes a nuestros parientes selváticos.
¿Quién nos echó a patadas del Edén? Pérez Iglesias nos ofrece una explicación que no incluye ni la manzana, ni la serpiente, ni la rabieta de una celosa divinidad. Hubo un tiempo, hace cosa de 5 o 6 millones de años, en el que nuestros antepasados vivían cómodamente en un entorno boscoso, cálido y húmedo, donde no faltaba comida ni agua y donde la presión de los depredadores era relativamente baja. Hasta que… ¡llegó el cambio climático! El planeta se enfrió, el continente africano se tornó más seco y la sabana sustituyó en extensas áreas a las selvas. Esos cambios generaron las condiciones para la extinción de muchas especies y la aparición de muchas otras. Nuestros antepasados, hace cosa de 2,5 a 2,9 Ma tuvieron que adaptarse a esas nuevas condiciones, más duras e inestables. Y el resultado fue prodigioso.
Tarzán se diferencia de sus simiescos primos en no pocos rasgos fundamentales. El más importante es que el señor de la jungla es bípedo, se desplaza en posición erguida sobre sus dos pies (en lugar de ayudarse con las extremidades superiores, apoyándose en los nudillos, como Chita). Es decir, Lord Greystoke es parte de una especie adaptada a vivir en la sabana, capaz de andar (y de correr) largas distancias cansándose mucho menos que sus parientes selváticos (gastando, de hecho, menos energía que estos). A cambio de ser mucho más resistente, es también menos fuerte. Comparado con un gorila, no tiene media bofetada. En una carrera en las copas de los árboles, Chita podría dar vueltas a su alrededor. Y por supuesto, a la hora de alimentarse, Tarzán se las vería canutas. Cierto, las bananas le sentarían igual de bien que a sus familiares adoptivos, pero si se trata de masticar raíces, hojas, etc., su débil dentición no ayudaría. Y si cazara alguna presa, alimentarse de carne cruda tampoco le sentaría de maravilla. Menos mal, por otra parte, que en la selva hace calor, porque en otro caso, Tarzán, un mono lampiño, como el resto de los ejemplares de su especie, se moriría de frío.
No, Edgar, Tarzán no sería ninguna super estrella en la jungla, un medio que sus antepasados abandonaron millones de años atrás. Pero además nuestro héroe, criado sin otros humanos, entre simios mucho menos inteligentes que los miembros de su especie, seguramente no habría desarrollado el potencial de su arma más poderosa, el potente cerebro alojado en una enorme cabeza, que ha permitido a Sapiens colonizar (y en buena medida poner patas arribas) todo el planeta que habita.
Dios no creó al hombre con barro a su imagen y semejanza. Millones de años de presión selectiva fueron acumulando adaptaciones que resultaron (citando el título del libro de María Martinón, Homo imperfectus) en una máquina no exenta de chapuzas y remiendos y a la vez dotada de inusitadas innovaciones. Entre ellas: la postura erguida (toda una apuesta de la evolución, no exenta de riesgos, como cualquiera que haya sufrido un lumbago puede atestiguar), el tamaño, relativamente grande (que optimiza la conservación de energía), la ausencia de pelaje, otra atrevida mejora, que, combinada con la capacidad de sudar abundantemente nos hace excelentes corredores de fondo. El enorme cráneo, posiblemente en el límite de lo que el canal de parto de las hembras de la especie permite, el no menos enorme encéfalo, con sus neuronas miniaturizadas, que resultan en un asombroso ordenador paralelo. El libro de Pérez Iglesias recorre estos asombrosos inventos, ofreciéndonos una mirada fresca sobre cada uno de ellos.
Por ejemplo, andar (capítulo 2), algo tan habitual para nosotros como innatural en términos físicos. «Caminar es caer hacia adelante. Cada paso que damos es una caída detenida, un colapso evitado, un desastre frenado. De esta forma, andar se convierte en un acto de fe». ¿Por qué somos bípedos? Pérez Iglesias ofrece varias respuestas a la pregunta: capacidad de ver más lejos, capacidad de liberar las extremidades superiores para otros menesteres, quizás, incluso, una «moda» que propició una selección sexual. La mayoría de estas y otras explicaciones son razonables, ninguna totalmente satisfactoria. Entre las preferidas del autor está la que plantea el antropólogo Peter Wheeler y que podríamos avanzar con otra frase insolente: «es la física, pardillo». La postura erguida minimiza la incidencia solar sobre el organismo porque expone menos superficie corporal durante las horas más cálidas del día y facilita el intercambio de calor por convección. En consecuencia, se reduce la necesidad de refrigerarlo (mediante el sudor) y por tanto se reduce la necesidad de agua. Otro interesante argumento es la eficiencia de la locomoción sobre dos extremidades. Los gorilas y chimpancés gastan bastante más energía desplazándose que nosotros. Por otra parte, Pérez Iglesias nos recuerda que las adaptaciones combinan la presión del medio con los inventos ya existentes en términos mecánicos y fisiológicos. En dos mil millones de años, la evolución no ha producido animales que se desplacen sobre «ruedas naturales» y quizás no los produzca nunca. Eso quiere decir que andamos erguidos no sólo por la presión que el medio ejerció sobre nuestros antepasados, sino también porque estos disponían de los recursos mecánicos y fisiológicos para adaptarse a esa presión.
