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‘Manos de trapo’, de María Regla Prieto

Manos de trapo, de María Regla Prieto. Imagen Editorial Renacimiento.
Manos de trapo, de María Regla Prieto. Imagen Editorial Renacimiento.

Durante una hartura de años, María Regla Prieto y Salvador Daza han estado practicando la apnea erudita y de esas largas inmersiones en archivos de todas las diócesis de la península emergieron con una andanada de libros que por ponerse poéticos uno no podría sino calificar de flipantes. Todos ellos dedicados a la figura, no lo suficientemente valorada ni literaria ni cinematográficamente, del clérigo homicida. Se me dirá que El nombre de la rosa agotó el arquetipo: qué va. Además, aquello era una fantasía erudita de Umberto Eco y los casos que recopilaban Daza & Prieto eran estrictamente reales, por lo que no necesitaban ni siquiera de la verosimilitud: iban directos de los archivos escondidos por los años a sus libros delicadamente ignorados. La cantidad de casos que reunían de sotanas ensangrentadas y crucifijos asesinos, que muy a menudo no padecían la menor sanción, demuestra entre otras cosas que por muy volada que sea una fantasía dedicada al terror, la realidad siempre se las arregla para superarla. Está uno convencido de que no puede haber literatura más realista que la fantástica porque para demostrar que está hablando de otros mundos o de hechos supranaturales las referencias a la realidad de la que se separan o a la que multiplican son tan constantes que en las obras realistas no necesitan darse, asentadas como están en el mismo mundo del lector: en una novela realista sale una lechuga y quien escribe no tiene que dar más explicaciones sobre ella, pero sale en una novela fantástica y la descripción que se hace se fuerza en ser minuciosa para que resulte convincente cuando entre las hojas de la lechuga comparezca el bichito venido de otro mundo que regado con agua se convierta en un exterminador de niños. Por eso Stephen King necesita ser más realista que Pérez Galdós, porque el segundo no tiene que dar explicaciones de hechos que se salen de cualquier explicación racional y el primero está obligado a ello. Fíjense en las descripciones que se hacen de las casas en las novelas fantásticas: son acumulaciones de detalles necesarias para que funcione el susto que nos aguarda. En las novelas de Balzac o Zola basta con decir que en el piso donde acontecen los hechos, semejante al que habita el lector, vivían cuatro personas. 

Naturalmente la fantasía pertenece a la realidad como Suiza pertenece a Europa: no es una cuestión política sino geográfica. Fuera de la realidad, ya me dirás qué fantasía va a caber. Por eso, esos libros de erudición de Prieto y Daza —Sangre en la sotana, Lucifer con hábito y sotana, De la santidad al crimen— son tan fascinantes y no se comprende que no hayan servido aún para hacer una serie: historian horrores y abusos reales —y aun así fantásticos— que además trajeron a lo largo de los siglos —del XVI al XIX— una interesante pugna jurídica, pues al ser los homicidas (auténticos tarados unos, simples monstruos otros) miembros del clero se protegían en una jurisdicción que esquivaba la civil, resultando bastante común que por no echarse culpas encima la empresa a la que pertenecían y los juzgaba, decidiera no culparlos para no quedar salpicada ella misma. 

Además de esos libros en colaboración, María Regla Prieto ha ido construyendo su mundo narrativo del que la última pieza es Manos de trapo, recién publicada con una indicación en cubierta de haber sido finalista del último premio Nadal. Voy a correr a leerme el premio Nadal de este año porque si la novela ganadora es mejor que esta, sin duda que estaremos ante una obra maestra. Llama la atención, sin embargo, que la editorial que saca la novela finalista no es la misma que convocaba el premio, de donde debe entenderse que a esta, a Destino, no le interesara lo suficiente como para darle a conocer. Al mundo editorial español no hay quien lo entienda. Nos hace falta un Iker Jiménez que explique algunos de sus misterios.

