En algún lugar de Suecia, Laura (Bianca Delbravo), Mira (Dilvin Asaad) y Steffi (Safira Mossberg), tres hermanas de dieciséis, doce y siete años de edad respectivamente, malviven los días de verano en su propia casa y sin supervisión, afrontando despreocupadas la ausencia de una madre que se ha evaporado repentinamente. Las chicas, habitantes de un vecindario de clase obrera y entorno amable, queman las jornadas estivales reuniéndose en campos de las afueras para festejar cualquier cosa junto a sus amigas, sisando en supermercados de las cercanías para llenar el estómago, y apilando la ropa sucia sobre los muebles de la vivienda social en la que residen. La suya es una actitud de supervivencia caótica pero calmada, que apunta a la idea de que la desaparición de la progenitora no es algo inusual en la vida de las hermanas. Durante uno de esos días zánganos, Laura contesta la llamada telefónica de los servicios sociales del lugar, un organismo que demanda una reunión urgente con la madre de las chicas ante los indicios de que las menores no están siendo supervisadas debidamente. Laura decide ocultar la noticia a sus hermanas pequeñas y comienza a maquinar artimañas para evitar que las autoridades descubran la situación en la que las tres (sobre)viven sin un tutor a la vista.
Laura, Mira y Steffi no son personajes reales en el sentido estricto de la palabra. Son las protagonistas de Paradise Is Burning, el debut de la cineasta Mika Gustafson en el terreno del largometraje de ficción. Una cinta que anuncia llamas en un edén y ha sido laureada con el premio a mejor dirección en el festival de Venecia, el de mejor ópera prima en el BFI London festival y el de mejor película en los Guldbagge, los galardones que reparte la academia de cine sueca. Lo interesante es que Laura, Mira y Steffi, sí resultan más reales que muchos personajes de otras películas, por culpa de la naturaleza de la obra que habitan.
La edad de la indecencia
El coming-of-age, el relato que estudia el paso de la niñez a la edad adulta, supone una de las categorías de la ficción amarradas con más firmeza al mundo real y, por extensión, al público. Es algo que resulta lógico si entendemos el cine como un medio cuya meta es establecer lazos entre las historias que proyecta la gran pantalla y la audiencia que ocupa las butacas. Porque todos los espectadores han transitado en el pasado (o están viviendo en el presente, en el caso de los cinéfilos más jóvenes) esa etapa de maduración. Todos hemos sido niñas y niños en algún momento, y todos nos hemos estrellado contra un mundo adulto que genera desconcierto, exige responsabilidades y demanda comenzar a entender qué coño está pasando con nosotros mismos y a nuestro alrededor. De este modo, el coming-of-age supone uno de los vehículos más potentes y efectivos a la hora de lograr esa conexión, de establecer ese diálogo, con el auditorio. Y por eso mismo, las obras que orbitan ese género calan tan bien cuando han sido confeccionadas con pericia, porque son capaces de evocar sensaciones familiares aunque las narración se sitúe a tres mil doscientos cincuenta kilómetros de distancia, o en entornos sociales que puedan resultarnos marcianos. John Hughes resumió el encanto de esa etapa vital de manera efectiva: «Una de las cosas más maravillosas de esos años es que todas las emociones son abiertas y crudas. A esa edad sienta tan bien el sentirse mal como el sentirse bien».
Lo cierto es que los escenarios de la niñez, y los tejemanejes físicos o psicológicos que acarrea consigo la adolescencia, siempre han estado muy presentes en el cine. En realidad, conforman un marco que ha servido de nido a una montaña de cintas icónicas a lo largo de la historia del cine. Los años cincuenta contemplaron Los cuatrocientos golpes de François Truffaut, los sesenta se enredaron en un romance con El graduado de Mike Nichols, los setenta recibieron un American grafitti donde George Lucas estaba más centrado en la nostalgia de nuestra galaxia que en el merchandising extraterrestre, y en los ochenta piezas como Cuenta conmigo de Rob Reiner, una película basada en una novela corta (El cuerpo) de Stephen King, o El club de los cinco, del mentado John Hughes, se encaramaron al podio de Productos Pop Incombustibles Que Tocaron La Patata A Medio Planeta. En épocas más cercanas, el coming-of-age ha seguido recibiendo entradas notables, de Movida del 76 a Call Me By Your Name, y pasando por films como Kids, Casi famosos, Soñadores, Un amour de jeunesse, Moonlight o la ambición de una Boyhood que Richard Linklater cocinó a lo largo de más de una década registrando el crecimiento real del actor principal (Ellar Coltrane).
Es cierto que este tipo de historias suelen hacerle ojitos al realismo social, como es el caso de Paradise Is Burning, y en especial al reverso dramático, porque, admitámoslo, no hay nada más jodido que hacerse mayor. Pero también lo es que todas esas hormonas revolucionadas del cine han acogido a todo tipo de géneros y estilos: ciencia ficción (Donnie Darko), crimen (Ciudad de Dios), tebeo de superhéroes (Chronicle), drama bélico (Las bicicletas son para el verano), comedia descerebrada (American Pie y todas las pantomimas bufas que brotaron durante los últimos noventa y los primeros dosmiles, para después desaparecer con una bomba de humo), terror (Crudo), animación (Luca), fábulas modernas fantásticas (Donde viven los monstruos), documental/ficción (Quién lo impide), o cuentos estilizados de humor deadpan (Moonrise Kingdom).
