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La URSS en el dobladillo del pantalón

Es 1966. La URSS se convierte en el primer país en hacer llegar una sonda espacial hasta la Luna y traerla de vuelta con éxito. Los soviéticos ponen perros en órbita (Washington prefiere los monos), rompen relaciones con China, exigen a los estadounidenses que se larguen de Vietnam… Es en mitad de ese estertor cósmico cuando Hanna Krall, periodista polaca, aterriza en Moscú para quedarse. Antes de volar se ha puesto en contacto con el jefe de Internacional de Polytika —un semanal polaco que aún aguanta en los kioskos— para ofrecerle reportajes desde la URSS. «Se mostraron medianamente encantados», recordará Krall en una entrevista. Al fin y al cabo, Polonia no deja de ser un satélite en la órbita soviética: la censura es férrea y todo apunta a que la apuesta periodística de Krall se reducirá al aburrimiento más atroz. Pues no. La polaca pasará tres años enviando crónicas desde la URSS «nunca vistas en Polonia». Es lo que le dicen en la redacción.  

Al este del Arbat, de Hanna Krall. Imagen La Caja Books. URSS
Al este del Arbat, de Hanna Krall. Imagen La Caja Books.

Puede que a muchos amantes de la crónica periodística ni les suene su nombre, pero Hanna Krall es tan conocida en Polonia como el propio Ryszard Kapuściński. Superviviente del Holocausto (rescatistas polacos la escondieron de los nazis), ha dedicado la mayor parte de su obra a documentar la Shoá, pero su obra sigue siendo vastísima y poliédrica. Podríamos decir que esta mujer hoy nonagenaria inventó un nuevo género: el del reportaje soviético que consigue pasar el corte de la censura, el que sortea ese cerco sin que el lector se sienta estafado ni la autora avergonzada. Como subraya en el prólogo Mavriusz Szczygiel, reconocido periodista polaco, Al este del Arbat no se debe leer hoy como un libro sobre la Unión Soviética: es un libro sobre cómo escribir sobre la Unión Soviética.

Hanna Krall lo consigue como quien contrabandea, valiéndose de maletas de doble fondo o, más sutil aún, del dobladillo del pantalón. Nunca tropieza con un lirismo que podría arruinar la historia deslocalizándola: sus protagonistas tienen nombres y apellidos, lo mismo que las aldeas que habitan o esas calles a las que se asoman desde desconchadas krushevkas. No las hay, no obstante, en Akademgorodok, donde uno de cada tres adultos es científico y todos tienen ingresos superiores a la media y pisos más espaciosos. Dicen los sociólogos soviéticos que en la ciudad de la ciencia no hay ni preocupaciones materiales ni vínculos familiares forzados. Pero la insatisfacción es la norma. Entre otras pistas, lo sabemos por el éxito que, relata la autora, tuvo la proyección de Lluvia de julio, una película soviética sobre encuentros humanos vacíos que causó sensación en la ciudad de los científicos. En sus antípodas estaría Vershina, una aldea perdida en la taiga siberiana a la que se puede ir en autobús a diario, «excepto cuando llueve, cuando se acumula la nieve o el barro primaveral u otoñal, o cuando el camino se llena de baches tras la lluvia, el barro y la nieve» (no vaya a ser que la gente piense que las carreteras siberianas son impracticables). Krall no solo consigue llegar, sino también encontrarse allí con una pequeña comunidad polaca que sobrevivió al exterminio de sus compatriotas en suelo soviético en 1937 (más de cien mil). No se esconden porque nadie les persigue, ni mucho menos: si hasta tienen toda la leña gratis que puedan talar, si hasta los nombres de los perros son polacos. Pero casi nadie sabe leer, y todos se mueren de hambre. Krall consigue hacérnoslo saber en esa pieza que, dirá en una entrevista, fue la única relacionada con las masacres de 1937 que pudo colar.

Todo resulta más sencillo cuando se trata de contrabandear el peso de la doctrina soviética sobre los huesos de los protagonistas. Llamémoslo «entrega», como la de Irina Makárova, trabajadora de la Fábrica de Leche Número 1 Gorki de Moscú distinguida con el premio especial del sindicato en el concurso de Cultura del Trabajo. ¿Que por qué? Con tan solo veinte años se aventuró por las montañas del Daguestán para traer esos hongos tan celosamente vigilados con los que hacer kéfir de forma industrial. Eso es patriotismo, también el de Nina Shemlkova, quien cosía bolsillos izquierdos de pantalones durante ocho horas diarias en la fábrica Krasny Voin (Guerrero Rojo) y más tarde interpreta a Juana de Arco en el teatro Zhavóronok de Moscú. Los críticos subrayan que lo hace con sutileza, inteligencia y sensibilidad. Al fin y al cabo, esta es una tierra en la que tampoco hay límites al desarrollo personal del proletariado. Sepan que la fábrica Lijachov ha organizado una velada en torno a los poemas de Serguéi Kakurin, conductor de la fábrica de camiones ZiL.

No sabemos lo que había en Polonia antes de Krall y Kapuściński, pero sí lo que vino después; desde Woziech Jagielski a Margo Rejmer, pasando por Witold Szablowski, Jacek Hugo-Bader… Y esos son solo un puñado de nombres llegados de un país que lleva décadas exportando la mejor crónica periodística. Más allá de un pasaporte común, les une haber bebido de fuentes como esta selección de nueve historias polifónicas recopiladas en Al este del Arbat. En reportajes bordados a mano con una delicadeza tan prudente como exquisita, Krall apela a la inteligencia del lector invitándole no solo a reflexionar, sino también a participar. Cuando leemos ese último párrafo de cada crónica, sentimos que algo ha pasado ante nuestros ojos. No lo acabamos de entender, pero Hanna Krall ya ha puesto todas las piezas sobre la mesa para que lo hagamos. Una pequeña pausa, y somos nosotros mismos los que acabamos completando el relato. 

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Un comentario

  1. Yo tengo una teoría basada en la experiencia personal de unos cuantos años. Los polacos, un poco como los ingleses, son excelentes críticos (de otros, y si son rusos mejor) entre otras cosas porque carecen de cualquier tipo de verdadera capacidad autocrítica tanto a nivel individual como colectivo.

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