Cine y TV

Homelander, el otro Dios

Homelander
Homelander en The Boys. Imagen: Amazon Prime.

Parece mentira que recién en 2019 se haya estrenado una serie de televisión que aborde sin eufemismo la capitalización del superhéroe cuando, desde hace ya bastante tiempo, se viene capitalizando esta figura dentro y fuera del imaginario popular. Desde las grandes franquicias de DC y Marvel hasta las pequeñas representaciones o inventos independientes de producciones creativas que, en un primer vistazo, pueden resultar un tanto naif —Supercan, Covidman, Chica Cafeína, etcétera—, la explotación de la figura del superhéroe se ha convertido hoy por hoy en aquello que Karl Marx llamaba el «tráfico de mercancías» o el «plusvalor comercial» de un producto.

En efecto, el superhéroe ya no es tan solo un arquetipo meramente creativo o una plasmación ficcional, sino también es mercancía, objeto de intercambio, capital dinerario, representado en merchandising, videojuegos, disfraces, esloganes, franquicias corporativas e, incluso, material para marketing político. Aquí podría pensarse en Superman, por ejemplo, quien durante una buena parte del siglo XX fue convertido en un símbolo patrio que, más allá de representar los intereses de una nación, buscaba representar los intereses de todo el mundo a través de la bandera norteamericana. Lo mismo —aunque mucho más evidente y político— fue el kitsch del Capitán América y, quizá, el atuendo ultranacionalista de Wonder Woman.

Pues bien, todo este viejo concepto del superhéroe capitalizado tanto política y comercialmente ha sido —por fin— hiperbolizado y expuesto en The Boys, el show televisivo desarrollado por Eric Kripke para Amazon Prime Video, el cual se basa en el cómic homónimo de Garth Ennis y Darick Robertson.

Ambientada en plena efervescencia digital del siglo XXI y en el corazón mismo del capitalismo norteamericano (Manhattan), The Boys presenta a los superhéroes como lo que al parecer son y han sido siempre: propiedad privada de los medios de producción y mercancía en tránsito dentro del libre mercado.

Títeres de la compañía Vought International, los superhéroes del universo The Boys son productos monetizados y convertidos en rockstars por medio del marketing y de las redes sociales, agentes que se encargan de construir imagen, discurso y valor bursátil, en suma, todo el capital político de cada superhéroe. Esto, naturalmente, regido por cláusulas y contratos que dejan entrever una suerte de desfiguración de la persona, ya que por más paradójico que pueda parecer, la imagen del superhéroe (su atuendo, su discurso, sus redes sociales, sus poderes e, incluso, su propio nombre) no le pertenece al superhéroe, sino a la compañía.

Toda esta visión corporativa, decorada con las plasmaciones digitales del momento (historias de Instagram, memes, bots de Facebook, selfies por doquier, desesperación por el like, etcétera), se esfuerza por construir un costumbrismo visual y discursivo de la época, mostrándonos también ciertas esencias de la vida moderna a través de la parodia y del lugar común.

El argumento de The Boys es bastante simple y rectilíneo. Se centra en el enfrentamiento de dos grupos: Los Siete (equipo de superhéroes rockstars corruptos y rostro principal de Vought International) y The Boys (pequeña banda de personas sin poderes, dañados por alguna canallada de los superhéroes y vigilantes eternos de Vought y su cúpula a quienes buscan derribar). Los Siete están comandados por Homelander, el «súper» más fuerte de la Tierra, pero también el más narcisista, corrupto y violento de todos. The Boys es liderado por Billy Butcher, antiguo miembro del SAS que desconfía de todos los individuos con superpoderes tras la violación y el posible asesinato de su esposa por parte de Homelander.

En virtud de este argumento podríamos decir que The Boys se desarrolla dentro de un estereotipo o lugar común: los «buenos» luchando contra los «malos». Así, la serie se encuadraría dentro de esa antigua tradición del «justiciero», herencia perteneciente a Los tres mosqueteros, Batman o Warcraft, en donde personajes civiles toman la responsabilidad de aplicar justicia y establecer el orden tras el fracaso de las instituciones o de la sociedad para frenar abusos y crueldades.

Pero en The Boys la presencia de esta dialéctica entre el bien y el mal, sin embargo, no es epigonal ni necesariamente sucesoria, al contrario, la serie busca caer en el estereotipo a propósito, pues su esencia misma se mueve en la parodia, es decir, en la pantomima del universo de los superhéroes (con todos sus clichés, formas y discursos) para así poder reformularlo y burlarse un poco de ello. De ahí que The Boys esté repleta de referencias a otros relatos como Superman, Wonder Woman, Batman, Flash, Aquaman, X-Men, etcétera. Aquí valdría la pena emparentar la apuesta ficcional de The Boys con la de One Punch Man, anime que parodia al universo de los superhéroes japoneses poniendo en ridículo la escala de poderes de clásicos shōnen como Dragon Ball Z, Bleach, Saint Seiya, Naruto, Mazinger Z, entre otros.

