Vestido con jersey de pico sobre camisa blanca, un hombre de pelo oscuro y facciones acusadas sube al escenario. Va a estrenar una canción de su amigo Boris Vian, escritor y trompetista. Aunque él no lo sabrá hasta el día siguiente, es una fecha importante en la historia colonial europea porque aquel 7 de mayo de 1954 el ejército francés pierde una batalla decisiva en su guerra para mantener sus posesiones en Indochina. Sobra decir que un poema sobre un joven pacifista que huye del reclutamiento cae en la sala como una bomba.
«Le déserteur» había nacido en el mantel de un restaurante. En cuanto consiguió completar la letra, Vian —que todavía no se había decidido a cantar— la ofrece a todos los cantantes que conoce, pero nadie se atreve a interpretarla. Hijo de una católica y de un musulmán de la etnia cabil y siempre comprometido con las ideas izquierdistas, Marcel Mouloudji (16-9-1922/14-6-1994) acepta su propuesta, pero, pacifista acérrimo, pide cambiar unas frases. «Eres tú quien canta, haz lo que quieras», dijo Vian. En verano, Mouloudji la grabará en disco para el sello Philips. La derrota francesa convirtió esta canción en un agravio para la nación. Prohibida inmediatamente después de su primera retransmisión radiofónica, se retiran de las tiendas hasta las partituras. No olvidemos que, después del desastre de Indochina, Francia se ve envuelta en otra guerra colonial, ahora en Argelia. De hecho, hasta que esta no termina —con otra derrota— en 1962, no se levantará la prohibición, pero los soldados embarcan en Marsella cantando «les guerres sont des bêtises».
Junto a esa versión original de «Le déserteur», Marcel Mouloudji es el creador de «Comme un p’tit coquelicot», un espeluznante y bellísimo drama pasional, y de «La complainte des infidèles», un perturbador valse mussette. Y, con letra propia, «Un jour tu verras» de la que se han hecho infinidad de versiones. Canciones de una espectacular fuerza emotiva, interpretadas por una voz única y una técnica especialísima. Considerado uno de los iniciadores de la canción engagée, la infancia de Mouloudji se había desarrollado en los barrios pobres de la capital francesa. Su padre, llegado de Argelia, era albañil y su madre, bretona, trabajaba limpiando casas. Él y su hermano cantaban por las calles para ayudar en casa. Descubierto como niño prodigio para el cine, su carrera musical empezó como complemento de la cinematográfica. A sus catorce años, Marcel Mouloudji lamentaba no tener edad para unirse a las Brigadas Internacionales y luchar contra el fascismo en nuestra guerra civil.
«Les merveilleux dimanches», elegida para este Parolier por su contenido social y seguramente autobiográfico, es una de las canciones de las que él mismo es autor de la letra y compositor de la música. Un pequeño homenaje en el trigésimo aniversario de su fallecimiento. Editada por Disques Vogue en 1962 con otras tres canciones también de la autoría del propio Mouloudji, tiene acompañamiento orquestal de Daniel White. Director hiperactivo, White es, entre otros muchísimos trabajos, autor de bandas sonoras para films de Jess Franco: desde Drácula contra Frankenstein o Los amantes de la isla del diablo hasta Killer Barbies y Killer Barbies vs. Drácula. En apariencia una canción nostálgica, «Les merveilleux dimanches» incluye, a través de su descripción del ocio en los barrios parisinos, una clara denuncia de la pobreza. Marcel Mouloudji recuerda sus diez años, una edad en la que un niño ya es capaz de captar la realidad y, en este caso, de ponerla en solfa, de fijarse en la pobreza, la ingenuidad y, ¿por qué no?, el conformismo de las clases populares.
«Les merveilleux dimanches» repite seis veces las mismas seis frases musicales sin estribillo ni puente como los romances tradicionales. Casi todos los versos llevan una segunda parte explicativa o informativa. El bloque de los doce primeros sirve de presentación a las personas y lugares. Las estrofas siguientes nos narran diferentes momentos de un domingo de asueto en el que divertirse no había de costar un céntimo. Serían puramente descriptivas y realistas si no estuvieran salpimentadas por una cruel ironía y pequeñas pinceladas poéticas. Difícil dilucidar si Mouloudji añora o lamenta los domingos de su infancia.
