Sociedad

La aventura de buscar estaciones abandonadas

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Estación de Agres. Foto: Alfonso Vila Francés

Ahora que soy padre entiendo a mi madre, que era la que normalmente tenía que prepararlo todo: no tenía mucho tiempo, porque ella también trabajaba. Al salir de la escuela, las mochilas, con todo lo necesario dentro, tenían que estar colocadas junto al armario. Nosotros estábamos nerviosos, mi padre, que tenía que llevarnos a la estación, estaba nervioso, y mi madre estaba nerviosa por si nos dejábamos algo. Al final, todo salía bien, llegábamos a la estación a tiempo y no nos olvidábamos de nada. Nos subíamos al tren y empezaba la «acampada» (en realidad, normalmente dormíamos en el albergue del colegio, aunque a veces también en tiendas de campaña o incluso al raso, debajo de un pino). A veces las acampadas eran «campamentos», que duraban dos semanas y siempre se nos hacían cortas. Para mis padres era un agobio, porque éramos dos y éramos bastante distraídos y despreocupados. Ahora que lo pienso, nunca les agradecí que quisieran apuntarme al grupo de «aire libre» del colegio (muy parecido a los Juniors o a los Scouts, aunque íbamos por libre, sin uniforme, sin jerarquías, sin casi normas, ya se sabe: «Qué buenos son los padres salesianos que nos llevan de excursión»). Allí hicimos amigos, vivimos grandes aventuras y lo que quería explicar ahora: hice mis primeros viajes en tren y descubrí, después de caminar por la antigua vía, mi primera estación abandonada.

Debía tener unos trece o catorce años. Habíamos salido por la mañana, cruzado la sierra y descubierto un valle nuevo. En el valle existían pueblos desconocidos, bosques desconocidos, campos desconocidos y dos estaciones desconocidas. Una todavía se usaba y no recuerdo nada de ella, pero debía existir en aquellos años (luego la derribaron y en su lugar dejaron un ridículo apeadero); era la estación de vía ancha, la de Renfe, por donde pasaba el tren que nos llevaba a Valencia. La otra estaba abandonada, parecía llevar muchos siglos abandonada, y era un edificio robusto, elegante, pero vacío y rodeado por altos matorrales y hierbajos, un sitio perfecto para una exploración (aunque no lo recuerdo, no creo que los monitores nos dejaran entrar dentro, así que nos debimos conformar con verlo desde fuera). En cualquier caso, se distinguían bien los andenes, que se perdían entre los árboles que se levantaban orgullosos, como burlándose de las piedras, junto a la estación. Era como si una naturaleza espléndida quisiera levantar la bandera de la victoria, ante los trabajos desmesurados e inútiles de los hombres. El sitio, que por supuesto no conocía, ni sabía nada de su historia, ni nadie me había dicho lo que íbamos a ver y por tanto fue una sorpresa total, me dejó tan profundamente impresionado que, al volver a casa, lo busqué en el mapa. Quería regresar allí algún día. No sabía cuándo, pero quería volver allí. No sabía a qué, pero quería volver allí.

Curiosamente, a mi hermano, dos años menor que yo, también le había impresionado. Poco después me enseñó un texto que había escrito junto a un dibujo de la estación. No habíamos hablado de ello. En general, entre nosotros nos comunicábamos poco. Nos queríamos y nos odiábamos como buenos hermanos (es decir, nos pegábamos, pero también nos pegábamos sin pensarlo con cualquiera que se metiera con uno de nosotros, aunque fuera amigo nuestro, como hice yo con un amigo mío, y por cierto, mi amigo lo entendió perfectamente, porque un hermano es un hermano, y hasta yo mismo me sorprendí de mi propia violencia, de cómo salté contra mi amigo, pero al final no pasó nada grave, porque eran peleas que se olvidaban muy pronto). En las acampadas, por ejemplo, cada uno iba por su lado, y a veces nos gustaba perdernos de vista… Por tanto, yo no sabía que mi hermano había estado mirando esa estación con igual interés. Aquello fue toda una revelación: que mi hermano hubiera sentido en aquel lugar lo que sentí yo, que lo hubiera intentado explicar con palabras (el texto era una descripción del lugar, pero cualquier profesor que lo leyera le diría que era «muy poético») y que, además, lo hubiera acompañado de un dibujo, me alegró mucho, pero también me dio envidia: yo no había podido sacar nada de aquello, él tenía palabras y dibujos y ¿qué tenía yo? Por supuesto que esto en aquel entonces era solo un dolor vago, sin definir, pero luego lo fui comprendiendo: nacemos para descubrir el mundo como si fuéramos los primeros habitantes del mismo, y por tanto tenemos la misión sagrada de describir lo más fielmente posible lo que vemos, para legarlo a todos los hombres que vendrán después. Como un explorador que anota su viaje para avisar y orientar a los futuros viajeros. Eso era lo que tenía que hacer. Y tenía que empezar por ahí, porque esa estación era un lugar que no merecía el olvido que sufría, porque evidentemente estaba olvidada y evidentemente nadie parecía prestarle atención.