Pero si bien hallamos todo este entrevero de referencias que podría hostigar al showrunner en un primer momento, la narrativa de The Boys asume un riesgo bastante interesante y al final sale bien librada, pues a pesar de algunos altibajos y excesos en el fanservice y el cliffhanger, el relato logra su objetivo de crear una diégesis consistente y alcanzar cierta autonomía para no terminar como una simple parodia de sí misma.

Uno de sus secretos es, sin duda, el relieve psicológico de sus personajes. No de todos, desde luego, pero sí de uno o de dos, lo cual basta para sostener la serie sin desbaratarla. El personaje más logrado, y muy por encima de Billy Butcher, Hughie Campbell o Queen Maeve, es, con mucha justicia, al que podríamos llamar el protagonista de The Boys a pesar de ser el más malvado y el canalla de toda la serie: Homelander, deliciosamente traducido al español como el Patriota.

Homelander
Homelander en The Boys. Imagen: Amazon Prime

Homelander, el otro Dios

Arquetipo del sueño americano vendido por Hollywood, Homelander es un hombre blanco, rubio, con mandíbula cuadrada, ojos azules, temeroso de Dios y con una bandera estadounidense a modo de capa. Su frase favorita, o al menos la que repite con mayor frecuencia durante toda la serie, es: «Ustedes son los héroes», señalando al público que lo graba con sus cámaras de celular y hace transmisiones en vivo. Tiene un cuerpo tan invulnerable como su propia sonrisa, la cual nunca decae ni se desdibuja, ni siquiera en los peores momentos de ridículo o de tensión. Mímesis de Superman —aunque mucho más carismático y famoso—, Homelander es definitivamente el otro Dios.

Como todo dios, Homelander necesita que lo amen y quizá ese sea su principal objetivo, pero también su debilidad más grande. Sigmund Freud solía decir que Jesucristo es asequible al mundo no por la descripción de sus milagros o de su magnificencia, sino por la plasmación retórica de su profundidad psicológica y de algunos síndromes psicopáticos que lo humanizan y hacen de él una figura que exige amor. Homelander, al igual que este Jesucristo freudiano, está lleno de pathos.

El desarrollo de su personalidad crece y se impone a medida que avanza la serie. Poco a poco el centro de todo parece ser solo Homelander, pues empieza a ser dibujado en detalle y sus conflictos psicológicos son revelados con tantas sutilezas y trampas narrativas que de pronto opaca al resto de personajes, subordinándolos como meros instrumentos que sirven a la trama o al diálogo. De modo que por más que los guionistas se esfuercen por agregar grandes dosis de pathos a Billy Butcher, Hughie Campbell o a The Deep, estos jamás ganan perfiles nítidos como Homelander, el astro por el que orbitan todos y cada uno de ellos.

Si bien es cierto que en un primer momento Homelander no tiene tanta presencia escénica como Butcher, Hughie o Starlight, luego es él quien tiraniza los enfoques de cámara sobre su persona. Incluso cuando no está en escena, los personajes están hablando o pensando en él, convirtiendo su figura en una presencia emocional que altera y colma de histeria al resto. ¿Alegoría de omnipresencia? Tal vez sí, pues al igual que Dios, Homelander está en todas partes sin necesidad de estar allí físicamente.

El primer indicio de este futuro protagonismo lo vemos en el capítulo uno, donde por paradójico que pueda parecer Homelander no sale más de cinco o seis veces en todo el episodio. Sin embargo, basta con estar un poco atentos para dar con la clave escondida o el juego semiótico por parte del director, quien coloca a Homelander en dos momentos que definirán el ritmo de la serie y la personalidad del superhéroe: el inicio y el cierre del capítulo.

La serie inicia con Homelander y Queen Maeve salvando a unos adolescentes de un asalto a mano armada en Nueva York. Homelander llega flotando desde el cielo y con el láser de sus ojos deshace la mano de un ladrón. Luego, como si se tratase de un simple estropajo, saca volando por los aires a otro asaltante. De inmediato, las cámaras de televisión se posan sobre él y los chicos empiezan a pedirles selfies, cosa que Homelander acepta muy gustoso y da apertura a la trama con una suave música de fondo.

A esta primera escenificación podríamos llamar la «cara pública del superhéroe», donde Homelander se muestra empático y valioso para la sociedad. El símbolo total del estereotipo. Pero ahí no puede quedar todo, pues los guionistas necesitan mostrar la contraparte de su personaje, es decir, la «cara oculta del superhéroe», su esencia verdadera y definitiva. Y, por supuesto, lo hacen en el cierre de aquel mismo capítulo. Allí se ve cómo Homelander, lejos ya de cualquier cámara o mirada pública, oculto entre las nubes y una noche llena de relámpagos, parte en dos una avioneta en la que viaja un niño y su padre. Incluso se atreve a saludar al chico y mostrarle una sonrisa antes de borrarlo del mapa. La música de fondo ya no será más una baladita adolescente, sino «The Passenger» de Iggy Pop.

Son estos los dos momentos que definen y exponen para siempre a Homelander. A pesar de no tener demasiada presencia escénica en aquel primer capítulo, es él quien lo abre y lo concluye. Además, encontramos allí el anuncio de su constante desdoblamiento entre el superhéroe público y superhéroe el privado.