«Ah! Qu’était bon le temps où j’avais mes dix ans!». «¡Ah! ¡Qué buenos tiempos cuando yo tenía diez años!», Marcel Mouloudji, que ya tiene cuarenta cuando escribe la canción, empieza idealizando sus recuerdos con un improbable y trágico sistema de medir el tiempo: «Hace ya muchas guerras, hace ya mucho tiempo». Habla de sus padres, figuras protectoras para un niño, aunque por entonces su madre ha sido ingresada en el hospital siquiátrico. Y continúa con unos versos que quizás hoy día nadie se atrevería a escribir en una canción: «una novia con ojos de claro de luna de ocho años y medio. Castos como imágenes, nos besábamos de tal manera que todavía vuelvo a sentir estrellas en mis labios». La tradicional sexualización de la infancia que en 1962 se debía considerar tan encantadora que merecía incluso la poesía de los ojos color claro de luna y las estrellas en los labios.
La segunda estrofa nos describe los escenarios callejeros y sus pobladores con, otra vez, el toque poético idealizador. «En la callejuela rubia manchada de chistes» nos habla seguramente de la luz dorada del sol y de la vida vecinal compartiendo humoradas posiblemente desvergonzadas. Pero inmediatamente nos cuenta que «los días de cobro eran días de libación»: curiosa elección de un término culto como eufemismo de borrachera y alcoholismo, la fórmula de escape de quienes no tienen una vida satisfactoria, ni dinero para huir de ella. De nuevo la sutil denuncia de la miseria y el embrutecimiento al que se ven condenadas las clases trabajadoras. Luego nos habla de la noche del sábado de fiesta incendiaria que se prolonga toda la semana. ¿Resaca? ¿Anticipación? ¿Escapismo? Por fin, nos lleva a ver a los viejos en el parque criticando y jugando a las cartas: la vejez se equipara a una triste inutilidad. Su retrato es cruel, escupen bacilos contagiosos y hablan de los muertos. Un adiós a la vida grotesco y aburrido. Por cierto que Marcel Mouloudji les deja en las Buttes-Chaumont, parque construido, según la Wiki, sobre los vertederos malolientes del matadero.
Las diversiones y placeres accesibles a las familias trabajadoras en aquellos años treinta del siglo XX se describen a continuación. Y, en contraste con el retrato que hace de los viejos achacosos, aquí aparece la higiene como celebración. «El domingo íbamos a lavarnos en familia, a frotar colectivamente nuestra roña proletaria»: ir a los baños públicos cuando en las casas no había cuarto de baño podía ser para los críos una fiesta. Según la canción era una especie de liturgia semanal donde lo íntimo se convertía en colectivo. Elije la palabra «frotar» en una clara y curiosa visión peyorativa, dándonos a entender que se trata de una suciedad recalcitrante que necesita gran esfuerzo para desparecer. Una estrafalaria pero dolorosa conciencia de clase.
«Cantábamos a grito pelado entre vapores azulados» continúa y nos hace sentir relajados, despreocupados y libres gracias al chorro de agua y la pastilla de jabón: «¡Ah, qué bien sentaba cantar de ducha en ducha!», frase que, si prestamos atención, nos enfrenta de nuevo con la miseria de la gente que solo puede permitirse lavarse y cantar una vez por semana. El resto de los días, solo trabajo y supervivencia: tristeza, derrota, abatimiento y suciedad. Pero lo que cantan muestra la necesidad de huir de la realidad y de hallar una vía de escape; son canciones sobre lugares exóticos como «¡Oh Córcega, isla de amor!», «Adiós Hawái» o «La barcaza que pasa» que connotan viajes, aventuras, romanticismo y libertad. Finalmente se burla de la más frívola: «Tchi tchi» —un simpe aviso de la llegada del amor— que el cantante define en broma como immortel. Cuatro títulos que nos dan una clave cronológica exacta dado que pertenecen todos al repertorio de Tino Rossi, precisamente un corso con voz de oro considerado Le roi des chanteurs de charme en la década de los treinta. El ritual de limpieza ha brindado nueva vida a la familia protagonista de la canción que salen de los baños oliendo a limpio, orgullosos y despreocupados. «On promenait farauds nos odeurs de savon».
