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Milagros, lo extraordinario y lo atroz

Milagros, lo extraordinario y lo atroz
Jesús caminando sobre las aguas, Gustave Doré, 1866

Este texto es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 46 «Rupturas»

El mundo está lleno de milagros. Vale, no de manera contrastada, pero lo está la Historia, la que se escribe en singular y con mayúsculas, hecha a base de las que van en plural y minúsculas, las particulares, y eso ya es suficiente como para que les cedamos, al menos, un pedacito de parcela. En cierto modo, la propia existencia del mundo es un tanto milagrosa, desde su versión genesíaca y desde la científica: un suceso extraordinario, del cual no somos capaces de seguir una línea narrativa coherente y lógica sin caer en las suposiciones ni rellenar los huecos por medio de ficciones más o menos apegadas al materialismo. Hacemos lo que podemos con lo que tenemos, es decir, con la razón, y con lo que sigue cuando esta alcanza su límite, momento en el que aparecen la fe y el miedo. Los milagros tienen mucho de ambos. 

De los milagros se ha dicho que son sucesos extraños para los que aún no se han encontrado las causas por la vía científica, fábulas, delirios o situaciones pasmosas que rompen con las leyes naturales, provenientes de Dios, dando sendos dolores de cabeza a teólogos y filósofos, porque ello implicaría que, o bien tales leyes no eran perfectas, o no eran inmutables, o que aquel que las dictó desde su propia interioridad es capaz de actuar en contra de ellas, que es lo mismo que decir que actúa en contra de sí, y, miren, que una paloma fecunde a una hembra humana sobrevolándole la cabeza, pase, pero por un creador contradictorio no pasamos. Es comprensible, sobre todo si tenemos en cuenta que los milagros han sido trending topic históricos en las épocas de mayor perplejidad y que su finalidad no era la de trastocar más el mundo, sino la de otorgarle de nuevo un orden, aprovechando el desconcierto (el del ambiente y el provocado por el portento) para rellenar el sinsentido de mensaje trascendente. 

Lo que a partir de la Edad Media se popularizó con el nombre de milagro, «porque nos “admiramos” cuando, viendo el efecto, ignoramos la causa» —en palabras de Tomás de Aquino—, preexiste a la idea de divinidad, surgida a rebufo de aquello que escapaba a lo esperable, a lo conocido. De ahí que, en los albores de nuestra historia, un eclipse o una lluvia en torrente fuesen tenidos por contingencias sobrenaturales. Siendo lo contingente el mayor disparador de la incertidumbre, ¿qué mejor manera de apaciguarla que dándole al hecho carácter de necesidad al incluir en la ecuación a uno o varios entes superiores, con un plan y unas funciones bien determinadas? Y de ahí también que, aunque un mayor conocimiento sobre el mundo disminuya dramáticamente el número de milagros, ello no desmienta ni a los anteriores ni su posibilidad de existencia. Lo de la necesidad, la interpretación libre y tal. Agustín de Hipona, filósofo hecho santo y testigo de lo admirable en Milán y Cartago, escribió sobre este asunto en el libro XXII de La ciudad de Dios

¿Por qué —replican— no se realizan ahora los milagros que decís fueron hechos antes? Podría responder que fueron necesarios antes de creer el mundo, precisamente para que creyera. Ahora bien, si alguno exige todavía prodigios para creer, en sí mismo tiene el prodigio de no creer cuando todo el mundo cree. 

Podría alguien interrumpirnos y quejarse de que sí, que muy bien, pero que aquello es del primer cuarto del siglo V, que ahora estamos en el futuro (en el de Agustín de Hipona, por lo menos), y que ha quedado demostrado que ni ovnis, ni milagros, ni gente que los espere. Ojalá ese alguien finalizase con un pequeñito hilo de voz que diga «¿no…?», porque nada más satisfactorio que colarse por las grietas de la duda; porque, efectivamente, no. A finales de 2023 pudimos ver a un grupo de gente en las inmediaciones de Ferraz rezando el rosario, y a una señora alegando que, si todos los españoles, los muy y mucho españoles, nos uníamos al rezo, no habría amnistía ni investidura, por la gracia de la Virgen y su hijo. Un mes antes se estrenaba en algunos cines de España El latido del cielo, documental dirigido por los hermanos José María y Borja Zavala, donde, en la primera parte, se relatan los milagros atribuidos a Carlo Acutis (fallecido con quince años, en 2019, y beatificado el 10 de octubre de 2020) y, en la segunda, los últimos prodigios eucarísticos, todos bastante similares entre sí, y, a su vez, idénticos al milagro de Lanciano del siglo VIII, esto es, un fenómeno en el que la transubstanciación pasó del gesto simbólico a una manifestación material: la hostia consagrada emanó sangre y carne, del corazón, específicamente. Hasta el grupo sanguíneo sabemos, porque los tiempos han cambiado y ni siquiera a los siervos del Altísimo les basta la sola fe: es un milagro porque lo ha verificado la ciencia. El 9 de octubre de 2023, Libertad Digital publicó una noticia que llevaba el siguiente rótulo por título: «El sobrino de Benayoun obró un milagro en su propia casa al matar a tres terroristas de Hamás». Quiten el complemento circunstancial de lugar, cambien la nacionalidad del enemigo, y tendrán el origen de los sucesos extraordinarios bíblicos.