O bien, la dieta. Los simios son fundamentalmente herbívoros, aunque no le hacen asco a una pieza de carne si pueden echarle el guante. Nuestra especie es genuinamente omnívora. Comemos de todo o casi de todo. Otra gran ventaja, por razones obvias. Pero hay algo más. Comemos de todo… ¡después de cocinarlo! Somos una especie que aprendió a usar el fuego para su gran ventaja (calor, defensa contra depredadores, luz en la oscuridad) y aprendió a pre-digerir los alimentos pasándolos por la olla. ¿Consecuencias? Intestinos más pequeños, troncos más esbeltos, mayor eficiencia aprovechando la comida, dentadura y mandíbulas más ligeras (lo que a su vez permite cráneos más elásticos donde eventualmente caben mayores cerebros). Y, como en el caso del bipedismo, la eterna cuestión de cómo, exactamente, nuestros antepasados dieron con el invento.
A lo largo de los apasionantes quince capítulos de Primates al Este del Edén, Pérez Iglesias navega entre la historia (explicándonos como evoluciona nuestra especie) y la fisiología (es decir, la combinación de física y química necesaria para entender las asombrosas máquinas biológicas que somos). Y la combinación de ambos puntos de vista es deliciosa. Entre los temas que el libro aborda (alguno de los cuales ya he mencionado): la condición bípeda, la evolución de la alimentación de los homininos y la adaptación de los correspondientes órganos (el autor nos habla sin pudor de intestinos y encéfalos, describiéndolos como las asombrosas piezas de biomaquinaria que son), la regulación de la temperatura corporal mediante el sudor, el impacto de la cocción de alimentos, la evolución del cerebro, las estrategias energéticas de nuestra especie (entre ellas la de acumular grasa en tiempo de escasez, lo que nos hace, ay, desafortunadamente propensos a engordar).
El último capítulo es especialmente sabroso, ya que nuestro autor plantea allí temas tan (peli)agudos como la expansión de nuestra especie por el planeta (algunos estarían tentados de hablar de «infección» del planeta) con el consiguiente impacto sobre su ecología o la pregunta de si seguimos evolucionando o la combinación de tecnología y cultura han detenido la selección natural. Algún dato inquietante al respecto: nuestros cerebros han perdido algo de peso y tamaño últimamente: ¿nos estamos volviendo más tontos, como cabría concluir sin más que navegar un rato por las redes sociales?
El lenguaje de Pérez Iglesias es preciso, directo y muy ameno. Rara vez habla en primera persona y cuando lo hace es para ofrecer un breve y amable guiño a la astuta lectora, al ávido lector. En general prefiere utilizar el «nosotros» (refiriéndose con igual ecuanimidad a los humanos modernos, a nuestros antecesores y parientes como los neandertales e incluso a nuestros primos más lejanos, los simios y primates) asignándose así el rol de chamán, de contador de historias. Su voz es como la voz de Las mil y una noches, de La Odisea, de Guerra y Paz y tantas otras obras clásicas. Serena, sencilla y sobria.
Y a la vez, las referencias literarias y filosóficas, esos guiños que el autor hace a la atenta lectora, al amable lector, tendiendo un puente de complicidad, están presentes desde la primera página. Citando a William Faulkner: «nuestro pasado ni siquiera es pasado». Las huellas del pasado, como concluye este magnífico libro, perduran en nuestro organismo y también en nuestro carácter. Contrariamente a lo que asumimos de manera más o menos inconsciente, a pesar de las historias que nos gusta contarnos a nosotros mismos en las que siempre somos los héroes, todavía no hemos evolucionado a un estadio superior, no somos ángeles, ni (afortunadamente) cíborgs. Seguimos siendo (otra referencia literaria, este a John Steinbeck) primates que caminan al este del Edén.
[1] La traducción al español, Tarzán de los monos es desafortunada. Los chimpancés, gorilas, orangutanes y gibones son simios, mientras que los babuinos, por ejemplo, son monos. Los primeros están mucho más cercanos a nuestra especie y son mucho más inteligentes que los segundos.
[2] Una versión indulgente de la célebre frase: it’s the economy stupid.
[3] Un diseño sin diseñador, siguiendo la inspirada metáfora de Richard Dawkins en su opera magna: El relojero ciego.
En realidad ni chimpances ni gorilas, los Mangani son una especie inventada.
Muchas gracias al autor por tan excelente y amena reseña de un libro que contribuye a entender con mayor claridad el maravilloso proceso de la evolución humana.
Simplemente gracias por este magnífico artículo.