Lo primero que llama la atención inevitablemente es el título del libro: Cuentos telúricos. Dan ganas de tener una memoria portentosa y recuperar el día, quién sabe si de la adolescencia o de la infancia, en que la palabra telúrico entró en nuestras vidas ampliando nuestro vocabulario después de una visita al diccionario. No creo que fuera en una retransmisión deportiva: «el juego del Deportivo de La Coruña está siendo demasiado telúrico en estos minutos finales del partido», quizá fuese en una tertulia entre amigos en el parque de los atardeceres al decir uno que si pudiera se metería bajo tierra con tal de no ir al examen de Química y otro, el amigo culto, le reprendió: «no te pongas telúrico que no te pega nada». En cualquier caso, luego ha visto uno esa palabra pronunciada en ámbitos académicos y cultos, referida las más de las veces a actuaciones musicales que se pretendían jondas, porque el mundo del flamenco se presta mucho a lo telúrico, y también la ha visto en noticias un poco exóticas que hablaban de ritos en el medio de un bosque donde un gurú convocaba a sus seguidores a ejercicios telúricos ayudados por setas alucinógenas o sapos recién llegados de desiertos mexicanos. Así que antes de empezar a leer los cuentos telúricos del libro uno, naturalmente, se esperaba lo peor, no porque los adentros de la tierra le parezcan un lugar poco confortable y lo que sale de ahí sea siempre un poco catastrófico, en forma de lengua de lava o de ejército de bichos, sino porque el adjetivo ya viene contaminado con una carga que, por muy del griego que venga, no lo favorece.
Por suerte la sensación dura poco y al primer cuento o al segundo ya ha conseguido el autor, Rodrigo Cortés, que nos reconciliemos con lo telúrico, ya le ha dado una dimensión distinta, lo ha situado en una zona más acogedora con mucha razón además, y siguiendo una lógica aplastante, pues si lo telúrico es lo relativo a la tierra y somos parte de la tierra, todo lo que nos concierna será por fuerza telúrico, y la fantasía no tiene más remedio que ser tan telúrica como la realidad y el absurdo no puede de ningún modo ser menos telúrico que la rutina, en el caso de que lo rutinario no sea ya por sí mismo suficientemente absurdo.
La mera enumeración de un pequeño elenco de personajes que aquí comparecen puede prestar idea de lo que el autor se trae entre manos: hay un mago pero de los de verdad, nada de trucos, y un monte que crece de manera imperceptible con los recuerdos de verano que olvidarán quienes los protagonizaron; hay una familia en la playa y de repente un pulpo descomunal que irrumpe en la mente de un niño o en el paisaje porque paisaje y mente puede que sean lo mismo momentáneamente, hay un hombre gordo que quiere comerse un donut o seis, no es que quiera, es que necesita comerse un donut o seis en un pueblo donde hay un solo cajero automático pero tiene también el inconveniente de aparecerse cada tantos años y luego borrarse, y una mujer del tiempo, una meteoróloga, en un mundo en el que se evalúa a los meteorólogos no por su capacidad para predecir el clima sino por sus facultades para cambiarlo, hay un autor que se atreve a ir a ver a un funcionario del Ministerio de Cultura —esto sí que es fantasía— para pedirle una subvención, y un crítico que asiste a un estreno con su boli linterna y nota una pequeña sacudida, y sale hasta Albert Einstein explicándole a su mujer las dobleces del tiempo que le permiten entender que presente, pasado y futuro son convenciones y el sabio le escribe un fandango a su mujer, ¡un fandango!, y hay un niño que se come a un cura —no sé si esto es spoiler, ¿si se cuenta el final de un cuento sin contar lo que viene antes puede hablarse de spoiler? Da igual, estoy muy a favor de los spoilers, pensar que porque digo que don Quijote muere en la cama recuperada la personalidad del hidalgo me estoy cargando las mil quinientas páginas del Quijote es tener en muy poco la fuerza de un texto. Un texto que no aguanta un spoiler es menos telúrico que el juego del Deportivo de La Coruña en los minutos finales de aquel partido de mi infancia—.
Cada uno de estos cuentos es un vagón de una montaña rusa donde hay cuestas empinadísimas y descensos brutales (seguro que el autor sabe que los rusos no la llaman montaña rusa a la montaña rusa, sino montaña americana porque los rusos no llaman ruso a casi nada ruso, claro, a la ensaladilla rusa por ejemplo la llaman guarnición y a la invasión de un país vecino operación local sin anestesia). Los cuentos aquí enlazados van componiendo una imagen entusiasmada del mundo donde lo maravilloso y lo siniestro se saludan de lejos como viejos conocidos, donde de repente un relámpago de lirismo ilumina la bóveda de un relato en el que si algo no esperábamos era precisamente un relámpago de lirismo, donde hay animales que hablan del paraíso y hay infiernos a la vuelta de la esquina. La cosa es que cuando uno empieza uno de estos relatos no solo no tiene la menor idea de adónde lo van a llevar, sino que también es sacudido por la impresión de que el encargado de llevarnos a través de personajes y tramas tampoco sabe muy bien adónde vamos, aunque por lo menos sabe que lo importante es ir, porque mientras vayamos yendo no perderemos la esperanza de que en cualquier parte nos aguarde el asombro de lo inesperado. Esperar lo inesperado, eso es lo que consigue cada una de estas piezas trenzadas en un puzle donde prácticamente se agotan los recursos y herramientas con los que se componen los cuentos —hay microrrelatos que compendian vidas enteras y relatos que se acercan a la novela breve, hay un cuento epistolar, algunas fábulas y una contrafábula genial—, escapando de todo decálogo que exija de los cuentos un montón de reglas que yo no sé de dónde se han sacado los cuentistas tantísimas reglas que parecen más bien registradores de la propiedad, que si un cuento debe contar dos historias, que si la punta de un iceberg, que si no debe sobrar ni un adjetivo, que si una esfera, que si en el primer párrafo aparece un rifle en el último ese rifle debe ser el arma con la que se mate a alguien, como si un cuento no pudiera protagonizarlo un sheriff que tiene el rifle encima de la mesa y no va a disparar a nadie en todo el cuento. Hay aquí ingenio a raudales, hay momentos de intensidad poética, hay humor, mucho humor, pero mucho mucho, hay algún susto, hay anotaciones al margen o en el propio texto que se corrige a sí mismo o duda entre una palabra y otra, hay fábulas, hay diálogos vertiginosos, no hay moralejas ni se las echa de menos. Hay, sobre todo, una libertad edificadora, porque para eso libre y libro son vecinos.