Les suena el Éxodo, ¿verdad? Sí, lo de la conversión del agua en sangre, lo de las plagas, la peste del ganado, las úlceras y sarpullidos; lo de la lluvia de fuego y granizo, y las tinieblas; lo de la muerte de todos los primogénitos de Egipto que no fuesen el pueblo de Dios. Y ese mar Rojo partiéndose por la mitad para que crucen la pasarela los buenos y los malos mueran entre terribles sufrimientos que no importan a nadie.

En la entrada destinada a los milagros del Vocabulario de teología bíblica coordinado por Xavier Léon-Dufour, escribió Paul Ternant: «Los milagros, por encima del asombro que suscitan, tienden a provocar y confirmar la fe y sus armónicos: confianza, acción de gracias y memoria, humildad, obediencia, temor de Dios, esperanza. Ciegan a los que, como Faraón, no esperaban nada de un Dios desconocido». De pronto, vira el argumento hacia los exorcismos para completar la idea: «La liberación de los posesos es un caso privilegiado de esa victoria del “más fuerte” (Lc 11,22) que todos los milagros realizan a su manera». Fue así para los que quedaron arriba del montículo envuelto en aguas en el milagro de Empel en 1585, también para los israelíes tras la victoria de la guerra de los Seis Días en 1967…

A ver, no sabemos cómo decir esto sin herir a nadie. Desesperados, le hemos pedido ayuda incluso a ChatGPT y se ha negado a cooperar, así que lo vamos a soltar todo de golpe, sin rodeos: lo que hoy entendemos por terrorismo (término igualmente ambiguo, de reciente cuño) es, a grandes rasgos, la evolución secular del temor de Dios revelado en aquellos milagros, pero desde otra perspectiva. Recapitulamos: había un pueblo que tenía un Dios que hacía milagros para proteger a su gente y, por tanto, era la forma más efectiva, rápida y espectacular de impartir justicia. Era la Justicia y la Virtud, por tanto, la Verdad, y viceversa. En torno al siglo XVI se descubren algunas mentirijillas alrededor de este sistema, como que el mundo no se termina de acabar, que no somos tan especiales, ni estamos en el centro del Universo, ni este gira a nuestro son. Se duda, se llegan a unas conclusiones nuevas con la nada pomposa facultad de pensar, lo que da resultados asombrosos, bastante más inmediatos, predecibles y claros que los proporcionados por zarzas ardientes o santas transverberadas. Esa facultad, que lleva el nombre de Razón, se convierte en el garante supremo de la Verdad (a pesar de los esfuerzos de Descartes por guardarle el sitio a Dios), de la Virtud y de la Justicia, y, para colmo, se establece que es un sentido común. Lo establece Descartes al inicio del Discurso del método, publicado en 1637: 

el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él que aun los más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que más bien esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres.

Boom. Ilustración, Revolución francesa, el Terror, que proviene de esta misma Razón y que, como ella, es «justicia inmediata, severa, inflexible; es por tanto una emanación de la virtud», que dijo Robespierre en el discurso del 5 de febrero de 1794 y que seguramente les resultará familiar porque son las primeras líneas recitadas en la particular visión de Napoleón de Ridley Scott. La Razón, de pronto, muestra su cara chunga, pero no pasa nada, precisamente porque tiene cara, es de un ente concreto y mortal, sigue siendo mejor que aquel al que no vemos. Apenas una década después de ese discurso, un muchacho de treinta y siete años llamado George Wilhelm Friedrich Hegel publica un libro titulado Fenomenología del Espíritu, el cual, pasado otro siglo, será analizado por Alexandre Koyré, Alexandre Kojève y George Bataille en busca de indicios sobre el fin de la historia y la abolición del futuro. Estamos ya en los últimos coletazos del siglo XX: Francis Fukuyama se viene arriba y proclama sin pudor el fin de la historia. Y lo fue. Brevemente. Como lo fueron otros períodos históricos en los que la plácida sensación de estabilidad reinó y fue mentira. Duró desde el 9 de noviembre de 1989, con la caída del Muro de Berlín, hasta el 11 de septiembre de 2001, cuando lo atroz y lo extraordinario confabularon para despertarnos de una siesta larga propiciada por un liberalismo que se creía eterno, invicto vencedor. El crac se escuchó en todo el mundo. Occidente se sumió en un «¿qué ha pasao?» colectivo, y en la sensación de intemperie, de incertidumbre, de inseguridad que todavía no hemos sido capaces de reconstruir. Fue un suceso horrible, pero esa fractura en las expectativas de un futuro-repetición-del-presente manifestó otro sentido de la realidad. Lo explicó Žižek en Bienvenidos al desierto de lo real