Un detalle dominical inevitable, el culto religioso entones socialmente obligatorio: la salvación eterna unida a la opresión. «De la iglesia salían, color granadina, Biblia en mano, niñitas maliciosas». La imagen del rojo brillante de la granadina, refresco dulce que se diluye en agua fría, es una manera de reflejar la alegría del día de fiesta, de la limpieza y también de la santidad y puede referirse tanto a las vidrieras coloristas de la iglesia como a los vestidos domingueros de las niñas. El narrador, ese Marcel Mouloudji infantil del pasado, las ve a la vez santas, en la iglesia con sus biblias, y descaradas con sus colores vivos. La combinación de una visión irónica y un realismo detallista continúa cuando vemos que los padres abrazan a sus niñas en un contraste negro y blanco de cariño y control: «Serrées par leurs parents en bouquet noir et blanc». La falta de color de los convencionalismos familiares contrasta con las alegres campanas que resuenan sobre los tejados. Un sencillo detalle poético que sin embargo revela como la Iglesia domina la ciudad.
En la tercera parte, reaparece la muerte de una forma inusual: «Íbamos al cementerio a pasar la tarde», llanamente presenta una diversión gratuita para los pobres con una chocante utilización de la morada final para el entretenimiento y relax. «Era el lugar más tranquilo y también el más saludable»: de un modo sutil Mouloudji denuncia otra vez la pobre calidad de vida en los barrios populares. El cementerio es un entorno acogedor y familiar donde los visitantes domingueros se reencuentran con los viejos conocidos silenciosos ya en sus tumbas. Pero también: «Hacíamos nuevas amistades, comíamos alegremente en la avenida de los Niños Buenos», un picnic encantador entre muertos y vivos: reponer fuerzas, disfrutar, celebrar la vida entre tumbas infantiles y guardias que rezan.
«Por la noche íbamos al cine para cultivarnos», vuelve la ironía en la confusión voluntaria del término «cultivar» con el entretenimiento y la huida de la realidad que puede significar una sesión de cine. Entramos en el mundo de los mitos del celuloide. Los nombres de los cines son, o burlescos, como el Cocorico (onomatopeya francesa del canto del gallo), o exóticos, como el Jardin d’Allah. De nuevo tenemos referencias cronológicas: «A veces actuaba Mae West, a veces era Fairbanks», actores que rodaron sus primeros papeles protagonistas en 1932 y 28 respectivamente. Pero, ¡sorpresa!, aquel niño de familia trabajadora afirma que el cine «nos maravillaba tanto como el polvo blanco». La heroína era la droga de más consumo en los ambientes bohemios y artísticos del París de los años treinta. ¿Sabe el niño de qué está hablando? ¿Repite rutinario cosas que ha oído? ¿A qué otro polvo blanco puede referirse? ¿Cal, talco, harina, azúcar?
A la salida, los adultos, antes de enfrentarse a las penalidades de una nueva semana, se esfuerzan en alargar el sueño cinematográfico: «papá peleaba y mamá sollozaba», dice consolidando los roles familiares de la sociedad tradiciona. El padre, motivado por el mundo de fantasía de la pantalla, imita las peleas de los actores. En cambio, la madre, se deja llevar por el sentimentalismo. El juego frente a las emociones.
Como broche final, el último verso asegura: «Me acordaré siempre de aquellos domingos maravillosos». Y el lector y oyente se pregunta: ¿cómo se podría olvidar de todo esto?
Como siempre magnífica la sección de Patricia Godes. Va más allá del periodismo musical, sabe conjugar lo social, lo cultural , lo histórico …..Entretiene, ilustra, divierte….Es genial