No tendrán que pasar más de tres o cuatro capítulos para que Homelander tiranice el relato y se aproveche por completo de él. Poco a poco va mostrando su personalidad y el público accederá a un cóctel de hipocresía, narcicismo, paranoia, psicopatía, sinrazón, arrogancia y todo lo peor de la conducta humana resumida en una sola identidad. A través de sus acciones, Homelander se perfila y nos muestra que toda esa maldad no es gratuita, sino que nace de sus conflictos psicológicos que actúan como disparadores y que justifican cada uno de sus movimientos sin que él mismo se dé cuenta. Así, desde el acto más pequeño (su gusto por la leche) hasta el acto más grande (asesinar a una persona) está pauteada por factores que escapan de la gratuidad y del puro efectismo.

Dos rápidos ejemplos. A diferencia del resto de personajes, Homelander jamás se quita el traje durante todo el relato. Su identidad es la del superhéroe; el traje es su piel. Muy lejos de Superman, Spider-Man o Batman, la identidad con la que Homelander se autoconstruye no es la humana sino la de «súper». Y esto nace básicamente por los problemas y ausencias que tuvo de niño, al criarse completamente solo en un laboratorio y no tener amigos ni padres ni un modelo humano al cual seguir o copiar. En la famosa teoría de la identificación, Freud postula que en sus inicios todo niño ingresa a una fase oral, un estado de canibalización en la que los hijos devoran al padre, es decir, en la que lo copian para solo así empezar a crear su propio yo. Homelander, al ser criado como rata de laboratorio, no tiene figura humana a la cual canibalizar. Durante los flashback de la serie lo vemos solo, abrazando una toalla y observando a unos científicos que han pegado en su cubículo el enorme poster de un superhéroe para que lo asimile mentalmente.

El otro ejemplo sería su fascinación por la leche. Aunque no es constante, hay tres o cuatro escenas en la que se ve a Homelander tomando vasos de leche con cierta fruición. Quizá la referencia más obvia sea cuando luego de asesinar a Madelyn Stillwell (la vicepresidenta de Vought International y figuración materna y sexual de Homelander), el líder de los Siete rescata un biberón con la leche del pecho de esta y empieza a lamer su contenido en pleno estado de éxtasis. De hecho, Homelander siente celos del bebé de Stillwell y por momentos lo prefigura muerto. Este deseo parte, naturalmente, del síndrome de la madre ausente y del complejo de Edipo. Homelander, al no haber tenido mamá, ve a Madelyn Stillwell no solo como jefa o amante, sino también como una madre que lo mima y regaña y lo pone sobre sus rodillas al igual que a un infante. Es muy probable que por esa insistente búsqueda de figura materna sean solo las mujeres las únicas capaces de manipularlo por breves periodos. Stillwell, Becca, Stormfront, Queen Maeve, todas han podido controlarlo hasta cierto punto debido a que apelan a una parte de su psique dañada. De ahí que su gusto por la leche no derive de una simple gratuidad, sino de la compensación de un profundo vacío. 

Con todo, Homelander no es únicamente un tipo rectilíneo que solo rezuma maldad o psicopatía. Como cualquier gran personaje ficcional, tiene capas, incluso ambivalencias y contradicciones, que le otorgan un lado empático. Cuando está con su hijo, por ejemplo, Homelander muestra emociones genuinas y le brinda consejos sinceros para superar el miedo, el dolor y la soledad. En algún momento da a entender que no quiere que el chico pase la misma infancia fría y solitaria que él tuvo, sin modelos a seguir y sin conocimiento del mundo exterior. También se muestra triste y decepcionado cuando el niño le tiene miedo y elije irse con Butcher.

En este punto valdría agregar que Homelander es lo que Georg Lukács denomina «héroe problemático» en su ensayo Teoría de la novela. Según el filósofo húngaro, este tipo de héroe es aquel que «entabla una relación dialéctica con su mundo y termina volcando su intelecto en el autoconocimiento interior, a expensas del perjuicio que puede causar a su alrededor». Como en todas las ficciones donde el «héroe problemático» hace su aparición, los personajes son atraídos y repelidos al mismo tiempo por Homelander, efecto que se repite claramente en el receptor. De modo que después de sentir asco y desprecio por él, se termina queriéndolo y aceptando su presencia desagradable en nuestro mundo interno. Al final de la segunda temporada de The Boys, vemos a Homelander masturbándose encima de la cúpula más alta de Nueva York. Desde allí, repite y repite lo que solo podría decir una divinidad consciente de sí misma: «Puedo hacer lo que yo quiera, puedo hacer lo que yo quiera, puedo hacer lo que yo quiera». Qué duda cabe, Homelander es el otro Dios.

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Un comentario

  1. Diego Lorente Morales

    Es,sin lugar a dudas,el mejor personaje de la serie.El tercer episodio de la cuarta temporada,donde se ilustra perfectamente el desquiciado y peligroso ambiente social y político los EEUU actuales, es bestial.

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