Por ponerse un poco estupendos cabría preguntarse de dónde sale el autor de estos Cuentos telúricos. Dado que se inscribe en la literatura española y la literatura española como todo el mundo sabe está marcada por el signo del realismo, se diría que por muy telúrico que quiera aparentar ser es más bien un marciano. Pero eso se debe a un malentendido que hace falta estudiar con más detenimiento y menos tópicos (hasta Dámaso Alonso lo estudió en un ensayo que se proponía desmentir la preponderancia del realismo en nuestra literatura). Es curioso que siendo nuestro personaje más afamado un hidalgo que se vuelve loco de tanto leer ficciones, sigamos apegados a la tradición del realismo. Pero es que no es verdad, porque en nuestra literatura nunca faltaron las voces que ampliaran la realidad mediante la fantasía o el absurdo. En uno de estos cuentos telúricos una compañía de teatro representa una obra y para designar sus predilecciones se habla de Jardiel y de Mihura. La conversación del escritor que va a pedir una subvención al Ministerio podría haberla escrito Mihura o por lo menos la hubiera podido aprobar complacido de que sus lecciones hayan tenido tan buenos discípulos. Las leyendas de Bécquer, casi todo Cunqueiro, el interminable Cofre de sándalo de Valle Inclán, muchísimos microrrelatos de Gómez de la Serna, desde luego El bosque animado de Wenceslao Fernández Flórez cuyo primer capítulo es una cima de la literatura que yo siempre recomiendo, el Olvidado rey Gudú de Ana María Matute, los cuentos pop que a mediados de los sesenta escribió Gonzalo Suárez y que naturalmente fueron exquisitamente desdeñados en tiempos de realismo social: Rodrigo Cortés, tan personal, tan reconocible, se inscribe en una tradición que está llena de marcianos telúricos como él, gente libre capacitada, aún, para que esperemos encontrar en unas páginas la iluminación de lo inesperado. Y esto por quedarme solo en lo nacional, el autor pertenece a una generación donde lo transnacional forma parte de su tradición de lector y los chavales podían descubrir la dicha de la literatura antes en Salinger o Bukowski o Stephen King o Herman Hesse que en Aldecoa o Cela o Benet.
Termino ya abundando en esto. A menudo en literatura se considera algo así como el podio de los halagos que se diga de alguien que tiene un mundo propio: a mí me parece una bagatela. Lo importante no es tener un mundo propio, cosa que está al alcance de cualquiera, sino que el mundo propio que has construido diga algo del mundo de los otros, les permita reconocerse, iluminarlos, alegrarlos, divertirlos, emocionarlos. Para tener un mundo propio basta con acotar un mundo cualquiera y ceñirse a él: si digo, voy a escribir cuentos y novelas y obras de teatro protagonizadas solo por gusanos, ya está, ya tienes un mundo propio, en el caso de que a algún autor japonés no se le haya ocurrido antes, que lo dudo. Un pintor pinta figuras de gordos y ya tiene un mundo propio. Está bien, no digo que no, pero no es lo que importa. Lo que importa es que ese mundo que otro ha construido con sus iluminaciones, sus fantasías, sus experiencias, sus desasosiegos, sus alegrías, consiga atraerte porque de alguna manera también hay algo tuyo ahí, algo que no vas a encontrar en ninguna otra parte. Importar, no sé si sale en el Verbolario, es decir, traer de fuera, en este caso de un libro, aquello que no puedes producir por tus propios medios. Y eso es lo que consiguen estos Cuentos telúricos y por eso es un libro importante.
Un texto tan bello sólo puede estar inspirado por un texto verdadero. Busco ese libro ya.
Me han enviado este artículo, si es que es un artículo, o reseña, si es que una reseña, o carta de amor a un libro, si es que es eso, desde tres sitios distintos. Y digo, bravo. A Juan Bonilla, a Rodrigo Cortés, a Cuentos Telúricos (what a ride!) y a todos los escritores libres y bellos que se atreven a serlo.
Juan Bonilla vuelve a convertir en literatura una reseña, además de despertarme todas las ganas del mundo de saber cómo del Dépor es Rodrigo Cortés (por cómo suena todo, parece que juega de maravilla, ya estoy salivando).
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