María Regla Prieto se las ha arreglado para escribir en Manos de trapo una espléndida historia de fantasmas sin fantasmas, una novela de terror sin terror, una canción de amor donde no hay una caricia aunque sí unos cuantos brotes de sensualidad pudorosa. Por no haber no hay ni nombres propios. Ella es ella, la protagonista y primera narradora, y él «el anciano», que recogerá el relevo de la voz en la segunda parte. El anciano vive en un caserón de toneleros del siglo XVIII que la especulación inmobiliaria quiere cargarse. Ella, que apenas tiene veintitantos años, huye de un matrimonio perfecto de puertas para fuera que de puertas para dentro es más marcial que Corea del Norte. Decide esconderse en la buhardilla de la casa que habita el anciano y así se pone en marcha la máquina del cuento que nos tiene atrapados página a página mediante una prosa limpia y seductora. 

Decía Pla que no tenía más remedio que considerar cretina a cualquier persona que después de los cuarenta años aún leyera novelas. La frase tiene su lado bueno: cualquiera novela que consiga raptarnos, nos convierte en gente de menos de cuarenta años. Lo digo porque leyendo la novela de María Regla Prieto se ha acordado uno de entonces, de antes de los cuarenta, cuando en efecto se embebía uno en novelas y se quedaba atrapado en ellas y estaba deseando dejar de hacer lo que tuviera que hacer para regresar a la novela que andaba leyendo —como si en ella estuviera el mundo iluminado, o al menos, hubiera más verdad que en el mundo donde se desenvolvían nuestros pasos, esa realidad abotargada que tanto le gustaba a Pla, tan llena de tertulias cansinas y nombres propios, conspiraciones de mesa camilla y generalidades jibarizadas en opiniones, hay que hacer esto y lo otro para arreglar las cosas, hay que ver lo que se le ha ocurrido al prenda de Fulano, quién coño confía en Mengano. En fin, las naves en llamas y los rayos gamma de la vulgar realidad contra las que, en efecto, quizá las buenas novelas nos rejuvenecen (aunque para Pla, que fue viejo desde los dieciocho años, rejuvenecerse era una cretinez y, tramposo como era, no iba a admitir nunca jamás que su obra maestra era una novela realizada mediante el mecanismo de simular un diario de juventud después de los sesenta años haciéndolo pasar por verdadero).

Las buenas novelas suelen desarrollarse con una naturalidad que disuelve lo extraordinario en lo cotidiano: así sucede en la novela de María Regla Prieto. La muchacha, escondida en la buhardilla del caserón del XVIII donde vive un anciano solitario, vigila las rutinas de este creyéndose a salvo y sin saber qué va a hacer cuando tenga que salir de su escondite. No sabe que el anciano sabe. Para potenciar su relato la autora utiliza el recurso de las dos voces, pero estrictamente repartidas: primero habla ella, después hablará él, finalmente hay un capítulo titulado «Nosotros» donde todo se resuelve. En el camino, se han puesto en comunicación dos abismos, dos soledades, en un mundo aterrador del que solo cabe defenderse huyendo, haciendo una especie de corte de mangas que venga a significar: ahí os quedáis con vuestra mierda, que la disfrutéis todo lo que podáis. La novela es, además, creo, muy cinematográfica, aunque esto puede decirse de todas las novelas que estén escritas con intensidad y limpieza: acaban proyectando en la pantalla de la mente del lector las jugadas mediante las que van evolucionando historia y personajes, convirtiendo al lector en productor del largometraje. 

No tengo idea de cuánto le habrá servido a María Regla Prieto la apnea erudita gracias a la cual se pasó años y volúmenes rescatando de archivos las historias criminales de clérigos y sotanas, pero a la manera de Stendhal, que, según le contaba a Balzac en carta famosa,  leía a menudo el Código Civil porque encontraba que no había prosa más beneficiosa para un narrador, se diría que en esos legajos Prieto aprendió que para la creación de personajes y tramas, nada como acudir a la sustancia, retratar la extrañeza con la pericia de quien no se extraña de nada y alcanzar la intensidad mediante el método de ir desgranando los hechos sin redobles de tambor ni sustos gratuitos. Así ha compuesto una novela extraordinaria que, ya digo, si resultó finalista del premio Nadal debe ser porque la novela ganadora es una obra maestra en la que me dispongo a sumergirme para seguir ejerciendo, contra los Pla de este mundo, uno de esos ejercicios que permiten mantenerse jóvenes: leer buenas novelas. 

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