Los años han pasado. Mi hermano se hizo pintor (luego se puso a trabajar, un trabajo «serio», pero ese es otro tema…) y yo me hice fotógrafo (un verdadero fracaso, porque la voluntad chocaba contra los muchísimos inconvenientes de la fotografía analógica: tiempo y dinero; incluso empecé a revelarme yo mis propias fotos, con una máquina de revelar que me prestó mi tío, convirtiendo el baño en un pequeño laboratorio), pero el resultado seguía siendo muy frustrante, así que al final acabé como escritor porque un boli y un papel eran muy fáciles de conseguir y además el trabajo del escritor era mucho más discreto que el de fotógrafo. Era la época de la universidad, entonces aún teníamos la esperanza de vivir grandes aventuras aunque no sabíamos cómo. Y muchos años después volví a la estación de Agres, en Alicante, y volví a ver el lugar tal y como yo lo recordaba. Faltaban los niños y los adolescentes que habían caminado veinte kilómetros para llegar hasta allí, faltaban las risas, las bromas y el cansancio satisfecho de los cuerpos en paz. Pero todo lo demás estaba delante de mis ojos. Y de hecho hasta eso estaba allí: en mis recuerdos. Y saqué la cámara… No había venido a eso, a hacer fotos, simplemente pasaba cerca de allí y decidí desviarme. Pero cuando la tuve delante entendí que tenía que hacer fotos, porque esa estación un día iba a desaparecer (y de hecho hace poco se derrumbó una parte después de una tormenta), y si ese era su destino inevitable, al menos alguien debía dejar un pequeño testimonio de su existencia. Notario de naufragios. Alguien cuenta monedas de oro y alguien hace inventario de ruinas. A mí me tocaba lo segundo. Y me parece tan importante como lo primero.

Cada estación abandonada tuvo una vida. Nació llena de esperanza en el futuro, porque los hombres que la construyeron estaban llenos de esta esperanza. Agonizó largos años hasta morir. Y como un perro vagabundo cuyos huesos quedan expuestos en el desierto, nadie se molestó en enterrarla. Llevo muchos años leyendo libros sobre ferrocarriles, son mapas del tesoro que dan las pistas aunque a veces, sobre el terreno, las pistas han cambiado. Se ha construido una nueva carretera, o el bosque ha crecido. A veces me pierdo y tengo que volver a mirar el mapa. A veces el mapa no sirve absolutamente para nada, porque el lugar es irreconocible. A veces la encuentro cuando ya me volvía a casa, decepcionado y con las manos vacías. Otras veces un pastor viene en mi rescate y me guía hasta el lugar. Un amigo mío me preguntó si no tenía miedo a encontrarme un fantasma. Lo dijo de broma y en serio, como nos solemos hablar. Sí, en las estaciones abandonadas hay fantasmas, por supuesto, pero son todos inofensivos. Son los fantasmas de los que vivieron en ellas, de los que durmieron una noche en la sala de espera porque nevaba y el tren no podía pasar, de las mujeres que fueron a despedir a sus novios que se iban a la mili, de los padres que tenían que irse a trabajar lejos, muy lejos para poder mantener a sus familias, son los fantasmas de los niños que iban en bicicleta y se quedaban viendo pasar los largos trenes de mercancías, o los rápidos expresos de pasajeros, que iban a las grandes ciudades desconocidas, al mundo desconocido que existía al otro lado del andén.

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6 Comments

  1. de ventre

    la estación de Agres no lleva tanto tiempo en ruinas, yo he llegado a utilizarla (hace ya más de 20 años, eso sí).

    las circunstancias que han generado la decadencia de esta línea férrea, que une Valencia con Alcoi, son un triste ejemplo de cómo se hacen a veces las cosas en este país.

    j

    • alfonso vila francés

      No, la estación de la foto, de la que hablo, es la del ferrocarril de vía estrecha que iba de Alcoy a Jumilla. Aquí se juntaba con el de vía ancha que venía de Játiva a Alcoy. Y la de Renfe aún se usa, por supuesto, pero como apeadero, la estación original fue demolida hace bastantes años. La única que queda en pie (y de milagro, porque una parte se ha caído, como cuento en el artículo, es la del tren de vía estrecha, que es la de la foto). Y ese ferrocarril se cerró en 1969, desde entonces está abandonada.
      Un saludo.

    • alfonso vila francés

      Hola otra vez, continuo con mi respuesta… Dejando al margen el lio que hay con las dos estaciones (en muchas webs por ejemplo se confunden), coincido totalmente con lo de la decadencia del ferrocarril de Játiva a Alcoy, que es muy parecido a la decadencia de muchas otras líneas de ferrocarriles españolas, sobre todo las que sólo son usadas por los regionales, y por muy pocos regionales al día. En casi todas encontramos el mismo problema: las estaciones han pasado a ser apeaderos (generalmente sitios inhóspitos, donde es una heroicidad esperar el tren, el billete hay que comprarlo al revisor (si hay), hay muy pocos servicios, a veces un único tren al día en cada sentido, son trenes viejos que tienen muchas averías, etc. etc. Es un panorama desolador…
      Un saludo, y como digo siempre, gracias por leerme.

  2. Máximo

    Enhorabuena. Si escribimos en español, Játiva y Alcoy. Por lo políticamente correcto y el negrolegendarismo, a estas alturas es rara avis.

  3. María Antonieta Ugarte y Chocano

    Lindos recuerdos. El tren tiene algo especial y la estación complementa ese encanto. Cuando describen un lugar que dejó de ser utilizado por seres humanos y comienza a deteriorarse culpan al tiempo, y éste lo envejece. Creo que las cosas se envejecen porque dejan de ser útiles, dejan de prestar el servicio para lo que fueron creadas. Extrañan el sentirse necesarias. Nadie las mira, nadie las visita y poco a poco van muriendo porque se sienten olvidadas e inútiles. Existe el espíritu de las cosas. Poseen la virtud de su creador.

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