Pero también es verdad que históricamente la gran mayoría del celuloide centrado en reflejar ese proceso de madurez solía hacerlo utilizando como brújula la testosterona, sentando en la grada masculina, desde el punto de vista del niño o del chico adolescente. De hecho, la figura femenina en el coming-of-age solo ha comenzado a adquirir verdadero protagonismo en el siglo veintiuno. Propiciando piezas tan valiosas como Juno, Lady bird, las animadas Persépolis y Red, La banda de las chicas, Aftersun o ¿Estás ahí, Dios? Soy yo, Margaret. Incluso la comedia se benefició del cambio de género con el clásico de culto Chicas malas, la carismática Superempollonas, o la frescura de una El club de las luchadoras que era la cachonda respuesta bollo a las travesuras de los varones heteros salidos. El cine español también ha reflejado el cambio en el punto de vista con cintas como La inocencia de Lucía Alemany, Carmen y Lola de Arantxa Echevarria, Las niñas de Pilar Palomero o Verano 1993 de Carla Simón.
Paradise Is Burning
Mika Gustafson, la realizadora que se estrena en la ficción con Paradise Is Burning tras codirigir un documental sobre una rapera sueca (Silvana) y una serie de cortos, es una persona muy consciente del legado que acarrea el coming-of-age cinematográfico. Un tipo de relato que ella misma ha consumido como espectadora frecuentemente a lo largo de los años. De hecho, Gustafson reconoce que su propia película está muy influenciada por el buen hacer de cintas como Cuenta conmigo, una obra que define como «hermosamente ejecutada» y de la que asegura que «lo hace todo más o menos bien». Al mismo tiempo, descubrir que el coming-of-age era habitualmente afrontado desde el punto de vista masculino fue algo que empujó a la autora a lanzarse a crear su visión personal del género.
Para lograrlo, en Paradise Is Burning Gustafson, co-autora del guion junto a Alexander Öhrstrand, se ha servido de una inteligente treta como punto de partida, la ocurrencia de colocar a un trío de hermanas de diferentes edades protagonizando la historia. Una elección que no solo le permite analizar los lazos emocionales dentro de una familia, sino también explorar las tres etapas habituales en este tipo de narraciones: la niñez, la prepubertad y la adolescencia (y todo sin necesidad de estirar el rodaje durante doce años, eh Linklater). En la práctica, es una jugada estupenda. Porque, aunque el film se centra en el personaje de la hermana mayor (Laura), también es capaz de mostrar de manera paralela la entrada en la pubertad, con la repentina llegada de la primera menstruación, de la mediana. O la naturaleza indisciplinada de la más pequeña de las tres quien, ante falta de referentes adultos y como testigo de las tropelías de sus allegadas, posee un carácter asalvajado.
Las tres hermanas están abandonadas pero no desamparadas. Frente a la ausencia de una madre que no vuelve a casa, y mientras Laura trata de solucionar el problema con los servicios sociales, ellas siguen adelante con sus vidas durante los primeros días del verano. Alisan sus cabellos con la plancha para la ropa, perpetran robos coordinados en grandes superficies y celebran fiestas con sus amigas, que también provienen de familias desestructuradas, colándose en las viviendas privadas de otros para beber y fumar en sus piscinas. Unos tonteos con la delincuencia a los que están acostumbradas y que se antojan más rebeldes, o como recursos de inadaptados, que sórdidos. Durante una de sus correrías, Laura conoce a Hanna (Ida Engvoll), una mujer con la que entabla una extraña amistad, nacida ante la fascinación de la segunda por la facilidad con la que la joven lleva a cabo allanamientos de moradas ajenas. Entretanto, Mira lidia con reyertas violentas en el patio, encara los cambios de su cuerpo ante la madurez sexual, y trata de otorgar apoyo moral a un vecino, un hombre adulto y deslustrado, cuya mayor aspiración es triunfar en el torneo de karaoke del bar local. Por otra parte, Steffi callejea a su bola, persiguiendo a perros abandonados y entablando amistad con infantes de su edad que aparentan estar igual de descarriados.
Paradise Is Burning parte de unos cimientos propicios para el drama y aborda temas sociales serios sobre la exclusión y el abandono. Pero aun así es capaz de crear una historia sorprendentemente luminosa y vital, un retrato del vínculo entre hermanas, y de los problemas de las edades tempranas, que prefiere ser colorido a enterrarse en las sombras. En la pantalla, los adultos son secundarios vencidos, desilusionados e insatisfechos. Seres que contrastan de manera evidente ante la energía de las niñas. En la trama hay rebeldía, confusión juvenil, riñas, un idilio queer más platónico que explícito, y pequeños retazos engalanados con un aura mágica y fantasiosa, como los curiosos rituales de la pandilla de amigas o un par de escenas donde se utiliza la iluminación y la banda sonora para construir estampas especiales.
Pero el verdadero hallazgo de Paradise Is Burning se encuentra en sus protagonistas. Porque las tres actrices principales están estupendas, ofreciendo una naturalidad tan convincente como para que dé la impresión de que Gustafson se ha limitado a plantar la cámara en un hogar conflictivo (spoiler: no, es todo fruto de una buena dirección de las intérpretes). La mención de honor se la lleva Delbravo, la responsable de cargar con el peso de la película. Una debutante en esto del cine que a pesar de la carencia de tablas cumple el papel con una soltura y una eficacia extraordinarias. Todo un descubrimiento, o el tipo de actriz que parece ser capaz de convertirse en futura estrella del medio.
Una parte muy importante del film de Gustafson, a quien también le espera un futuro prometedor a la vista de los galardones que anda acumulando, es aquello que no se ve. La ausencia. Paradise Is Burning se cierra con un plano muy sencillo y muy eficaz. Con una visita incierta, con alguien que tampoco se ve. Es un guiño al espectador, para que él decida hasta qué punto ha conectado con esas vidas, y hasta donde quiere imaginar que arderá ese paraíso.