Viene de «Minerva Zafiro Olcina (1)»
Olcina o el desmoronamiento
¿Fue la arrogancia, la displicencia, de la joven Minerva Zafiro Olcina lo que cautivó al hacendoso ornitólogo? Meditó, no mucho tiempo, es verdad, sobre dicha circunstancia para concluir que Minerva estaba hecha para él, y él, quizá, para Minerva.
Ahora, la lacra, el velorio, agosta el buen sendero que conduce a la capilla; Minerva se desmorona al atardecer, pero no solo su rostro, sino que el total de la cabeza, occipucio y parietales se comprimen hasta parecer de goma, ya no es aquel balón glorioso que excitara al poeta de las aves, al cumplido seglar que escribiera, en cierta ocasión, en los años de esplendor y furia, que «Cuando persiste el viento durante la noche amo a las mujeres de cabeza grande, esferas perfectas dignas del baloncesto y el balonvolea. Me excita Christina Ricci, ese renacuajo, cuchareta, sarcástico y pequeño pez globo. En la adolescencia, en Gotemburgo, fui monitor en un campamento dedicado al cuidado de anomalías humanas. Algunas de ellas, seres de indecente presencia, dormitaban recluidas en angostos recipientes, en especial en la sección de molas vivas y también en la sección de torsos dotados de profundo pensamiento. Quizá mi pasión por las molondras venga de una mujer imposible, que al principio creí acurrucada, cuyo cuerpo consumido solo era una ligera sombra bajo un astro monumental. A menudo, los monitores y algunos turistas galeses la agarraban por las orejas, o apartaban la ropa sucia de la lavandería donde se refugiaba, facilitando su rodadura ladera abajo».
Cadavérica
Últimamente no hago más que recibir fotografías de pequeños vertebrados muertos. Primero, Minerva Zafiro me envía una terrorífica imagen de una lagartija, probablemente pisoteada, cubierta de hormigas devoradoras. Luego, llega la foto, hecha por Javier Ozón, de un estornino putrefacto metido en un recipiente de plástico. Y, ahora, Joaquín Fabrellas me pregunta si sé qué especie de pajarillo corresponde a un minúsculo fiambre tirado junto al bordillo de una acera. De acuerdo, Fabrellas y Ozón me envían las fotos con ánimo de que identifique el espécimen y así aumentar su caudal de conocimientos orníticos, pero no deja de ser alarmante el proceso en el que estoy sumido, que no es otro que el de convertirme en asesor mortuorio, en identificador de cadáveres sin el auxilio de la necropsia, desde luego siempre onerosa.
La esquina
Falta la lápida que atestigüe el evento cruel, intenso, premonitorio. Confluencia de la ronda de San Pedro con la rambla de Cataluña. Barcelona. Coctelería Milanos. Amo a esa mujer cubista durante una tarde y una madrugada. Consume combinados de variada calidad y acomete con movimientos basculantes la racionalidad de mis posturas de monja. Ella es bella en lo que permite: pelota de cabellos bien lavados, cuello algo instalado en la frontera del esternón y nariz típica del estornino canoso sastre. También, involuntario, anoto una tibieza casi sofocante de su seno turgente izquierdo enfundado en riqueza adamascada de las galerías Lafayette de la exclusiva calle Inspector de Adelantos Nuez Moncaya. Mas la dejé perder, una ocasión pintiparada que se esfumó; había algo en ella que no la hacía accesible, o era yo, que me perdía en tontas disquisiciones, como dije antes, actué de monja, pese a que Minerva me mostró la lengua.
La duda
Surge la duda ante un retrato a pluma estilográfica, un rostro de perfil quizá dibujado por el propio poeta a finales de los sesenta:
¿Quién es ella?
¿La violinista pelele?
¿El calamar colosal?
¿Aguaherrada, aquella en la que se ha apagado hierro candente?
¿Joyce Mansour?
¿Calavera?
¿La que siempre decía que estaba escribiendo?
¿La que hablaba de lo negro?
¿Minerva Zafiro?
¿Quién se convirtiera en plancton?
¿La transvirada?
¿Roger Federer?
¿Publicidad de crema Xhekpon?
¿Alguien de apellido «Plato»?
Ella me llama «Lero»
«No te pongas áspero, Lero». Esto es lo que hoy me ha dicho, casi suplicado. «Lero» soy yo, «Lero», como hipocorístico de «Lerín», descartado «Francisco» y sus hipocorísticos por su condición común. Mi selecta frau ha violentado la onomástica hasta conseguir un rótulo sorprendente para este maromo lascivo de ochenta y dos años; sí, achacoso y pobre, ante una princesa pubescente y rica… morganática unión.
Una cita
«Hay esperanza —le confesó una vez a Max Brod—, pero no para nosotros». Kafka pensaba que Dios era un demiurgo malvado, y el mundo, su pecado original. Morir es la única salida para esta pesadilla. «Nunca viviremos juntos, ni compartiremos juntos, cuerpo con cuerpo, la misma casa, ni nos sentaremos a la misma mesa, nunca, ni siquiera en la misma ciudad —le escribió Kafka a Milena— [pero] en lugar de vivir juntos, por lo menos podremos tendernos, felices, el uno junto al otro para morir».
La Reina Lagartija y Nervita Muyabrigada
En las ruinas del Castillo de Muelasgrandes vivía la Reina Lagartija. Una familia venida a menos que tenía su residencia en un agujero situado bajo la viga de la puerta de la cuadra. La Reina, sin embargo, conservaba detalles de su pasado esplendor; tonos verdosos en la piel y dieta exclusiva de chocolate suizo. Así, mientras otros miembros de la comunidad se alimentaban de moscas y mosquitos, la Reina recibía de los labios de los niños de Muelasgrandes la pastosa crema resultante de la masticación de las trufas Rohr. Pero ocurrió un gran desastre, la pobreza llegó al lugar y los niños debieron conformarse con los Huesitos de la tienda de la señora Dora. La Reina enfermó. Y alguien entonces habló de Nervita, una niña rica, culta y distinguida, aficionada al dulce de membrillo, al turrón de Jijona y a las mejores marcas de la bombonería europea. Pero Nervita vivía lejos. Y siempre tenía frío.
Epílogo
Como epílogo, un amargo incidente, una incompleta justificación de los motivos, aunque aquí solo se aporte uno, un motivo pobre que nos llevó al final, lapidario e infantil. La vida es así. Tanta pugna a lo largo de los años y ahora una explicación, que sé insuficiente, la única con la que cuento, en este otoño devastador.
Minerva era de rodillas adelantadas; quiero decir que, al caminar, y en especial si llevaba tacones, las choquezuelas iban dos palmos por delante de lo más prominente del busto. Nada que objetar —incluso pudo gustarme—, pero cierto día en que recorríamos la escollera de Alicante comprobé horrorizado que una barahúnda de chiquillos, y también algunas gaviotas y fumareles, imitaban con descaro los andares de mi amada. Rompimos, no hubo otra.