era antes del hundimiento del World Trade Center cuando vivíamos en nuestra realidad, percibiendo los horrores del Tercer Mundo como algo que no formaba parte de nuestra realidad social, como algo que existía (para nosotros) en una aparición (espectral) en televisión. Y lo que sucedió el 11 de septiembre fue que esa aparición fantasmática entró en nuestra realidad. No se trata de que la realidad entrara en nuestra imagen: la imagen entró y rompió en pedazos nuestra realidad (es decir, las coordenadas simbólicas que determinan nuestra experiencia de la realidad).

Dicha explosión (junto con sus subsiguientes ecos siniestros) también hizo añicos a la Razón, exponiendo su cualidad de cogito quebrado, o herido, como una vez lo designase Ricoeur. Vulnerado y vulnerable. ¿Por qué? Porque nos atravesó la constatación de que no podíamos anticipar, ni tampoco controlar, el horizonte de lo posible, el cual creíamos acotado bajo una cúpula de cemento, hormigón, aglomeración humana y capital todopoderoso. Porque, pese a tener noticias del terrorismo en el ámbito nacional, con unas reivindicaciones políticas manifiestas, aquello era otra cosa, era algo que no se entendía (o ciertas potencias no querían que entendiésemos), un enemigo con mil rostros, y uno, deshumanizado, sin racionalidad: el Mal. Y el mal, aparentemente, ni tiene ni atiende a razones; sin embargo, se constituye en un puro aparecer que requiere infatigablemente su narración para ser asimilado, esperando así superar el pasmo, recomponer el (buen) sentido.

¿Saben qué pasó casi al par que los telediarios repetían una y otra vez el impacto de los aviones contra las Torres Gemelas? Sí, la declaración de guerra estadounidense, la invocación al artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte por parte de la OTAN, la «Operación Libertad Duradera», ¿y…? Correcto. Una multitud de titulares hablando de milagros: el hombre que sobrevivió dentro de un ascensor de la Torre Norte, el que «fue guiado por una presencia [angelical] que le indicó la ruta exacta por la que podría escapar» en la Torre Sur, las escaleras que se mantuvieron intactas, los bomberos que sobrevivieron tras cuatro horas atrapados entre escombros y que, además, rescataron a una mujer, y múltiples casos de personas, grupos enteros (como la banda de la Esperanza de Triana), salvadas por haberse quedado dormidas antes de acudir a las Torres. 

Lo más urgente, una vez aplacado el fuego, era recuperar el «privilegio de los más fuertes», la categoría de sujetos exaltados que llevábamos ostentando toda la historia, humillados después del estruendo. Quedó abierta la veda para justificar una nueva fuerza bruta y una fe que diseminaba a la Razón —otra vez— en razones inescrutables, provenientes de un algo más grande, más sabio, más seguro, que pusiese orden y nos protegiese (a los de este lado del mapa, claro). Y, como pocas cosas hay más grandes y desconocidas que el Universo, se volcaron ahí muchas de las esperanzas, agenciándole un don supremo de la oportunidad (divine timing, lo llaman), una bondad supina, una atención descomunal a los deseos de cada una de sus criaturas, las cuales volvíamos a estar en el centro.

No es extraño, por tanto, que nos llegue desde TikTok una corriente de pensamiento mágico (una más) bautizada con el nombre de Burnt Toast Theory, la cual postula que, si se te queman las tostadas o no te despiertas cuando suena el despertador, no debes frustrarte, sino confiar, confiar y agradecer, porque es el Cosmos manteniéndote a salvo de todos los peligros que nos acechan. Es un prodigio cotidiano seguido de otro, confeccionados a la medida de cada cual, igual que los vividos por Andreas Kartak en La leyenda del santo bebedor

El mundo está lleno de milagros, dijimos al comienzo, porque también lo está de horrores y resquebrajamientos de la razón.

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Un comentario

  1. El último párrafo me trae a la memoria un artículo de años atrás en el que resaltaban la finalidad del universo poniendo como evidencia a un trabajador de las Torres Gemelas que salvó la vida el 11/09/01 por un despertador defectuoso.
    Del mismo texto se sacaba la conclusión de que el absentismo laboral era beneficioso…

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